A escondidas

Andrea estaba segura de que podía localizar a Diego en cualquier parte,  aunque intentara esconderse bien. Siempre la había caracterizado la tenacidad, y actuaba sin pensar, como la vez en que lo fue a buscar a Piriápolis. Pero las cosas habían cambiado: con sus sentimientos al descubierto, si volvía a encontrarlo y se repetía lo ocurrido en el balneario, iba a parecer una acosadora. Y lo último que ella quería era acosar a un hombre, por más que le gustara. Lourdes no le sirvió de ayuda porque su opinión sobre Diego iba de mal en peor: lo consideraba un bueno para nada, y su segunda huida avivó sus sospechas de que además andaba en algo raro, aunque prefirió no comentárselo a su jefa. Igual le advirtió:

—¡Ni se te ocurra buscarlo! 

—Pero, ¿y si está como en Piriápolis, sin dinero ni un lugar a donde ir?

—Que se maneje. Es bien grandecito y puede fregar un par de pisos para ganarse unos pesos. 

—¡Ay, Lourdes! Sabés que no es tan fácil conseguir trabajo en estas épocas.

—¡Dejate de joder! —se le escapó a Lourdes, y después se dio cuenta de que se había pasado de la raya por más que Andrea fuera su amiga—. Te lo digo con respeto… Pero en serio, Diego es un hombre grande y puede conseguir trabajo en cualquier lado. ¡Olvidate de él!

—¡Pero lo necesito para poner en marcha el hotel de mascotas! ¿Cómo voy a hacer si él no se hace cargo? ¿Vos podrías encargarte?

—¡Ni loca! —Lourdes extendió los brazos en un gesto defensivo—. A mí dejame acá bañando a los bichos. No me compliqués la vida con ese dichoso hotel.

—Entonces tengo que buscar a Diego y aclarar las cosas con él. —Andrea suspiró: cuando encontrara a su ex empleado, si lo encontraba, iba a tener que mentirle con toda su cara, convencerlo de que había escuchado mal, de que no era así eso de que le gustaba, y que no se tomara en serio lo que ella le había dicho a su padre. Sentía el corazón acelerado de solo pensar en el momento en que lo viera de nuevo—. Tengo que hacer que vuelva…

                            ***

El día en que la casa de Andrea quedó lista gracias al señor Velázquez, quien se había encargado de supervisar la obra hasta el final, ella eligió muebles, adornos y plantas para decorarla, y se instaló allí con Paco. El gato demoró un rato en salir del transportín: oliendo el aire, extrañado por aquel lugar que conocía pero que a la vez le resultaba extraño, apoyó las patas delanteras en el piso, que ya no era el de su vieja casa sino uno nuevo y reluciente, y luego, muy despacio, se fue a la ventana. Andrea temió que se escapara, pero Paco pareció entender que aquel era su antiguo hogar, y se trepó al alféizar en donde el sol de la tarde entibiaba los vidrios. Se echó allí y entrecerró los ojos, listo para dormir una siesta. 

—¿Te gusta cómo quedó la casa, Paquirri? —le preguntó Andrea mientras le rascaba las orejas. El gato frotó la cabeza contra su mano, y la chica pensó que le estaba respondiendo que sí. Se había enamorado de ese peluche color perla, que la observaba con ojos confiados y buscaba su calor en la cama, por las noches. Cuando el hotel de mascotas estuviera terminado, iba a ser el dueño de casa y anfitrión de un montón de animalitos pensionados. Seguramente iba a divertirse mucho.

En los días siguientes Andrea se dedicó a recuperar el jardín y el fondo de la casa. Tenía bastante que pensar mientras quitaba malas hierbas y plantaba arbustos y matas floridas, en el tiempo que la veterinaria le dejaba libre. ¿A dónde se iría Diego? Se había llevado a Frank con él; seguro que el pobre perro estaría pasando necesidades. ¿Por qué no lo había dejado, como la otra vez? Se acordó de Benicio, aquel hombre descuidado que se había hecho cargo del perro. ¿Y si Diego otra vez se lo había dejado a él? Andrea abandonó sobre el césped la palita con la que plantó un rosal amarillo, y se sacudió la tierra de las manos. Paco, que estaba cerca de ella mordiendo una brizna de hierba, se sorprendió cuando la oyó exclamar:

—¡Pero claro! En la ficha de Frank está el número de teléfono de Benicio. ¡Voy a llamarlo, a ver si sabe algo!

