Prólogo
La mujer sujetaba al niño en brazos cuando una de sus pequeñas manos se agarró a su pulgar. Sus grandes ojos color azul se limitaban a observarla con atención.
El niño a penas alcanzaba los 4 años así que pensó que sería muy fácil borrar sus recuerdos y obligarle a olvidar su antigua vida.
La mujer, desde que supo lo que significaba ser una viajera, había sentido el peso de la responsabilidad recaer en sus hombros pero aquello no la amedrentaba, la alimentaba y la hacía entregarse aún más a su causa.
Ella miró al niño y acarició su mejilla con ternura y se prometió que cuidaría de él lo mejor que pudiese. Le enseñaría a controlar su don y lo educaría para que fuera siempre el mejor en todo.
No iba a dejar que sus padres, gente tan común e inferior, se hicieran cargo de alguien tan especial como lo era aquel niño. No, desde luego él debía crecer rodeado de personas de su misma condición.
Aiden, como todos los demás viajeros, había nacido para hacer grandes cosas, para mantener el equilibrio y servir a la Madre, tal y como ella hacía.
Ella creía firmemente en su causa, sin los viajeros el mundo se caería a pedazos y el equilibrio se rompería. Ese era el único motivo por el que ellos existían.
Equilibrio, paz y harmonia.
Aquel niño había nacido de dos almas dispuestas encontrarse, del amor más puro y perfecto. La Madre los había unido y había creado aquella hermosa y fuerte criatura.
Pero era tarea suya enseñarle todo lo que sabía pues los padres del infante tan solo habían aportado la semilla. De todos los viajeros era el deber de servir a la Madre.
Caminó por los pasillos del palacio y salió al exterior con la criatura en brazos.
Estaba sola, probablemente los niños estuvieran en la escuela y los demás viajeros se hubieran marchado a alguna misión.
Echaba de menos la emoción, espiar asuntos turbios, evitar accidentes, fingir ser una mujer distinta cada día...
Pero, desde que había sido nombrada "Protectora de la vida" debía permanecer en el castillo de Radix ajena a toda aventura que sus compañeros estuvieran viviendo.
Además debía cuidar al niño. Sus responsabilidades aumentaban y eso le gustaba, el hecho de sentirse útil la hacía sentirse realizada, pero a veces deseaba salir a vivir aventuras como cuando era joven.
Se agachó en el suelo y bañó al niño en el agua cálida con mucho cuidado.
Lo sentó en el borde de la fuente y lo miró fijamente.
-Hola, Aiden - Dijo la mujer con voz amable- Quiero que cierres los ojos y escuches mi voz con atención ¿De acuerdo?
El pequeño asintió y cerró lo ojos.
Y entonces la mujer comenzó a cantar.
Aiden imaginó cosas muy bonitas mientras escuchaba aquella bella canción que la mujer entonaba para él.
Pero lo que él no sabía era que a cada verso una parte de sus recuerdos se devanecía hasta no dejar rastro.
La mujer dejó de cantar y entonces el niño abrió los ojos.
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