Capítulo 43: Tras los pasos de la intuición (Maratón 1/4)

CAPÍTULO 43: TRAS LOS PASOS DE LA INTUICIÓN

Todo lo que escuchamos es una opinión, no un hecho. Todo lo que vemos es una perspectiva, no es la verdad.

Marco Aurelio


Ni siquiera sabía por qué no había apagado la emisora del coche durante su trayecto hacia la CNDD. A su cabeza precisamente no le importaba lo más mínimo lo que el locutor de radio y su equipo se encontraban debatiendo. Sin embargo allí estaban, compartiendo con ella esos minutos llenos de inseguridad, incertidumbre y ansiedad. Al fin y al cabo, con aquella conversación de fondo, el silencio y la soledad que se podían palpar dentro del habitáculo se hacían algo más soportables.

Sin embargo, cuando el ordenador de abordo le comunicó que solo faltaba un kilómetro para llegar a su punto de destino, el locutor intervino con brusquedad, quitándole sin miramiento alguno el turno de palabra a uno de sus invitados:

—Siento interrumpirle señor Navarro, me acaban de comunicar una triste noticia de última hora. Hace apenas unos minutos se ha producido una terrible explosión en la terminal T5 del aeropuerto de Barajas. Aún se desconocen las causas del siniestro pero las primeras hipótesis lo relacionan con el resto de atentados que se han producido en las últimas horas en otras capitales de todo el mundo. Interrumpimos este programa para conectar directamente con nuestros compañeros de los informativos.

—Muchas gracias, Alberto —continuó hablando otro locutor—. En efecto, todo apunta a que el explosivo que ha detonado alrededor de las doce del medio día en el interior de la T5 de Barajas podría haber sido colocado por la misma organización que se encuentra detrás de los ataques que se perpetraron durante el día de ayer en otras capitales de estado. Sin embargo se desconoce...

—Ha llegado a su destino —le comunicó de repente la voz robótica de su vehículo imponiéndose al sonido de la propia radio.

La mano de Irene soltó el volante y fue directa hacia el botón de la radio para desconectar la emisora. No necesitaba escuchar más. El aviso de bomba que había recibido la Unidad y la propia muerte de Óscar no habían servido de nada. Fuera quien fuese el que se encontrara detrás de toda aquella masacre se había hecho con la suya sin el menor problema. Le había dado igual que tuviera a una Unidad de Emergencias entera a su disposición y que incluso alguien de su entorno le hubiera traicionado avisando del inminente ataque. Le había bastado un poco más de 24 horas para concluir con éxito su misión. Pero sobretodo, lo que más le preocupaba, no era lo que no habían podido evitar sino qué otras masacres podían estar ya acechando.

La muchacha giró la cabeza hacia su ventanilla y observó durante unos segundos el edificio en cuya fachada se podía leer sin el menor esfuerzo el nombre de la institución que en él se albergaba: Centro Nacional de Desintoxicaciones y Dependencias. No era demasiado alto pero sí ocupaba una gran extensión de terreno en la que las zonas verdes y el propio edificio se fusionaban creando una obra arquitectónica más propia de un Gran Resort que la de un hospital por la que pasaban drogadictos, ludópatas o personas con todo tipo de adicciones que anulaban por completo el propio sentido común. La fama de aquel centro que podía encontrarse no sólo en la mayoría de las ciudades españolas sino que tenía también su álter ego en el resto del mundo, era más que conocida por todos.

No lo sabía con seguridad pero Irene estaba convencida de que era de las pocas instituciones públicas que además de los fondos que el propio estado les dedicaba también recibía una cantidad más que considerable de dinero procedente de donaciones privadas. Más incluso que otras organizaciones benéficas pero, por alguna razón, aquello seguía siendo un verdadero secreto de sumario.

No eran pocos los que estaban en contra de aquel gasto sobre personas que de alguna forma se encontraban en esa situación por su propia voluntad. Pero también había todo un movimiento que defendía y publicitaba la buena labor que esos centros realizaban con sus internos. Grandes empresarios, responsables de importantes puestos públicos, personas con considerable patrimonio, todos ellos habían aparecido alguna que otra vez en las noticias por las donaciones que habían realizado para que el CNDD continuase su importante trabajo social y humano.

