Capítulo 2
Sí! Pude conectar mi teléfono a mi compu para tener internet!!! ;u;
Ah, amigos! No saben cuánto lo siento por traer tan tarde este capítulo TT
Pero acá en los mexicos hay posadas, y el fin de semana le tocó una a mi familia y tuvimos que asistir a otra justamente el domingo.
Y luego que me cortan el internet! Que según me resuelven en 3 días, así que para no retrasar más esto, aprovecho los datos de mi teléfono jeje
Algo que se me pasó comentarles en el capítulo anterior es que estoy mezclando datos de los libros y de la serie. No, no he leído los libros, así que me baso en videos o la wiki del fandom para construir la historia. De momento creo que voy bien, aún no empieza todo el sufrir con la política y fechas... benditas y jodidas fechas! Agh!
En fin, después de tanta palabrería... A leer!
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Daemon había llorado frente a alguien contadas veces a lo largo de su vida. Al ser el segundo hijo, la presión de estar bajo la sombra de Viserys le impidió mostrar debilidad y más cuando fue la sucesión del trono. Él debía asegurar que su hermano mayor ganase a como diera lugar. En la primera vida el simple chillido de Caraxes hacía temblar a varios lores, ahora era Uroxos, el dragón que en esta segunda vida eclosionó del huevo colocado en su cuna. Dragón de escamas negras con destellos violetas, alas púrpuras y ojos rojizos. Todo lo contrario, a Caraxes, su viejo amigo.
Un escalofrío le recorrió al recordar el lazo roto con el Anfíptero de Sangre. En un acto infantil, se apretujó de más contra el cuerpo menudo de Rhaenyra. Quiso escuchar los latidos de su sobrina, una melodía que le hiciera olvidar los últimos momentos de su primera vida. Sin embargo, ella se tensó y la serenidad que él había logrado obtener, se cayó a pedazos, recordándole que no era su esposa, no era la mujer que encamó y quien le dio tres hijos (Visenya tal vez no logró nacer con vida, pero era su hija).
Con cautela se apartó de ella y alzar la vista vio unos ojos amatistas anegados y mejillas empapadas.
—¿Nyra? —susurró él al acunar el costado de un rostro fino. Con ternura enjugó las lágrimas con el pulgar y se deleitó al verla apegarse a su tacto.
Iba a preguntarle qué había ocurrido, pero en un latido ella se lanzó a sus brazos como cuando era niña. Ese lado protector reservado para ella, le llevó a sostenerla contra el pecho y acomodarla sobre su regazo. Sintió cómo manos pequeñas se aferraron a sus ropas y uno de sus hombros se humedecía. Nunca fue bueno para consolar a alguien, las palabras salían más hirientes de lo que él deseaba. Por ello se limitaba al contacto físico: una palmada en la espalda, una caricia en la cabeza, sostener una mano temblorosa, juntar las frentes o un abrazo rápido.
Para un hombre acostumbrado a la violencia y al caos, las emociones contrarias eran terreno desconocido. La intensidad de estas representaba una gran carga, la cual no sabía cómo manipular; mucho menos cuando alguien querido estaba hundido en ellas. Quizás por ello se le dificultó ser un buen padre con Baela y Rhaena, incluso un buen esposo con Laena. A las tres las amó, mas le fue difícil demostrarlo sin herirlas, sin recurrir a ese personaje de respuestas sarcásticas, de sonrisa mordaz y mirada arrogante. Con Rhaenyra tampoco fue sencillo, pero ella tenía un poder sobre él que ni Laena llegó a poseer: el corazón de un dragón de lealtad inquebrantable.
Durante los primeros años de matrimonio, Rhaenyra atesoró ese obsequio como él siempre creyó: con fiereza. Los dragones son recelosos por naturaleza, posesivos al punto de ellos mismos incinerar aquello que consideraban suyo con tal de que nadie más lo pudiese tener. Así era el amor Targaryen, el único que conocían, el único para él.
No obstante, eso no les salvaba del desamor, de la traición o zozobra, sino que volvía todo una agonía vil y lacerante. Y aun a sabiendas de esto, ellos volvían a ese lugar que les hacía derramar fuego y sangre sin misericordia.
Porque eso sentía Daemon al sostener a esta Rhaenyra. Sabía que esta doncella podía ser su perdición, pero estaba dispuesto a salir herido las veces necesarias si eso le permitía estar cerca de ella.
Depositó un beso sobre una cabellera plateada perfumada causando que la joven apartara el rostro de su cuello. Ante él apareció un rostro enrojecido y con marcas por las costuras de las ropas, ojos rojos y surcos dejados por las lágrimas.
—¿Tío? —susurró Rhaenyra. El tono se escuchó tan minúsculo que le apretujó el corazón.
Daemon le sonrió afectuoso y colocó sobre las palmas el collar que les uniría de nuevo en esta vida.
—Te traje un regalo —musitó él en alto valyrio.
