Capítulo 20: Emociones rotas
CAPÍTULO 20: EMOCIONES ROTAS
El recuerdo es el único paraíso del que no podemos ser expulsados
Jean Paul
Tan solo le había bastado escuchar la voz de Marcos para saber que algo malo le había ocurrido a Irene. Pero cuando pasó por la zona de convergencia de todas las unidades y oyó que un agente de la Brigada 1 había sido asesinado y que otro estaba en la UCI peleando por salvar su vida, no pudo evitar sentir un escalofrío.
Una especie de presentimiento le decía que todo estaba relacionado, pero nada consiguió prepararla del todo para lo que iba a escuchar a continuación.
Cuando llegó al área de residentes donde se encontraban sus distintas salas dependiendo de los años de experiencia y su género, pudo ver a Marcos sentado en uno de los sofás de la zona de descanso, con la cara enterrada entre sus manos.
—¡Marcos! —le llamó mientras andaba a su encuentro.
El muchacho levantó la cabeza y su mirada confirmó sus peores pronósticos. Bajó la vista al suelo, como si tratara de reunir algo de fuerzas, emitió un pequeño suspiro y se puso en pie.
—Vera… —consiguió decir cuando estuvieron cara a cara.
—Me tienes preocupada —le confesó ella—. ¿Qué ha ocurrido?
—Quizás no sea el más adecuado para decirte esto… Sé que tú también le apreciabas y puede que no tenga el tacto suficiente para darte la noticia...
—Venga, Marcos, dime lo que sea, pero no te sigas yendo por las ramas —le pidió la chica sin poder soportar más aquella incertidumbre.
—Supongo que a estas alturas ya sabrás lo del aviso de bomba —comenzó a decirle—. Al parecer consiguieron rastrear la llamada del que dio el chivatazo y mandaron a unos agentes en su busca—el muchacho se calló unos segundos antes de proseguir con lo verdaderamente importante—. Óscar era uno de esos agentes.
Vera recordó de inmediato la noticia del ataque a los efectivos de la Brigada Antiterrorista y empezó a atar cabos.
—¿Está muy grave? —le interrogó ella adelantándose a lo que él le iba a contar.
Aquella pregunta pareció afectarle de lleno. Sus ojos melosos trataron de mantener la compostura, pero una leve línea de expresión en su frente le acabó traicionando.
—Le han matado, Vera —consiguió pronunciar al final.
La chica notó cómo las palabras le formaron un nudo en la garganta impidiéndole poder articular una frase con sentido. Miró a Marcos con una mezcla entre incredulidad y consternación, aún sin poder creer lo que le había dicho. Óscar era uno de los mejores agentes jóvenes con los que contaba la Brigada Antiterrorista. La lesión más grave que tuvo fue una dislocación de hombro, nada más. Ni un solo impacto de bala, ni un solo rasguño. ¿Y ahora estaba muerto? Debía haber algún error.
Hacía unos días había estado viviendo con él e Irene en su piso de la capital y quizás durante esa etapa habían pasado los mejores momentos juntos desde que se conocieran, un año atrás.
Aún recordaba cuando Irene la llamó diciéndole que dentro de un par de días iría a Cartagena a visitarla, pero que no estaría sola, sino que la iba a acompañar una persona "muy especial". Cuando vio a Óscar por primera vez temió por la tranquilidad de su amiga. Se notaba que era un muchacho muy impulsivo, amante del riesgo y con un sentimiento del deber que nunca antes había visto. Sin embargo, durante ese mes que había convivido con ellos había encontrado un cierto cambio en el carácter del joven, aunque en el fondo aún se podían vislumbrar restos de ese agente ejemplar y comprometido hasta la médula.
Una noche, Irene estaba en la ducha y ellos dos conversaban de asuntos banales en la cocina mientras preparaban algo de cenar. Sin venir a cuento, Vera sacó un tema que, como amiga de Irene, llevaba bastante tiempo queriéndole preguntar:
—Óscar, ¿tú serías capaz de dejar la Unidad por Irene?
