Como perros y gatos
El lunes por la mañana Andrea manejó el auto de vuelta a Montevideo, con Diego dormido a su lado. Habían puesto a Frank en un transportín y lo llevaban en el asiento de atrás, sujeto con uno de los cinturones de seguridad para que no saliera disparado en una frenada. El perro ladró un rato, frustrado porque no lo dejaban sacar las orejas por la ventanilla, como en el viaje de ida, pero ni aún así Diego se despertó.
Andrea recordó la tarde y la noche que habían pasado en el apartamento: después del almuerzo le vino sueño, y se fue a acostar luego de sugerirle a Diego que durmiera una siesta en el sillón. Se despertó dos horas más tarde, sedienta: distraída por los sucesos extraños del día, se había olvidado del vaso de agua que siempre llevaba a la cama. Salió del dormitorio de puntillas, para no despertar a Diego, pero se lo encontró sentado en el sillón, frente al televisor encendido y cabeceando como si luchara por no dormirse. Volvió sobre sus pasos antes de que la viera, y se encerró de nuevo en su cuarto. Igual podía tomar un vaso de agua de la canilla; por un día no le iba a hacer nada. Un rato más tarde salió de la habitación haciendo ruido para que él la oyera, y se fue a la cocina a planificar qué mandados hacer para la cena. Creyó que Diego podría volver a lucirse en la cocina. Pero él, que aún seguía mirando televisión, en el momento en que la vio despierta se desparramó en el sillón y se quedó dormido.
La noche había sido igual: un par de veces ella se levantó para espiarlo sin que se diera cuenta, y lo vio igual que a la tarde: mirando la tele y tomando café. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué se negaba a dormir? Seguro tenía algún trastorno nervioso que ella no alcanzaba a descifrar. La psique de los animales era diferente a la de las personas, y ella no sabía nada de trastornos psiquiátricos humanos.
—¿Me dormí? —Diego alzó la cabeza cuando Andrea le sacudió un brazo: estaban frente a la veterinaria, en Montevideo, y él había cerrado los ojos cuando aún circulaban por la rambla de Piriápolis. Habían pasado cuatro horas como un soplo.
—Y bien profundo.
Diego se dio cuenta de que Andrea no parecía muy feliz: se le notaba el cansancio, y él había sido un peso muerto todo el viaje. Se concentró en ver cómo hacía para no responder preguntas incómodas. Por suerte Frank ladró con la desesperación venida de su vejiga llena. Lo soltó, y el pobre animal corrió al árbol que tenía más cerca, para regarlo con dedicación. Para ese momento Andrea estaba un poco más calmada:
—Voy a hacer los trámites para comprar la casa, y mientras la arreglan podés vivir ahí. Tendrías que dormir unos días en la veterinaria, hasta que me la entreguen.
—No te preocupes. —Diego sintió un súbito deseo de alejarse—. Puedo irme a una pensión.
—¿Pero con qué plata, si te robaron todo?
—Le voy a pedir ayuda a Benicio. —Diego se guardó para sí que incluso había pensado, como última opción, aceptar la antigua propuesta de Margot, aquella prostituta que tantas veces lo había invitado a quedarse con ella. Pero esperaba que Benicio pudiera ayudarlo, y no tener que caer tan bajo.
—No me parece buena idea. —La voz de Andrea sonó más brusca de lo que quería. El chico frunció las cejas, y ella se apresuró a corregirse—. Digo, es que me parece que en la veterinaria estarías más tranquilo, y tampoco tendrías que pagar los precios de usura que cobran en cualquier pensión. No vayas a pensar que quiero meterme en tu vida o algo parecido… —le dijo con humildad, mientras se reprochaba su pésimo carácter y su actitud casi maternal hacia ese chico más joven. «Ocho años menor. Diego solo tiene ocho años menos que yo. No es para tanto… Pero, ¿qué estupideces estoy pensando?».
—No te preocupes. —Diego estaba totalmente ajeno a la confusión de los pensamientos de su ex jefa, y no entendió su vergüenza—. Capaz puedo trabajar con él y hacer algún peso para pagarme la pensión. Igual yo no puedo ayudarte mucho mientras se esté arreglando la casa. No sé nada de albañilería.
—Si es por eso no te preocupes. Igual te necesito para que supervises a los obreros.
—¡Pero yo tampoco sé nada de eso! —Diego no entendía el empecinamiento de Andrea en mantenerlo como su empleado.
Ni siquiera Andrea se entendía. ¿Por qué insistía en complicarse la vida con ese muchacho del cual no sabía prácticamente nada? Porque Diego era como una caja de Pandora, llena de misterios que podían explotarle en la cara. Igual ella se sentía en la obligación de ayudarlo, como si fuera una de esas mascotas que le traían casi desahuciadas, y a las que se esforzaba en devolverles la vida y la salud. Ni que Diego fuera un gato o un perro, pensó:
—Al final parece que no sirvieras para nada. Lo único que quiero es que vigiles la casa mientras están los obreros, para que no se roben nada si los dejo solos. ¿Eso lo podés hacer?
Diego se sintió ofendido ante la brusca respuesta de la chica. Tendría que haberse dado media vuelta y salido por la puerta de la veterinaria para no volver nunca, pero ante él se abría el abismo de la soledad y el desamparo. Y estaba harto de sentirse solo:
—Supongo…
***
En la inmobiliaria le entregaron a Andrea un juego de llaves enorme, con dos llaveros: uno era promoción de la casa vendedora, y el otro el que había pertenecido a la anciana: una estrella de madera, pulida por el roce. Paco olió las llaves con detenimiento y lanzó un maullido suave, como si hubiera reconocido en ellas el olor de su antigua dueña.
—Pronto vas a volver a tu casa, Paquirri. —Andrea sabía que ni siquiera los gatos, esos seres con fama de ser poco cariñosos y desapegados con sus dueños, olvidaban a las personas que habían sido buenas con ellos. Imaginó que volver al lugar en donde se había criado le iba a ofrecer una forma de consuelo—. Vas a ver qué linda va a quedar cuando la arreglen.
—Pobrecito… —Diego se había hecho amigo de Paco, lo que ocasionaba en Frank severos ataques de celos. Con una mano acarició el lomo de plata del gato, mientras que con la otra contenía los saltos del perro, que poco y más llegaban hasta el borde del mostrador de la veterinaria, en donde Paco lo miraba con los ojos entrecerrados y una expresión despectiva. Cuando Andrea también le rascó la barbilla, Frank alcanzó a arañar el borde del mostrador. Paco le bufó, furioso—. ¡Frank! ¡Qué mal te estás portando!
—Dejalo… —Andrea sabía que esos dos pequeños revoltosos habían aprendido a tolerarse, y que cuando no había nadie hasta compartían la comida y dormían juntos. Los había visto por las cámaras de seguridad—. No se van a hacer nada. Son puro ruido.
A Diego le pareció raro estar acariciando el lomo del gato y que al mismo tiempo Andrea, que primero le había rascado la barbilla, comenzara a acariciarle las orejas. Por un momento sus manos casi se tocaron, y él retiró la suya, avergonzado. Ella miró con curiosidad el color de sus mejillas, pero también se ruborizó como una jovencita.
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