Al día siguiente, cuando fue a la veterinaria, Andrea buscó el número y llamó al amigo de Diego. Pero en vez de él, le respondió una mujer:

—¿Quién habla?

—Perdón —musitó Andrea, pensando que se había equivocado de número—, estaba buscando al señor Benicio.

—Soy su hija. ¿Usted conocía a mi padre?

«¿Conocía?», pensó Andrea, mientras la impresión le provocaba un nudo en la boca del estómago: 

—¿Pasó algo? ¿Benicio está bien? —Del otro lado sintió que la mujer se aclaraba la voz antes de darle la mala noticia de que su padre había muerto semanas atrás, de un infarto.

                              ***

Diego había vuelto a esconderse en el rincón más oscuro de Montevideo. Al borde de una avenida circulaban los conocidos «tachos», los taxis de la capital, que paraban en los numerosos lavaderos clandestinos, colgados de la energía eléctrica y la red de agua de la cuidad. En uno de esos lugares, junto con una buena cantidad de muchachos de la calle, Diego se empapaba tratando de lavar la mayor cantidad posible de vehículos, trabajando a comisión. Los tacheros, los conductores de los taxis, se acomodaban en unos bancos improvisados al borde de la calle, y alguno que otro se entretenía jugando con Frank. 

El perro se portaba bien: siempre vigilando a su dueño, parecía haberse acordado de su vieja vida en las calles y, más envalentonado que cuando vivía solo en la plaza, le ladraba a cuanto cuzco se aparecía en la vuelta, aceptaba caricias de los clientes, y le meneaba la cola a los compañeros de su dueño. A las cinco de la mañana, medio dormido, emprendía la vuelta a pie junto a él rumbo al rancho de lata en donde vivía ahora, un lugar muy diferente a la casa de Andrea, pero en donde tenía su comida, su agua, y una caja forrada para dormir. 

El rancho le pertenecía al dueño del lavadero, y Diego lo alquilaba por unos pocos pesos. Le sobraba algo de su trabajo, y podía comer y alimentar a Frank. Nadie allí sabía quién era ni lo que había hecho. Probablemente a ninguno de los habitantes de ese barrio le convenía que se supiera algo de sus vidas. 

Diego se acostó en un camastro improvisado con unas cajas y una colchoneta fina y dura como una piedra, y cerró los ojos. Estaba tan cansado que no se había quitado la ropa húmeda, y cuando empezó a temblar se obligó a levantarse y ponerse algo seco. El rancho por dentro tenía la misma temperatura helada que hacía en la calle, y por las chapas corrían hilos de agua que formaban largas y finas manchas de óxido. Frank se revolvió en su cama y comenzó a gruñir. Seguramente alguien estaba afuera:

—Tranquilizate, Frank. —No valía la pena ni asustarse: en ese barrio a cada rato se escuchaban corridas y balazos, cada tanto andaba la policía persiguiendo a alguien, o se sentían gritos y maldiciones. En esos casos lo mejor era no abrir la puerta, y de ser posible tampoco levantarse por las dudas de que entrara una bala perdida al rancho. 

Un poco menos congelado después de ponerse ropa seca y abrigada, Diego calentó agua para prepararse unos mates, se comió un pedazo de pan del día anterior, medio duro pero que se podía ablandar con el agua, un poco de queso y fiambre que también le había sobrado, y luego volvió a acostarse. Frank estaba tranquilo: los ruidos de afuera habían cesado.

Entredormido, las imágenes de las personas que habían muerto por su culpa llenaron su cabeza. Ahora se sumaba el rostro gris y desencajado de Benicio, y el recuerdo lo hizo saltar en la cama. Realmente había asesinado a su amigo, a ese hombre de buen corazón que solo quiso ayudarlo. Recordó sus charlas, sus bromas, sus fuentes llenas de empanadas y sus risotadas cuando le aconsejaba que se hiciera el chulo de Margot, y soltó el llanto:

—¿Por qué le hice caso…? —Era imposible que alguien no le tuviera miedo absolutamente a nada. Diego le dio un puñetazo a la colchoneta, reprochándose haber sido tan descuidado. Nunca debía haber vuelto de Piriápolis, aunque se hubiera muerto de hambre allá hasta que llegara el verano. Recordó a Andrea y su insistencia, y volvió a darle otro puñetazo a la colchoneta. Frank comenzó a ladrar de nuevo—. ¡Callate, Frank! —exclamó. Pero en ese momento unos fuertes golpes sacudieron la endeble puerta del rancho:

—¡Diego Martínez! ¡Policía! ¡Abra la puerta!

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