El muchacho soltó una carcajada ante tal ocurrencia:
—¿Pero a qué viene esa pregunta Vera?
—Preocupación de amiga supongo —le respondió ella sin darle mayor importancia.
—Pero no entiendo por qué tendría que abandonar mi trabajo por ella... Es un curro como cualquier otro —le contestó sin comprender muy bien a dónde quería llegar.
—Bueno eso de "como cualquier otro" se podría discutir...pero me refería a si permitirías que te destinasen a una misión de mayor riesgo o si la rechazarías por no apartarte de Irene.
—Qué cosas tienes Vera —le dejó caer con un tono de diversión en su voz sin dejar de parar con lo que estaba haciendo—. Si la misión esa que me comentas requiere de mi intervención, ten por seguro que iré, aunque me cueste la vida.
A Vera ni le sorprendió escuchar esa respuesta. Era en cierta manera lo que esperaba oír.
—Lo sabía. Más insensible que una piedra —le dijo con acidez—. No sé qué habrá visto Irene en ti. Solo le traerás preocupaciones y dolores de cabeza.
Óscar dejó de amasar la pizza que estaban preparando y se apoyó en la encimera en la que estaba ella, mirándola con seriedad.
—Cada uno tomamos una serie de decisiones que nos hacen ser como somos. Yo ya elegí dos cosas más que relevantes en mi vida: convertirme en agente de Antiterrorismo y enamorarme de Irene. Jamás hubiera pensado que una sola persona podría importarme tanto, pero ella lo ha conseguido —Vera pudo ver sinceridad reflejada en sus iris azules—. Estoy más que seguro de que quiero pasar el resto de mi vida junto a ella y no permitiré que ningún loco me aparte de ella. Pero tampoco puedo decir que no a mi deber.
—Eres un maldito héroe —concluyó la chica recuperando la sonrisa al ver que había buenas intenciones en el joven.
El pelirrojo rió de nuevo.
—Consideraré eso como un punto a favor de mi candidatura —bromeó el muchacho.
—Tienes que prometerme que siempre pensarás en Irene antes de cometer alguna locura —quiso asegurarse ella.
—Trato hecho —le dijo extendiendo su mano pringada de masa de pizza.
—No pienso estrechar esa mano —le advirtió ella poniendo una mueca de desagrado.
—Conque hoy estamos refinadas, ¿eh? —se burló Óscar acercando sus manos hacia la cara de la chica como si fueran un par de garras.
—¡Ni me toques con eso! —Vera huyó de la cocina entre risas y estuvo a punto de chocarse de bruces con Irene, que salía del baño, ajena a lo sucedido.
—Pero, ¿qué pasa aquí? —se extrañó ella.
—Tu novio se ha vuelto loco —le resumió la muchacha—. A ver si contigo se comporta mejor.
—Óscar, pero ¿qué te dije de cómo tratar a nuestros huéspedes?
Irene se asomó a la cocina para echárselo en cara, pero fue ella la que recibió un buen puñado de harina.
—La has liado bien gorda, chaval —le adelantó Vera, sabiendo lo perfeccionista que era su amiga y lo poco que toleraba ese tipo de comportamientos.
Se creó un silencio más que tenso entre ellos que acabó rompiendo la propia Irene:
—Me acabo de duchar —su nivel de enfado era tal que con esa simple frase consiguió preocupar al causante de todo aquel alboroto.
—Cielo, solo era una broma —se excusó—. Además te sacudes un poco y ya está. Trae, ya te lo quito yo.
—Como se te ocurra ponerme una sola mano encima hoy duermes en la calle —le amenazó ella al ver que iba a aproximar sus dedos pringosos a su cara—. Pero, ¿cómo has podido hacerme esto?
—Venga, Irene no tiene importancia —trató de tranquilizarla el pelirrojo.
La chica comenzó a sacudirse el pelo para quitarse la harina que tenía encima.
Óscar no pudo contener la risa.
