La desconfianza del señor Velázquez

La nueva casa de Andrea le sumó más problemas que soluciones: la instalación eléctrica era una bomba de tiempo capaz de recalentarse hasta el punto de provocar un incendio, y la cañería del agua había soportado años a fuerza de coraje, pero estaba a punto de tirar la toalla. La única solución fue cambiar decenas de metros de cable y caños, además de llaves, tomacorrientes y grifería, lo que infló el presupuesto hasta un límite que Andrea no pudo soportar:

—¡Pero no quiero pedirle más nada a papá! —se lamentó, casi al borde de las lágrimas, cuando Diego le informó que, después de unas lluvias copiosas que afectaron la ciudad, apareció una gotera en el centro de la sala. Los gabinetes de la cocina estaban apolillados y había que cambiarlos, y ahora se le sumaba la membrana asfáltica para todo el techo—. ¡Si sigo así voy a tener que hipotecar la veterinaria!

—Tu padre se va a enojar si no le pedís ayuda —objetó Diego—. Aparte un préstamo o una hipoteca te van a salir carísimos.

Él, que se había acostumbrado a vivir con poco, estaba asustado por la cantidad de dinero que se iba en las reparaciones de la casa, y no estaba seguro de que el hotel de mascotas fuera tan rentable como le había asegurado Andrea. Pero el susto más grande se lo llevó días después, cuando el señor Velázquez se apareció en la casa. Al verlo instalado con una bolsa de dormir y una caja con sus cosas, en uno de los dormitorios más limpios de la casa, y cumpliendo funciones como encargado de la obra, el hombre mayor lo miró de arriba abajo:

—¿Y vos de dónde saliste? —le preguntó lanzándole una mirada desconfiada por encima de sus anteojos de lectura. Tenía los planos de la casa en las manos, y había atosigado al capataz y a los obreros con averiguaciones y órdenes—. ¿Mi hija te puso a supervisar ésto?

—No, señor. —Diego trató de mantenerse humilde y al mismo tiempo controlar a Frank, que gruñía y cada tanto le lanzaba un ladrido al señor Velázquez, desconcentrándolo de la observación de los planos—. El capataz es el que está a cargo. Yo vigilo que las cosas se hagan como quiere Andrea… ¡Callate, Frank!

El hombre había reconocido al cuzco adoptado por su hija, pero no entendía qué hacía ahora con ese muchacho que, por la forma en que evitaba mirarlo, parecía ocultar algo:

—¿Por qué ese bicho está acá y no en la veterinaria?

—Frank es mío, señor Velázquez. Tuve que irme de Montevideo por un tiempo, y Andrea se ofreció a cuidarlo —mintió Diego.

El hombre mayor volvió a clavarle los ojos como si fuera un entomólogo observando a un insecto. Diego recordó a un escarabajo que había visto en su escuela de Buenos Aires, pinchado con alfileres en un trozo de goma espuma, adornando una pared del aula.

—¿Andrea y vos tienen algo?

—¡No, señor! —Diego comenzó a sudar frío—. Solamente soy su empleado. 

El hombre hizo un gesto desdeñoso y continuó con los planos. Frank detuvo momentáneamente sus ladridos, distraído por el llamado de la naturaleza. Por suerte en el fondo de la casa había un árbol enorme, el nuevo objeto de su predilección.

—¿Ya vino el electricista? 

—Sí, señor. La instalación eléctrica se cambió completa.

—¿Y los del techo cuándo vienen? 

—Mañana. Se supone que la colocación de la membrana asfáltica no les va a llevar más de dos días. Por suerte no hay pronóstico de lluvias, así que no creo que tengamos más problemas de humedad. Cuando el techo esté arreglado empiezan con la pintura. 

—Está bien. —El hombre no había encontrado nada para quejarse, aunque no se tragó la historia del perro; probablemente ese muchacho con aspecto de motoquero venido a menos andaba atrás de su hija—. Vuelvo en un par de días. Teneme listas las boletas de los gastos de albañilería, los del techo y los electricistas, y también los presupuestos que te pasaron, así los reviso. ¿Entendiste?

