Capítulo 1: Cruzando fronteras

(OS DEJO AQUÍ EL LINK DEL SOUNDTRACK DEL CAPÍTULO:

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Es completamente seguro, no tenéis de qué preocuparos. ^^

También os dejo a la derecha una imagen de Gabriel.

CAPÍTULO 1: CRUZANDO FRONTERAS

Todo el mundo se suicidaría, si después de suicidarse se pudiera seguir viviendo.

Enrique JardielPoncela

Mi nombre es Gabriel Fontana, aunque se podría decir que llevo décadas sin escuchar a nadie pronunciarlo. Ni siquiera mis superiores me llaman por mi nombre de pila. Solo lo hicieron una vez y fue para asignarme este puesto, al que estoy encadenado de por vida.

Frontera me llaman ahora. Más intuitivo para muchos, dada mi condición y trabajo.

Aquel día no solo perdí mi nombre, sino que también tuve que dejar atrás mis sueños, mis ilusiones, mis seres queridos. Mi propia vida...Todo por ser uno de ellos.

Ese día, yo caminaba por la calle, con miles de cosas en mente...

"Por nada del mundo se me puede olvidar comprarle algo a Sara, que mañana es su cumpleaños y se me había pasado por completo", maquinaba mientras me dirigía a la universidad. "Mañana también es la entrega del informe de prácticas de fisiología y aún lo tengo a medio hacer".

En esas estaba cuando el móvil me devolvió a la realidad.

—¡Gabri!, ¿se puede saber dónde estás? la voz de Sara retumbó en mi cabeza aún soñolienta.

Pues yendo para clase, ¿dónde voy a estar?

—Ya, ¿y no te acuerdas de que hoy teníamos la exposición del trabajo a las 8:30? —me soltó con brusquedad.

—¡¿Qué?, ¿no era a las 9?!

—Ya estás corriendo lo que te quede de camino y rezando para que el profesor se retrase.

Esas fueron las últimas palabras que escuché de Sara. Corté la llamada y salí disparado, además literalmente, pues con la precipitación no me di cuenta de que el semáforo estaba rojo y venía un furgón a toda pastilla a pocos metros de mi posición.

El ruido del frenazo me sobresaltó, pero ni el conductor ni yo mismo fuimos capaces de reaccionar.

Allí estaba el Elegido, tendido en mitad de la calzada como si de un muñeco de trapo se tratara. Dicen que fallecí en el acto, que nada se pudo hacer por mi vida.

Sin embargo, en otro lugar, había vuelto a nacer. Mi cuerpo estaba ileso, a diferencia del que había dejado atrás en el mundo terrestre. Mi mente experimentó una sensación de paz que nunca antes había sentido. Fue entonces cuando Ellos hicieron acto de presencia y me dejaron clara una sola cosa: sería educado y adiestrado para convertirme en el nuevo guardián y gracias a mi condición podría gozar del "privilegio" de pasear entre vivos y muertos.

Para mí, el simple hecho de recuperar la vida era un grandioso regalo, pero no me daba cuenta de que eso también implicaba otros muchos sacrificios que, aún hoy, no alcanzo a delimitar.

Me destinaron a otra ciudad y al principio todo fue de maravilla. Parecía fácil olvidarse de lo que había sido antes. Mi vida adquirió un rumbo totalmente nuevo. Aprendí a valerme por mí mismo, a no depender de nadie, a tomarme los errores como oportunidades para hacerme más fuerte. Pude terminar la carrera de medicina al tiempo que me acostumbraba a tratar con mis nuevos compañeros de trabajo: los difuntos. Tenía energía como para no dormir en semanas y de mí emanaba una fuerza que callaba hasta los espíritus más rebeldes, nunca mejor dicho.

Sin embargo, al finalizar mis estudios, me di cuenta de que nunca podría llevar una vida normal. Mi gran vocación de convertirme en médico se vio truncada por el tiempo que me consumía estar pendiente del otro gran mundo sepultado bajo las pisadas del hombre. Sí, realizaba guardias, de eso no cabía ninguna duda, pero no era precisamente en el área de urgencias.

Era consciente de que cualquier descuido por mi parte sería aprovechado de inmediato y si eso sucedía, no solo moriría de nuevo sino que conmigo lo haría gran parte de la humanidad. Sé que suena apocalíptico, yo también lo pensé al principio, pero ahora no albergo duda alguna. Mis ojos han visto cosas que rozan la locura más extrema.