En ese momento Irene no tenía ni la más remota idea de lo que iba a encontrar allí pero estaba segura de que detrás de esa fachada de buenas obras había otra cara mucho menos agradable que los medios de comunicación nunca habían llegado a mostrar.

La muchacha prefirió no entrar en el parking privado de las instalaciones. Sabía que la matrícula de su coche quedaría grabada en su sistema y su visita dejaría de ser anónima. Encontró un aparcamiento cerca de allí y volvió andando a la entrada.

Cuando cruzó la verja que limitaba el recinto, una bofetada de buena armonía le dio la bienvenida. Quizás debería haberse imaginado un ambiente como aquel con la publicidad que siempre había escuchado sobre el centro pero aún así no pudo evitar sorprenderse. Todos los internos llevaban un uniforme aguamarina impoluto que únicamente contrastaba en color con el de los propios trabajadores de las instalaciones que lo llevaban blanco. No se escuchaba una voz más alta que otra. Todo era respeto y cordialidad tanto por parte de los pacientes como de aquellos que parecían velar por su bienestar y lo cierto era que el entorno también ayudaba a crear esa atmósfera de concordia. Daba la entera sensación de estar paseando por un jardín botánico más que por las instalaciones de un centro de desintoxicación. Sin duda el mantenimiento de todo aquello debía valer un auténtico disparate ¿y con qué fin? ¿Alegrarle la vista a los internos? O mejor aún, ¿para crear la imagen de un centro idílico en el que a cualquiera le gustaría ingresar aunque hubiese que estar drogado o tener una gran dependencia a algo?

También hubo algo que le llamó especialmente la atención. Solo se podían distinguir uniformes azulones o blancos. Salvo ella no había nadie más con ropa normal acompañando a esos internos. ¿Acaso había un horario restringido de visitas en el que se autorizaba la entrada de familiares de los pacientes? Quizás se había precipitado en presentarse en aquel lugar sin saber siquiera si podía hacerse pasar por un familiar o si por el contrario le iban a denegar la entrada. Pero ya de nada le valía arrepentirse por su impulsividad, estaba allí y eso era lo único importante. Cualquier dato que consiguiera bienvenido sería.

Como cabría esperar el edificio en sí también contaba con una apariencia pulcra y cuidada hasta el más mínimo detalle. El pavimento parecía acabar de ser pulido y el olor a ambientador bañaba cada metro cuadrado de sus inmensas salas. Nuevamente en el interior solo pudo distinguir los dos colores de uniforme, nada parecía salirse de aquella norma.

—Hola, buenas tardes —la saludó una voz amable al otro lado del mostrador frente al que se encontraba.

—Hola —atinó Irene a responderle dirigiendo la vista hacia la recepcionista que la miraba con una sonrisa propia de anuncio de dentífricos. No era mucho mayor que ella pero su aspecto era mil veces más cuidado que el suyo. Llevaba el mismo atuendo blanco que sus otros compañeros de trabajo y una cinta del mismo color le servía de diadema para sujetar el cabello dorado que le caía hasta los hombros totalmente recto.

—Bienvenida al CNDD, ¿en qué puedo ayudarla? —Pronunció la joven sin dejar de sonreír.

—Pues verá... —Irene empezó a hablar pero no tenía la menor idea de qué excusa inventarse y se maldecía una y otra vez por no haber meditado al menos un poco toda aquella locura—. Quería saber si...

—No se preocupe. Dar este paso siempre cuesta —dijo de repente la recepcionista mirándola con empatía y, por supuesto, sin borrar la sonrisa.