—Sí, señor Velázquez. —Diego no podía decir nada ante la intromisión de ese hombre sin autorización de su jefa, pero iba a tener que informárselo a ella. En ese momento no lo sabía, pero esa acción le iba a crear un enemigo. Uno formidable.

                            ***

—Papá cree que puede meterse en mi vida cuando se le antoje. ¡Por eso no quería pedirle dinero! —se lamentó Andrea. Diego había tenido que esperarla mientras atendía a un paciente, para hablar tranquilo con ella. Como supuso, desató su furia con la noticia—. ¡Voy a llamarlo ya mismo por teléfono!

—¡No! ¡Esperá! —Diego trató de detenerla, pero la chica no le hizo caso: aporreó el celular buscando el contacto de su padre:

—¿Papá? ¿Se puede saber por qué fuiste a mi casa a revisar la obra? ¿Y por qué le exigiste a Diego que te mostrara las boletas y los presupuestos de los obreros?

Diego se quedó frío: su jefa lo había prendido fuego con su padre, pero mal. Después de unos segundos de escuchar vaya a saber qué, seguramente una serie de disparates dirigidos hacia él, ella respondió:

—¡Diego es mi empleado! Mira, papá, yo te agradezco mucho que me estés ayudando con los gastos, ¡pero eso no te da derecho a manejarme la vida!

Diego no podía escuchar las respuestas al otro lado del teléfono, pero no hacía falta: con la cara de su jefa, que iba mudando de la indignación al asombro, era suficiente:

—¡Pero qué decís! ¡¿Cómo va a ser mi…?!

A Diego se le subieron los colores a la cara; seguramente el señor Velázquez le había hecho a su hija la misma pregunta que le había hecho a él: si ellos tenían algo.

—¡Es de confianza, sí! Y aparte, ¿si fuera mi pareja, qué? ¿Ahora tampoco puedo estar con alguien?

La chica abría y cerraba la boca como si quisiera decir algo mientras escuchaba la respuesta. Diego amagó a levantarse con la intención de darle privacidad, pero ella le hizo una seña para que se quedara quieto y él, obediente, volvió a sentarse. 

—¡Te juro que no te voy a pedir un solo peso más! ¡En cuanto pueda, voy a devolverte todo lo que me prestaste! ¡Y no se te ocurra meterte con Diego, papá! —Andrea volvió a aporrear la pantalla del teléfono para terminar la llamada, y lanzó el aparato con rabia sobre la mesa de examinación—: ¡¿Pero qué se cree?!

—Andrea…

—¡¿Sabes lo que me dijo?! —A la chica parecía que se la llevaba el diablo: vociferaba y sacudía los brazos mientras recorría la sala de examinación casi llevándose las cosas por delante. Lourdes no había querido ni entrar al consultorio: desde el mostrador atendía a los clientes, que al oír la gritería se quedaban en silencio y con el oído enfocado hacia la sala de examinación, a ver si pescaban de qué venía el chisme. Lourdes los miraba con cara de pocos amigos, y los despedía sin mucho trámite—. ¡Que vos andas atrás de mí por su dinero!

—Es lógico que desconfíe. Él no me conoce…

—¡¿Se cree que soy idiota o qué?! ¡¿Que me voy a dejar manipular por alguien solo porque me gusta?!

En ese punto Andrea se quedó en silencio. A Diego le pareció no entender bien lo que ella había dicho. Aún observaba el teléfono abandonado sobre la mesa de examinación, y levantó la vista para mirarla. Lo que vio lo llenó de consternación: su jefa, con la vergüenza enrojeciendo sus mejillas, apretaba los labios y se miraba las manos. Él entendió todo: por qué lo había ido a buscar a Piriápolis, y por qué insistía una y otra vez en ayudarlo. 

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