Capítulo 39: Una nueva traición con un nuevo fracaso
CAPÍTULO 39: UNA NUEVA TRAICIÓN CON UN NUEVO FRACASO
El valor no consiste en la bilis, ni en la sangre; consiste en la dignidad.
Ignacio Manuel Altamirano
Los ojos oscuros del cuerpo de Santillán se encontraban fijos en la ventanilla de su asiento, sobre la que iba dibujándose el perfil arquitectónico de la capital, sus edificios, sus puentes y sus vías serpenteantes por las que circulaban toda clase de vehículos. La inexpresividad de aquel rostro reflejado en el frío cristal casi igualaba a la de su acompañante y conductor del coche en el que ambos hombres viajaban.
No habían intercambiado ni una sola palabra desde que iniciaran su viaje en dirección a la terminal T5 del aeropuerto de Barajas, ni tampoco parecía probable que alguno decidiera tomar la iniciativa de poner fin al silencio que se había creado dentro del habitáculo. A simple vista aquellos dos individuos compartían más similitudes con cualquier títere de cartón que con dos hombres de carne y hueso. Sin embargo, Santillán había conseguido evitar que su identidad fuera consumida al completo por ese nuevo cuerpo que había resultado ser mucho más mortal de lo que inicialmente se había imaginado.
Sólo podía agradecerle a su jefe una cosa y era la angustia que le había generado el saber que iba a ser él mismo el responsable del atentado en Madrid. Aquella noticia había conseguido reforzar su voluntad dejándole así algunos minutos más de maniobra para poder evitar esa auténtica catástrofe.
Sabía que una vez se bajara del coche sus movimientos estarían mucho más limitados, aunque Sr le hubiera hecho creer que iba a poder actuar por su cuenta. No le cabía la menor duda de que seguía desconfiando de él y que no permitiría que le arruinase de nuevo sus planes. Precisamente ese era el motivo que había conseguido acelerar el pulso de aquel cuerpo en el que se encontraba. Nada, ni nadie iba a lograr evitar que la bomba que yacía inofensiva sobre su regazo detonara en medio de un aeropuerto en plena hora punta. Sin embargo, una fugaz idea, al principio descabellada y al cabo de unos segundos convertida en su única salida, consiguió mover sus dedos hacia el bolsillo de su chaqueta en el que había guardado el puntero que activaría el explosivo.
Deslizó sus yemas por la cubierta de acero del lápiz hasta detener su posición en el botón que su jefe le había señalado minutos atrás. Sin soltarlo centró su atención de nuevo en los paisajes que iban pasando con velocidad por la ventanilla del vehículo. Habían salido ya de la zona urbana y las indicaciones de la vía comenzaban a señalar el camino hacia el aeropuerto. En ese área solo había naves industriales a lado y lado de la carretera, la gran mayoría invadidas por los avances tecnológicos que habían reducido de forma considerable la mano de obra humana. Aquel era su momento para actuar. Cada segundo que pasara supondría una menor distancia a uno de los principales centros neurálgicos de la capital y, por consiguiente, se aumentaban de forma exponencial las probabilidades de que se produjera una auténtica masacre.
Todo parecía incitarle a que siguiera esa nueva alternativa que se le había ocurrido antes de que fuera demasiado tarde. Sin embargo, se encontraba en la misma situación en la que había estado unas horas antes, la de quitarle la vida a ese recipiente de carne que acogía y estrangulaba su identidad. Había tenido el escape en su mano, pero también había estado en él el utilizar un bisturí para poner fin a aquella pesadilla y no lo había conseguido.
"Ahora es diferente" se decía Santillán mientras notaba cómo los músculos de aquel cuerpo se contraían por el simple recuerdo de la noche anterior. "No es algo que me afecte solo a mí... Hay demasiadas vidas que dependen de que tenga la fuerza para apretar este maldito botón. Piensa en la gente que dejaste atrás con tu muerte... Imagina que el destino quisiese que ellos se encontraran hoy en el aeropuerto... ¿Podrías soportar el peso de la culpa por no haber parado todo esto a tiempo aún habiendo estado en tu mano el poder hacerlo? Tú mismo lo decías... Ya no te queda nada que puedas perder y es precisamente eso lo que debería borrar cualquier rastro de inseguridad".