Irene frunció el ceño con extrañeza, sin duda había malinterpretado su titubeo. Sin embargo, aquella confusión le abrió los ojos y se dio cuenta de que esa muchacha, sin saberlo, la acababa de sacar de aquel apuro. Ya solo le quedaba continuar con el teatro y cruzar los dedos para que pudiera salir lo antes posible de allí, preferentemente con algo interesante entre manos. Parecía que sus ojeras, sus ojos hinchados por la falta de sueño y las emociones liberadas, junto con su más que lamentable aspecto desaliñado después de haber pasado toda la noche en vela habían logrado hacerla pasar por una dependiente en toda regla.

—Supongo que debéis estar más que acostumbrados a recibir a gente como yo pero aún así, me resulta tan difícil hacerme a la idea... —le contestó Irene esbozando una tímida sonrisa intentando que su actuación fuese lo más creíble posible.

—No eres la primera ni serás la última. Ya es bastante con haber hecho el esfuerzo de venir hasta aquí sola.

—Solo quería informarme sobre el tipo de tratamientos que proporcionáis para acabar con las dependencias. He escuchado hablar de las altas tasas de salidas que conseguís de vuestros pacientes.

—Si hay algo que no le falta al CNDD son buenos resultados —le respondió la recepcionista cogiendo un folleto de una de las esquinas del mostrador y colocándolo delante de ella—. Aquí tienes las estadísticas del último informe anual que ha sido publicado. Más del 90 por ciento de los ingresados en el centro han conseguido en menos de un año incorporarse de nuevo a la sociedad y al mundo laboral en puestos que, de no ser por nuestra intervención, les habría resultado imposible acceder.

—¡Que me dejéis en paz! ¡¿Es que estáis sordos o qué mierda os pasa?! ¿A vosotros también os han lavado el cerebro? —Se escuchó de repente gritar a alguien.

Irene se giró hacia la entrada y vio que acababa de entrar un muchacho que si pasaba la mayoría de edad era en pocos años. Dos hombres vestidos de blanco lo sujetaban a ambos lados y lo llevaban prácticamente a rastras sin inmutarse lo más mínimo ante el vocerío de su paciente.

—¡Tú! —Le gritó a Irene con desesperación—. ¡Corre tú que puedes! ¡Vete de aquí antes de que sea demasiado tarde! Lo único que quieren es que acabes más subnormal de lo que entraste.

La muchacha escuchó una pequeña risa detrás de ella. Era de la propia recepcionista. Aquellas palabras parecían haberle resultado graciosas pero a Irene la habían inquietado más de lo que estaba.

—Las cosas que tiene que escuchar una... —intervino la empleada sin darle mayor importancia a lo sucedido—. Evidentemente no todo el mundo ingresa con el mismo nivel de dependencia como acabamos de poder comprobar pero disponemos de los suficientes medios para realizar un seguimiento completamente personalizado de nuestros pacientes.

—Entiendo... —le respondió Irene intentando seguir con la mirada a dónde llevaban al muchacho. Los tres hombres habían atravesado unas puertas de cristal que separaba la zona de recepción del interior del edificio y habían arrastrado al joven durante la mayor parte del pasillo hasta acabar metiéndole en una habitación. La puerta corredera del pasillo se cerró y sus cristales translúcidos le impidieron ver más.

—Pero en cualquier caso creo que lo mejor sería que hablase usted misma con nuestros especialistas —la voz excesivamente cordial y amable de la joven recepcionista le hicieron apartar la vista del pasillo, volviéndose a encontrar con los ojos oscuros de la muchacha.

—Pues si es posible estaría encantada —le dijo Irene mostrándose más que ilusionada con la propuesta. Sin duda aquella podía ser su mejor opción para entrar en ese pasillo y buscar al muchacho que algo parecía saber sobre los secretos que con tanto recelo se estaban guardando o al menos algo intuía.

—Ahora mismo llamo al encargado de admisiones y le hago saber que va a pasarse por su despacho.

Irene aprovechó que la chica intentaba contactar con su compañero para volver a mirar con disimulo hacia el corredor por el que habían llevado al muchacho con la esperanza de que la puerta se abriese y pudiera de nuevo observar el interior del edificio. Si la vista no le fallaba parecía que una de las puertas de las habitaciones que se podían encontrar en aquel pasillo se encontraba abierta y que era esa precisamente por la que habían pasado los tres individuos. Aquella era su mejor oportunidad y debía aprovecharla.