Estamos en el año 2063, la mayoría de los cementerios están siendo reestructurados para poder acoger a todas las almas fallecidas que, en las últimas décadas, han quedado más tiempo del acostumbrado en el purgatorio. El porqué de este reclutamiento aún se desconoce, incluso para mis superiores. Quizás sea fruto de su época o simplemente casualidad, pero lo cierto es que la mayoría tiene más dificultades para ver la llamada Luz o la Entrada al descanso eterno.

No soy el más adecuado para juzgar, pero tiendo a pensar que son la obsesión y el estrés vivido los que nublan sus ojos.

Lo peor de todo es que, ante esa frustrante dificultad, reaccionan en la dirección opuesta: volver al mundo que la muerte les arrebató. Y es que en esta historia no podía faltar la tentación de una "mano amiga" que prometiera un paso más fácil al paraíso. Dicen que se llama Lázaro y la verdad es que en estas últimas generaciones está adquiriendo cada vez más seguidores.

Mis superiores son conscientes de esta situación, pero están a la espera de no sé muy bien qué.

Como podéis observar, a esto se ha reducido mi existencia y así fue como mi vida fue perdiendo la ilusión del comienzo. Mis nuevas amistades se acabaron aburriendo de mis múltiples excusas para no salir, mi título quedó enterrado bajo el polvo y mi días se redujeron al ambiente nocturno del Campo Santo. A la espera de que ese Lázaro, al que yo no había tenido el gusto de conocer en persona o espíritu, hiciese su magistral aparición en mis "dominios".

Pero bueno, también he confesar que siempre procuraba mantener la mente ocupada. Así que cada día, al finalizar mi jornada laboral, me dirigía a un pequeño gimnasio de estilo tradicional que se hallaba medio oculto en la parte antigua mi nueva ciudad. Sinceramente, prefería ese sitio a cualquier otro centro deportivo invadido por esa tecnología capaz de controlarte desde tu estado de hidratación a tu nivel de motivación, pasando obviamente por otra serie de parámetros algo más corrientes (presión arterial, ritmo cardiaco, oxigenación celular, etc.).

Lo último que quería era sentirme como una cobaya de laboratorio corriendo en la típica ruedecita de rigor. Yo me bastaba con poco. Solo necesitaba que el sudor y la adrenalina recorrieran mi cuerpo pues, en esos momentos, me podía sentir como un ser humano más.

En el centro me había ganado el título de "tipo duro" y es que mi personalidad se había vuelto hostil e introvertida con el tiempo. Aun así, nunca amé la violencia, seguía prefiriendo desahogarme con el saco de boxeo antes que un combate cuerpo a cuerpo. Daba igual lo que algún chalado pudiera decirme, si podía esquivar el enfrentamiento lo hacía. Sin embargo, pese a esta actitud, nunca escuché las palabras "cobarde" o similares. Supongo que mi mera presencia le imponía respeto hasta al más peleón.

El camino desde el gimnasio a mi apartamento lo tenía grabado en mi mente. Me había convertido en un autómata que hasta se conocía los tiempos de los semáforos, solo dando el primer paso un segundo después de que la figura tornara a verde.

Algunos días me permitía el lujo de pasarme por una de las, ahora escasas, librerías. Y es que esos antiguos establecimientos que vendían ejemplares en papel son considerados hoy en día reliquias del pasado. Pese a los años que han transcurrido desde que el libro como tal se erradicara, he sido incapaz de acostumbrarme a esas versiones electrónicas que han invadido el mercado actual.

En aquellas ocasiones en las que entraba al humilde y destartalado local, el librero me dirigía una mirada entre complicidad y extrañeza, pero nunca intercambiábamos más de un puñado de palabras. Yo le compraba, él me vendía y ahí acababa nuestra relación.

Ya en mi apartamento, me recibía una cordial y atenta soledad. Una ducha, algo de comida, un puñado de páginas de lectura y a la cama, a esperar la llegada de un nuevo atardecer.

Fin de la historia.

Sin embargo, un día cualquiera, mi periodo de sueño se vio alterado por un inesperado timbrazo que rompió el abominable silencio de mi vida.

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