capítulo dos


Los días han pasado ensordecedores. Mi madre parece haberse curado rápido, pero a mi todavía me retumban las palabras en la cabeza. No he vuelto a saber nada de papi, y eso me alegra aunque me mortifica. Sé que si le hubiese pasado algo malo, ya supiera de sobra, pero no quiero ni pensar que él no quiere tener contacto conmigo. Con nosotras. Aunque yo soy la única a quien le importa.

Estoy en la escuela esperando que Facundo me pase a buscar. Tenemos que ir a comprar ropa para una reunión de su empresa y yo, naturalmente, tengo que asistir. Y no solo eso, asistir y comportarme como una damita de compañía.

—¡Fiesta en casa de Berto! —oigo como las chicas gritan emocionadas su próxima rumba. Yo me limito a esperar al vejestorio y oírlas vivir su propia vida.

—¡Patricia! —Una de las chicas, llamada Raquel, me saluda desde lejos y le devuelvo con una sonrisa. Se me acerca corriendo, dejando su grupo atrás. Se ve muy amigable, pero hablar con chicas de mi edad me intimida—. ¿Vas a la fiesta?

Sé de sobra que la respuesta es no. Pero quisiera tan solo... poder.

—¿Cuándo es? —La pregunta sale de manera mecánica por mis labios. Me arrepiento de inmediato de ello.

—Pasado mañana a las nueve, ¿sabes dónde vive Berto?

—No, ni siquiera sé quién es Berto —respondo risueña, a lo que Raquel responde con una mirada extrañada.

—Bueno, buscaré tu facebook en el grupo de la escuela y por ahí te paso la dirección en google maps, ¿te parece?

—Bueno, no sé si vaya a ir...

—Oye, dale. No te va a pasar nada. Nunca sales con el grupo. Este es el último año y tenemos que disfrutarlo al máximo, ¿no crees? Piénsalo bien. No creas que estarás sola, con esa carita consigues un chico o chica, lo que quieras, en un dos por tres. Además, ya puedes verme como amiga. —Con esta última frase, Raquel me guiña un ojo como señal de complicidad.

Tanteo mi respuesta, porque sé que a mami no le agradará mucho la idea. Además, ese mismo día es la cena con Facundo.

—Voy a ver si voy. Pero no te aseguro nada.

—¡Anímate! —Raquel mira hacia atrás como si la hubieran llamado y, con la misma fugacidad que llegó, se va agitando su mano y gritando: —¡Espero verte este viernes!

Ya en el vehículo de Facundo, me encuentro pensando en la propuesta de festejo este fin de semana. De verdad me encantaría ir. Por primera vez en días mi mente divaga en otra cosa más que en el rumbo de mi padre. Es un respiro, por cierto.

—¿Cómo te fue en la escuela hoy? —pregunta mi acompañante al detenerse en un semáforo en rojo.

—Bien —digo como para salir del paso. Miro mis manos fijamente, como buscando ideas en ellas. ¿Cómo me hago para ir a esa fiesta? Tengo que ir. Tengo que ver cómo son las cosas ahí.

—¿Solamente "bien"? ¿No vas a quejarte sobre los montones de tareas, ni a comentar cómo llevas el proyecto o a decir que alguien se cambió el look en el pelo? —Rio ante la cuestión. Es que esas son las cosas típicas que suelo hablar cuando me preguntan cómo me fue en la escuela hoy. Pero ahora estoy distraída.

—Lo siento, estoy distraída —repito mis pensamientos.

—¿Te pasó algo? —pregunta Facundo mientras quita sus ojos de mi y los fija en la carretera. Aun así, la respuesta queda abierta.

Lo analizo bien antes de contarle. Esto podría salir bien o muy mal, pero creo que puedo. Después de todo, si él es mi novio debe apoyarme en todo. O en la mayoría de las cosas.

—Es que... —tanteo—, en la escuela los chicos están organizando una fiesta y...

—Quieres ir —afirma.

Me quedo callada. En realidad es incómodo hablar de lo que quiero en voz alta. Desde pequeña me ensenaron a mantener discreción con respecto a molestar o importunar la gente a mí alrededor. En especial si son personas a quienes les he exigido con anterioridad, así como Facundo.