Esas palabras salidas de su yo más profundo, al que había dejado de oír con tanta claridad desde su internamiento en aquella prisión de carne, fueron el impulso que necesitaba para acabar con esa locura que nunca debía haber permitido que llegase tan lejos.
La mano, aún escondida en el bolsillo de su chaqueta, quiso volver a temblarle pero en ese instante sintió que, por primera vez, era él el que estaba al mando y su voluntad dominaba los movimientos de ese cuerpo extraño.
Echó un último vistazo por la ventanilla para comprobar que todavía estaba a tiempo y vio que las indicaciones anunciaban ya el desvío hacia Barajas. Ya no tendría más oportunidades como aquella.
Cerró los ojos, sin molestarse ni siquiera en dirigirle una última palabra o mirada a su compañero de infortunios, y envió todas sus fuerzas hacia el dedo que se encontraba sobre el botón del puntero, que acabó cediendo a su presión.
Durante aquellos escasos segundos el corazón se le detuvo en seco, a la espera de que una explosión redujera a cenizas cada centímetro de ese cuerpo y alma que eran su única posesión. Sin embargo, un pitido estridente reveló todas sus intenciones apenas hubo accionado el sistema y supo de inmediato que la bomba que continuaba sobre sus piernas no detonaría en ese momento.
Una vez más su plan había fracasado estrepitosamente.
—Supongo que es ahora cuando te tendría que felicitar por tu osadía, Martín —soltó de repente su acompañante sin apartar la mirada de la carretera—. O al menos eso fue lo que Sr me dijo que hiciese si esto ocurría.
Santillán lo miró sin poder ocultar su desconcierto. Le parecía increíble que su margen de maniobra estuviese tan limitado.
—Parece que Sr ya te tiene bien caladito y no le resulta difícil intuir cuál va a ser tu próximo paso —continuó hablándole sin ocultar la diversión que aquello le causaba—. Digamos que ya intuía que accionarías la bomba antes de que llegásemos a la terminal de la misma forma que no dudaste lo más mínimo en alertar a la Unidad de Emergencias del ataque que habíamos planeado.
—Supongo que eso de conservar aún algo de moral es lo que tiene... Pero prefiero ser predecible a un asesino que se mueve por las órdenes que otros le dan, ¿no crees? —le respondió Santillán con brusquedad.
Su compañero se limitó a dibujar una sonrisa que iluminó su tez oscura en la que se esculpían unos rasgos morunos bastante acentuados.
—Moral dices... —dijo sin poder aguantar durante más tiempo la risa—. Es curioso... Después de tantos siglos de convivencia con nuestros semejantes aún nos cuesta abrir un poco la mente ante lo extraño o lo que simplemente no conocemos del todo. Hablas de moral y en realidad no es más que un término con el que la gente se escuda para ocultar sus verdaderos prejuicios ante lo que se escapa a nuestra compresión.
—¡Y una mierda! —le gritó Santillán sin poder controlar su ira—. No me vengas con clases de convivencia y aceptación porque nada, absolutamente nada, puede justificar que queráis saltar por los aires el principal aeropuerto del país.
—¿Ves a lo que me refiero, Martín? —le contestó el hombre sin borrar su sonrisa de satisfacción—. No tienes ni la menor idea de qué motivos hay detrás de esta indudable masacre pero tú sigues siendo incapaz de ver más allá de unas simples vidas.
Una sensación de pavor le golpeó sin piedad al escuchar tan terribles palabras pronunciadas con aquella serenidad que rozaba la locura.
—Por supuesto... Siempre hay otras cosas mucho más importantes que la vida de la gente que te rodea... —consiguió decir Santillán quitándole importancia e incluso permitiéndose bromear con aquello para esconder el verdadero horror que en ese momento le recorría de pies a cabeza.
—Las hay, compañero y si aceptas esta tercera y última oportunidad que te estamos ofreciendo podrás comprender por ti mismo eso que ahora te parece injustificable.
—¿Me vais a seguir dando otra ocasión para que os vuelva a traicionar? —no pudo evitar sorprenderse ante semejante "paciencia" que habían tenido con él. ¿Es que acaso no se daba cuenta de que había intentado hacer volar por los aires al vehículo en el que viajaban con tal de evitar el atentado en el aeropuerto?