—¿Y encima tienes la poca vergüenza de reírte? —se sorprendió ella sintiendo su enfado aumentar cada vez más.
Vio sobre la encimera el tarro de harina y no dudó un segundo en devolverle el golpe. Vera fue la que en ese momento no pudo contener una carcajada al ver al muchacho completamente blanco de pies a cabeza.
—Esto es la guerra —sentenció el pelirrojo cogiendo un puñado de harina que había quedado en su manga y lanzándosela a Vera también.
Diez minutos después la cocina al completo estaba llena de harina, con tres jóvenes riendo y gritando como niños.
Vera notó cómo se le amontonaban las lágrimas al recordar la escena. Sintió las piernas flaquear y tuvo que sentarse para poder controlar aquel temblor que empezaba a adueñarse de su cuerpo.
No quería ni pensar en cómo debía sentirse Irene en ese momento.
—¿Dónde está ella? —se atrevió a preguntar cuando consiguió dejar a un lado su propia tristeza para poder ir a donde de verdad se la necesitaba.
—Se ha encerrado en vuestros vestuarios —le respondió Marcos, que había sabido mantener un papel neutral en todo aquello.
La chica se limpió con la mano las lágrimas que resbalaban traicioneras por su cara y respiró hondo para mostrarse lo más serena posible. Se puso en pie y miró a su compañero y amigo.
—No te preocupes por nosotras, Marcos —trató de tranquilizarle—. Estaremos bien.
Ni ella misma se creía esas palabras, cuanto menos el muchacho, pero ¿qué otra cosa podía decirle en aquel momento?
—Solo necesita desahogarse —le susurró él con un hilo de voz.
Vera asintió con la cabeza y entró en la sala, sin tener la menor idea de cómo la iba a consolar ante semejante pérdida.
Ya no había ninguna residente rezagada, al fin y al cabo había transcurrido bastante tiempo desde el aviso de bomba y todas deberían estar en sus puestos.
—¿Irene? —la llamó al aire pues no había rastro de ella en la zona de taquillas ni en las bancas.
Silencio. La muchacha se dirigió hacia los cubículos que les servían para cambiarse.
—Vera será mejor que te marches —le avisó una voz cerca de su posición—. Sé que vienes con buenas intenciones, pero de verdad que prefiero estar sola.
La chica vio que una de las puertas de los vestuarios estaban cerradas y se fue directa hacia esa, sin hacerle caso a sus palabras. Irene era demasiado sociable como para poder afrontar aquello en solitario.
—¿Me abres por favor? —le preguntó tocando levemente en la puerta—. No pienso marcharme.
—No quiero… —empezó a decir, aunque su voz se acabó rompiendo al final.
Vera oyó cómo se le escapaba un llanto desconsolado y aquello le tocó en lo más profundo de su alma. Intentó controlar sus emociones, pero cuando sintió la primera lágrima surcar su mejilla supo que no era tan fácil ordenar al corazón.
Se creó un silencio de nuevo entre ambas, solo roto por los sollozos de Irene al otro lado de esa puerta que aún se resistía a abrir.
Vera optó por dejarse caer poco a poco con la espalda pegada al vestidor hasta quedar sentada en el suelo.
Aprovechó que la puerta no llegaba hasta bajo del todo para introducir su mano por la rendija que dejaba al descubierto.
La mantuvo firme con la esperanza de que en ella pudiera encontrar algo de apoyo.
Al cabo de unos minutos sintió su mano fría tocar la suya. La agarró con cariño, intentando transmitirle sus mejores ánimos con aquel simple gesto.
"Lo siento tanto, Irene…" pensó Vera para sus adentros. Dejó caer la cabeza hacia atrás y la apoyó sobre la puerta. Sus manos seguían estrechadas y ambas lloraban: una en silencio por miedo a no parecer todo lo fuerte que debiera en ese momento y la otra desahogándose, con la esperanza de poder liberar así todo el dolor que la asfixiaba por dentro.
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