La princesa se secó las mejillas con el dorso de la mano antes de acercar el objeto metálico a ella. Las falanges delgadas delinearon el collar con devoción.
—Es acero valyrio.
El asombro en el tono de voz hizo sonreír al príncipe.
—Así es, mi princesa. —De forma suave tomó el collar, con un gesto le indicó a la muchacha que apartase el cabello para colocar la pieza y desabrochar el collar de oro—. Ahora los dos portaremos un pedazo de nuestros ancestros.
Un amuleto de ambos.
—Gracias, tío —dijo ella, depositando un beso tímido en la mejilla del hombre.
El corazón de Daemon ardió por el gesto y estuvo a punto de ceder al deseo de devorar aquella boca virginal de no ser porque notó por el rabillo del ojo al comandante de la Guardia Real. El momento íntimo había sido observado por alguien más, enfureciéndolo. Sus ojos lilas miraron amenazantes al caballero quien tuvo la decencia de agachar la cabeza.
Daemon se juró no mancillar la reputación de su sobrina como lo hizo en el pasado. No mientras no estuviese casados, así que, resignado, bajó de su regazo a la princesa.
—Vamos a los jardines —sugirió él en voz baja, a lo que recibió un asentimiento como respuesta.
Con el decoro propio de su estación, ambos abandonaron el Salón del Trono, el lugar en el que vería a Rhaenyra sentada en el Trono de Hierro y él a su lado, como el Protector del Reino.
.
La princesa Rhaenyra se sentía apenada. Había llorado como un infante en los brazos de su tío. Sin embargo, como era usual en él, no se burló ni reprendió por tal comportamiento, tampoco le preguntó lo que le había sucedido. No era como si ella misma supiera. La frase dicha por una voz desconocida en su cabeza rompió con el control que la caracterizaba y eso le atemorizó pues un sentimiento de traición le embargó.
La sensación aminoró solo cuando vio el collar de acero valyrio y pudo calmarse al sentirlo apresando su cuello. La idea de llevar un regalo de Daemon le hizo amar con locura la pieza. Era un recordatorio de a quien le pertenecía.
—¿Dónde obtuviste este precioso collar, tío? —preguntó Rhaenyra a la par que caminaba en compañía de su tío hacia los jardines.
—Es un secreto, pequeño dragón —replicó él con una sonrisa cómplice que solo aumentó su curiosidad.
—¿Fue en tu reciente viaje a Essos?
—Puede ser.
—Esta vez demoraste menos de dos lunas —continuó ella, emocionada de que su tío no le negaba respuestas—. ¿Acaso cruzaste el Mar Angosto solo para traerme este regalo?
—Tal vez.
El corazón de Rhaenyra cantó emocionado y un rubor coloreó sus mejillas. Esta vez le fue imposible no sonreír, demostrar cuan feliz le hacía saber hasta dónde podía llegar su tío por ella. Una risilla propia de una doncella hizo eco en el pasillo que los llevaría a su destino. Por primera vez le parecieron encantadoras las flores del lugar. Sus alrededores lucían más coloridos y hermosos. Algo común cada que estaba a lado de su tío, de su príncipe de porte regio y belleza sin igual.
Con solo verlo los pensamientos mortíferos, producto de su don, desaparecían y le permitían disfrutar del mundo. No había necesidad de ocultar las emociones, de mantener el control de ellas, pues no eran las que pedían sangre y muerte. Las conversaciones con Daemon podían oscilar entre enriquecedoras y triviales. Eran un aire fresco entre tanta putrefacción de la Fortaleza Roja.
No obstante, ese día el príncipe era menos pícaro, menos petulante o afilado, sino, más bien, suave, sereno y hasta maduro. Lucía como un dragón veterano, uno no tan propenso a lanzar llamaradas a la menor provocación. Aunque esto extrañamente le alivió. Esa necesidad de tener que controlar a una bestia indomable, fue apaciguada al ver dicha criatura más mansa.
—Nyra —interrumpió él a la anécdota que ella estaba dando sobre su vuelo con Syrax esa mañana.
—¿Sí?
La intensidad con la que le miró estremeció a la princesa. Las entrañas parecieron estar bajo un ataque de mariposas en el momento que Daemon tomó sus manos. Estaban en un área un tanto recluida y discreta, lejos de fisgones.
—El collar no es un simple obsequio.
—¿No?
—No, mi pequeño dragón, es parte de mi propuesta. —Él sonrió afectuoso—. No pude decirlo en el Salón del Trono, pero, quiero tomarte como mi esposa. Quiero unirme a ti como nuestros antepasados lo hicieron: con una boda valyria.
Un jadeo escapo de los labios tiernos de la princesa ante tal confesión.
¿Estaba soñando?
.