—¿Cuándo es? —me pregunta rompiendo el silencio y la línea de mis pensamientos.

—El viernes. Pero ese día es la cena de tu empresa, además de que mami no me dejaría ir. No es que yo quiera ir de todas formas, es que me pregunto... qué hacen en ese tipo de fiestas y celebraciones. O sea, siempre me han enseñado que son cosas malas, lugares llenos de sexo, drogas y alcohol, malos ambientes y eso. Pero no es lo mismo que te cuenten a tu verlo con tus propios ojos. ¿Me captas? —Facundo asiente con un sonido nasal mientras entra al parqueo de la plaza donde venimos a comprar la ropa que nos pondremos para la cena del viernes—. En realidad, no es que quiera ir, de querer, querer. Solo...

—Tienes curiosidad. Lo sé. —Dejo de parlotear ante su declaración. Me desmonto del auto tan pronto como está aparcado y, por alguna razón siento vergüenza—. ¿Sabes? —cuestiona Facundo, mientras se pone los lentes de sol y me agarra de la mano. Me limito a caminar a su lado, sin pronunciar palabra—. A veces creo que tu madre te limita mucho. Sé bien que ella confía en mí y eso, pero tengo que admitir que ya no soy hombre de andar en parrandas y esos asuntos. Tú necesitas más libertad.

—Tengo mucha libertad.

—No libertad de poder salir con tu novio a donde sea; es otro tipo de libertad. Por ejemplo, ¿Cuándo fue la última vez que saliste con una amiga o compañera de la escuela?

—No tengo idea... nunca me han dejado salir de casa con personas de mi edad.

—Es decir que tu madre confía en mí porque le puedo servir de niñero. Interesante —dice para sí mismo como en forma de cuestión—. Pero bueno... yo creo que eres muy madura y puedes tomar buenas decisiones acerca de cuáles son las mejores compañías para ti.

—Esas son cosas que se aprenden con la práctica y, sinceramente, nunca he elegido mis propias amistades o compañías. Más bien soy de acatar lo que mami diga.

—Las cosas así no van siempre bien. Pero bueno. —Nos separamos de manera sincronizada, cada uno por su lado en la tienda de ropa. Ya lo tenemos como una coreografía.

La dependienta, quien me conoce de sobra, me pregunta cuál es la ocasión y cuando le explico, me lleva directo hacia un traje de dos piezas color rosado pálido y le cuelga encima una chaqueta negra. No es algo que yo elegiría, pero va muy de acuerdo a la ocasión y el color es muy bonito. Me lo pruebo solo para verificar que sí es mi talla y me queda como anillo al dedo. Doy la compra por terminada.

Ya en la caja, para pagar, me encuentro con Facundo quien me espera con su camisa en la mano.

—Que lindo color, creo que combina muy bien con tus ojos miel —dice sonriente. Yo también sonrío por el halago—. Esta vez no iremos del mismo color, como las veces anteriores, —explica—. Voy a cerrar un negocio importante, lo que requiere de corbata roja. Ya sabes, para la suerte y la fortuna.

—Tu y tus supersticiones.

—En algo hay que creer en esta vida.

Facundo paga insistiendo en comprarme un par de aretes que cuestan casi lo mismo que el conjunto completo, a pesar de ser pequeñitos y casi invisibles. Salimos de la tienda agarrados de manos, tal como entramos y continuamos la conversación que quedó frenada durante la estadía en la tienda.

—Si quieres ir, yo puedo llevarte —dice Facundo refiriéndose a la fiesta del viernes.

—O sea, ¿cómo? —cuestiono porque la propuesta me interesa.

—Bueno, te quedas conmigo en el apartamento. Cuando la cena este algo avanzada te llevo a casa de tus compañeros de la escuela y cuando quieras volver, me llamas y te paso a recoger. No tenemos que decirle a tu madre, supongo... yo me encargaré.

—¿Estas bromeando?

—No, no lo estoy.

—¿Estas hablando en serio? —La emoción se desborda en mis palabras. Nunca creí que el haría algo así por mí jamás.

—Totalmente en serio, Patricia.

Se me hace imposible no soltar un grito y abrazarlo. ¿Esta es mi vida? Sí que lo es. Yo decidí lo que haré este viernes por la noche. Y no necesito aprobación.

Esto es utópico.


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