—No hay ningún problema. Si se espera aquí unos quince minutos, el doctor Ramos podrá charlar con usted personalmente y le comentará él mismo el mejor tratamiento que, según su dependencia, debería recibir —le comunicó la recepcionista con la amplia sonrisa que parecía ser perenne en su rostro.

—Estupendo —Pero lo cierto era que en realidad no le hacía la menor gracia ver a ese doctor, más aún después de haber escuchado la advertencia del muchacho. Pero debía meterse allí dentro e intentar localizar a aquel chaval, quizás él había conocido a Leo o le podría confesar algunas de sus sospechas—. Pero... ¿Le podría esperar dentro? Aquí hay algo de corriente y estoy un poco resfriada...

—Como usted prefiera. Puede si quiere tomar asiento en las propias sillas del pasillo. El doctor Ramos saldrá de la última consulta del fondo.

"Perfecto" pensó Irene al ver que había conseguido entrar dentro sin demasiado esfuerzo. Ahora solo quedaba encontrar al muchacho y salir de allí antes de que el encargado de admisiones pudiera pillarla por banda. "Solo a mí se me podía haber ocurrido hacer esta locura" se decía ella para sí, consciente de dónde se estaba metiendo.

—Vale, muchas gracias —se despidió de la recepcionista antes de atravesar la puerta corredera del pasillo.

Fue recorriendo con paso tranquilo el corredor leyendo distraídamente los letreros que habían al lado de cada una de las puertas que allí daban aunque no le proporcionaron la más mínima información. Solo se recogía en ellos el número de la consulta, salvo en uno que se leía la palabra "enfermería". De manera inmediata la imagen del muchacho entrando en una de aquellas habitaciones apareció en su cabeza y, por la distancia a la que se encontraba esa puerta, ese podía ser perfectamente el lugar al que le habían llevado.

Miró con disimulo hacia atrás para ver si alguien podía estar observándola y al no encontrar a nadie abrió la puerta con decisión. Tenía ya una excusa preparada por si había algún empleado allí trabajando pero no le hizo falta utilizarla, al menos no en ese momento. La única persona que había en aquella enfermería no llevaba un uniforme blanco sino el propio de uno de los internos y no era ni más ni menos que el muchacho al que buscaba, aunque su estado nada tenía que ver con el que había visto minutos atrás. Le habían tumbado en una de las camillas metalizadas que completaban el mobiliario de la habitación y le habían colocado una mascarilla sobre la nariz y la boca que, a juzgar por su estado en ese momento, parecía estar suministrándole un sedante o algún tipo de tranquilizante.

Irene no dudó en acortar la distancia que los separaba con la esperanza de que el chico aún no estuviese del todo inconsciente. Pero no fue así. Se encontró con un muchacho extremadamente pálido que no reaccionó a ninguna de sus llamadas. Dos cercos oscuros enfatizaban las cuencas de sus ojos cerrados, como si en el más profundo sueño se hallara. Varios mechones de pelo castaño le surcaban la frente aún sudorosa dándole un aspecto desordenado que contrastaba claramente con el que parecía ser el sello de identidad de aquel centro que tan mala espina le causaba.

La muchacha reparó en una pequeña libreta que sobresalía un poco de uno de los bolsillos de su pantalón.

Sin duda aquello no era lo más habitual de encontrar entre las pertenencias de la gente habiendo dispositivos electrónicos que las sustituían a la perfección mejorando con creces todos y cada uno de los posibles inconvenientes de su uso. Pero precisamente por ese motivo y porque fuera el único objeto que llevaba encima ese chico consiguió llamar su atención. Con infinito cuidado Irene alargó la mano hacia la espiral del cuaderno que se podía ver fuera del bolsillo y comenzó a tirar de ella con suavidad.


—¿Quién eres tú? —Preguntó de repente una voz que consiguió pararle el corazón del susto.



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