—Si por mí fuese ya te hubiera echado de nuestro grupo pero no soy yo el que toma esas decisiones. Sr ha querido que te lleve hasta la terminal 5 y allí estarás para que puedas recapacitar y demostrarnos que mereces estar entre nosotros.
Las primeras instalaciones del aeropuerto de Barajas se dibujaron en la lejanía y desde allí Santillán pudo apreciar que, por suerte, no había demasiado tráfico de entrada y salida de aviones en aquella fría mañana de noviembre.
—Aunque para que después no te encuentres con otras sorpresas como la que acabas de presenciar te diré que el dispositivo que llevas en ese maletín además de tener un sistema de seguridad que impide que la bomba se active a menos de un radio de un kilómetro de distancia del puntero, también cuenta con un localizador con el que yo mismo te podré controlar para saber en todo momento dónde se encuentra la tablet y el lápiz —continuó explicándole mientras se colocaba en la salida para acceder a la T5.
"Tendría que haberlo imaginado" se dijo Santillán notando cómo la impotencia se volvía adueñar de sus pensamientos.
Por eso había sonado aquel pitido cuando presionó el botón del puntero. Era el sistema de seguridad que bloqueaba la bomba si ambos dispositivos se encontraban demasiado cerca. Estaba atado de pies y manos y sus probabilidades de evitar ese atentado rozaban el cero absoluto. ¿Qué clase de prueba era aquella si el único margen de actuación que tenía era el de dejar la bomba donde le habían ordenado y regresar de nuevo hasta el coche para acabar activándola? Se trataba de una simple encerrona con la que habían querido hacerle pagar su traición, nada más que eso. Ni pretendían volverle a aceptar entre ellos ni que él tuviera la más mínima posibilidad de arruinarles de nuevo el plan.
—Bueno, Martín, ya hemos llegado —le anunció Simón al aparcar frente a la entrada de la T5—. Desde ahora tienes exactamente 15 minutos para entrar ahí y seguir todos los pasos que Sr te indicó. Y... Ya sabes... Sé en todo momento dónde está la tablet y dónde estás tú... Así que por tu propia seguridad será mejor que no pretendas volver a jugárnosla.
Santillán se limitó a abrir la puerta del coche sin pronunciar una sola palabra. En realidad no tenía la menor idea de qué decir en ese momento. Sólo sabía que quería huir de aquel vehículo lo antes posible, aunque salir de allí significara entrar en la terminal y adentrarse en el mismísimo corredor de la muerte.
El bullicio de viajeros le recibió en cuanto la puerta de cristal se deslizó al detectar su presencia.
—Cielo santo... —murmuró sobrecogido. Aunque se había puesto en el peor de los casos pensando que habría allí mucha gente, sus estimaciones no reflejaban en absoluto la realidad de aquella mañana. Sólo cuando sus ojos se toparon con uno de los paneles de control repartidos por la terminal comprendió el porqué de ese caos. Todos y cada uno de los vuelos de salida habían sido cancelados.
—Hijo de puta —maldijo Santillán en voz alta. A esas alturas estaba convencido de que su jefe también estaba detrás de aquello. En primer lugar porque con ese bullicio conseguía que cualquier movimiento sospechoso por parte de ellos pudiera pasar más fácilmente desapercibido y, lo segundo y más importante, con aquella concentración de viajeros su ataque ganaba mayores dimensiones.
Cuando bajó la vista del panel descubrió la primera indicación a los aseos y sintió un temblor familiar adueñarse de la mano que sostenía el maletín que tan preciado material llevaba en su interior.
Iba a dar su primer paso al frente cuando alguien se lanzó hacia él abrazándole por la espalda.
—¡Qué alegría de verte! —exclamó con entusiasmo una voz de mujer—. ¡Ya pensaba que no te encontraría!
Santillán frunció el ceño con extrañeza.
—Disculpe pero creo que... —se apresuró a decirle mientras intentaba girarse para hacerle ver a aquella desconocida que le había confundido con otra persona.
—Gírate y tendrás una bala incrustada en mitad del pecho —le amenazó con suavidad la mujer dejando que sus labios rozasen la oreja del cuerpo de Santillán—. Ahora sólo asiente o niega con la cabeza si crees que tienes o no a alguien siguiéndote.
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