El verde era un color maldito. Alicent Hightower, la segunda esposa de Viserys Targaryen, había amado ese color más que a sus propios hijos. Este había sido los restos de una identidad vejada incontables veces por distintos hombres. El primero de ellos fue su padre, Otto Hightower. Un hombre al cual no le tembló la mano al momento de tomar decisiones moralmente cuestionables. Él fue el primero en arrebatarle la juventud, en colocarla en un tablero donde ella sería sacrificada una y otra vez con tal de que él obtuviese un miserable trono.
A Otto no le importó saber si los rumores de haber sido desvirgada por Daemon eran ciertos; de si Viserys sería un buen esposo que la veía por ser ella y no un coño que podía tomar en días que los recuerdos de la reina Aemma eran insoportables; tampoco le interesó saber el horror que era ser madre de un hijo desviado como era Aegon, quien no solo tomaba a las muchachas de la servidumbre o prostitutas, sino que su apetito retorcido se extendía a profanar niños; mucho menos vio interés en cómo la familia iba desmoronándose conforme la guerra avanzaba. Esto la llevó a un punto en el que también dejó de importarle hasta su propia sangre, lo único que le acompañaba era el verde de su casa.
El verde del Faro.
Una llamada a la guerra.
El mismo color que la llevaría a quedar encerrada en el Torreón de Maegor, presa de sus propios pensamientos, de las voces fantasmagóricas de los muertos. Por un año permaneció en sus aposentos, con su septa, unas sirvientas y los guardias que resguardaban las puertas. Al principio hasta disfrutó de las cuatro paredes que le guarecían de la locura del exterior. No tenía que lidiar con la estupidez de Jaehaera, de verle el rostro al engendro de Rhaenyra, el recordatorio de la mujer más odiosa que pudo conocer.
Sin embargo, los días se volvieron semanas y los decorados que apreció, le resultaron horripilantes. La llama del Faro dejó de ser un amuleto, una parte de ella al caer en cuenta de que estaba sola. ¿De qué sirvió todo lo que hizo si al final no quedaba nada? Sus cuatro hijos murieron de las peores maneras posibles: uno por traición, otro por locura, el tercero por orgullo y el último... Alicent rio con amargura al no saber cómo fue que Daeron pereció durante la Danza.
Las lunas pasaron y con ellas las lágrimas de Alicent tan solo acrecentaron.
En medio de la soledad ensordecedora, la Reina Viuda oró e imploró a los Siete que le salvaran, pero ninguno respondió. No, las voces que escuchó eran las de sus hijos, de Viserys, de Otto, de Rhaenyra. Día y noche era atormentada por ellos.
Alicent comenzó a aborrecerse, a detestar a la mujer en la que se había convertido. La ambición en ella había ennegrecido su alma y la llevó por un camino errado. ¿En qué momento dejó de ser una doncella deseosa de desposar a un valeroso caballero? ¿Cuándo su corazón abandonó toda bondad y la transformó en un monstruo?
En un arranque de ira se retiró las joyas y prendas que por años le representaron. La estrella de la Fe fue lanzada al interior de la chimenea junto con los vestidos de telas verdes.
Su septa se preocupó por ella, intentó hacer que confiara en una fe inútil y asquerosa. Esos supuestos aspectos de un único dios no existían, eran viles patrañas y no dudó en hacérselo saber a la religiosa. Las plegarias de Alicent jamás fueron escuchadas, eso significaba que la Fe eran una farsa.
De pronto los días se volvieron monótonos, carentes de propósito. Los hubiera se convirtieron en pensamientos recurrentes: si hubiera sido más valiente, si no hubiera aceptado, si hubiera sido mejor madre, si hubiera... Tantos caminos que pudo tomar en su momento, los ignoró para continuar bebiendo del veneno servido por su padre.
El mismo veneno repugnante que dio a beber a sus hijos.
Cuando fue diagnosticada de fiebre invernal, el alivio de por fin morir le hizo esbozar una sonrisa melancólica. Porque en repetidas ocasiones quiso acabar con su existencia, con el sufrimiento que era levantarse y saber que no lo merecía, pero siempre le tembló la mano, la valentía se le escurrió de las manos y todo empeoró.
Por ello no se alarmó como su septa, aceptó su destino. Había perdido las ganas de luchar, de seguir adelante. ¿Cómo hacerlo si todos la despreciaban con justa razón?
En su lecho de muerte recordó momentos felices, instantes que guardó en lo profundo de su corazón porque eran suyos, sus tesoros. Y cuando supo cuál sería su último aliento, cerró los ojos para caer en un abismo infinito y cálido.
Alicent Hightower falleció el año 133 d.C., pero ciertos dioses no le darían descanso eterno.
~°*†*°~+~°*†*°~
¿Y bien? ¿Valió la pena la espera? ;u;
Ay, amigos! Traté de escribir un capítulo largo para compensar mi ausencia y no haberlo subido a tiempo :'3 Espero les haya gustado. Lo hice con mis lágrimas!
Muchas gracias por sus comentarios y estrellitas!
Cuídense~
Nos leemos~
AliPon fuera~*~*
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