Capítulo 9

Hola!

Aquí un capítulo más!

Sin más a leer!

~°*†*°~+~°*†*°~

Los humanos sí que eran increíbles y terroríficos, pensó Natsuki al pisar por primera vez una ciudad. Había cruzado el torii[1] estilo ise[2] del santuario Iseyama Kotai Jingu[3], uno de los disponibles para contactar a Bakeneko. En su forma de zorro se escabulló lejos de las miradas mortales. Afortunadamente era de noche por lo que esperaba que le fuera más sencillo recorrer el asentamiento humano. Sin embargo, nada la preparó para el caos de la urbe: carruajes metálicos infinitos, luces brillantes por doquier, humanos recorriendo las calles con prisa e inmersos en objetos rectangulares extraños. Los aromas entremezclados en el ambiente la marearon momentáneamente, obligándola a refugiarse en un callejón oscuro donde el olor pútrido empeoró su situación.

¡¿Cómo era posible que Bakeneko pudiese vivir en un lugar así?!

«¿Natsuki?»

La kitsune se giró para quedar cara a cara con un calicó conocido.

«¡Neko-chan! ¡Me alegra verte! Ay, no entiendo cómo puedes vivir en un lugar así, ¡apesta horrible!»

«El Yomi no es precisamente un campo de flores», rebatió el gato con una expresión aburrida en su felino rostro.

«¡Oh, vamos! Sabes bien a lo que me refiero, Bakeneko-chan.»

«En realidad, no. Pero dejemos de lado esto, ¿a qué has venido? Habías dicho que no volverías a pisar tierras mortales luego de lo ocurrido tiempo atrás.»

Natsuki gruñó por lo bajo al mero recuerdo del humano por el que ella había sentido algo de afecto y quien le arrancó su novena cola cruelmente. Cierto era que había jurado no regresar a este mundo, pero Tsukuyomi-sama le había confiado una misión e iba a cumplirla con diligencia; aunque por dentro sintiera rechazo.

«Tienes razón, Neko-chan —replicó ella, sentándose con gracia (o tanto como su piel de zorro le permitía)—, pero si vamos a conversar, preferiría que fuese en otro lugar.»

Bakeneko la miró de hito en hito antes de levantarse y guiar el camino con ese silencio irritante que lo caracterizaba. Ella siguió al gato dándole vistazos rápidos a los edificios sumamente altos o las callejuelas que atravesaban. Caminaron por largos minutos hasta llegar a un lugar con un letrero iluminado. Tenía algo escrito que no podía entender por completo...

«Este es Lupin, recuérdalo», habló Neko-chan enfrente de la puerta.

Lo vio ingresar a aquel lugar extraño. Natsuki vaciló, el aroma a licor y humanos invadió sus sentidos y por un segundo pensó en retirarse, mas recordó la misión que su señora le había encomendado. Tragó grueso antes de seguir los pasos silenciosos de Neko-chan. Descendió las escaleras hasta que llegó a un área más extraña que la anterior. Pasó revista por los bancos de madera, las puertas cerradas a su izquierda hasta que hizo contacto visual con un hombre revestido en prendas por demás ajenas a las usadas en los tiempos antiguos. Alzó el hocico para olfatear el aire y reconocer el olor.

«¡¿Neko-chan?!» exclamó ella en compañía de un chillido de zorro.

—Soy yo. Ahora regresa a tu piel humana para hablar. Tengo cosas que hacer, ¿sabes?

De pronto, en el interior del bar apareció una criatura de apariencia jovial, cabellos rojos cuales brazas y ojos con heterocromía seductora. Por ropas, vestía un kimono con un degradado de blanco a anaranjado con bordados de flores en las mangas. Una señorita de belleza envidiable y un aire juguetón que delataba su naturaleza.

—¡Neko-chan, ¿qué traes puesto?! —exclamó la belleza acercándose a él contemplando su atuendo extraño.

—¡No grites! —dijo entre dientes el hombre-gato—. Compórtate y ve al grano, no tengo toda la noche.

Natsuki frunció el entrecejo, para luego alzar el rostro cual figura importante y sentarse en el banco con tanta propiedad como le fue posible: nula. Miró por el rabillo del ojo a un humano detrás de la barra. ¿Estaba bien hablar con el mortal presente?

—Es un conocido mío. Puedes hablar libremente —comentó Neko-chan.

—¿Estás seguro de tu juicio?

—Natsuki.

—¡Ay! Eres un insufrible, Neko-chan. ¿Es así como un hombre educado trata a una doncella?

—Ni yo soy un hombre ni tú una doncella, para tus quejas.

—¡Ja! Pues, aunque lo dudes, soy la doncella de Tsukuyomi-sama.

Neko-chan no cambió su expresión indiferente que la exasperaba. Ya recordaba la razón por la que no solía convivir con este yokai.

—Ve... al... grano... Natsuki.

La zorro entornó los ojos completamente hastiada, se sentó sobre la superficie de madera incómoda del banco y dijo:

—No eres divertido.

—Lo sé. Habla.

—Sí, sí, está bien. Como sabrás Tsukuyomi-sama ha regresado a su puesto y ha escuchado rumores y relatos concernientes a Byakko-sama. Dado a que fuiste un gran aliado para Byakko-sama le gustaría tener una audiencia contigo en el santuario Iseyama Kotai Jingu en la próxima luna llena —explicó ella mientras, de una de sus mangas, extendía un objeto divino que, en apariencia, figuraba como un amuleto común, mas el bordado de oro relucía como evidencia de haber sido creado por manos celestiales.

Neko-chan miró el objeto con ojos calculadores por un par de segundos antes de extender la mano y tomarlo. El cuerpo de Natsuki vibró de emoción al saber que su misión había finalizado con éxito cuando Bakeneko replicó un firme «Ahí estaré». Sin embargo, el muy ruin la dejó a su suerte una vez abandonaron el lugar con aroma a alcohol.

«Eres un zorro, ¿no? Arréglatelas» dijo él en su piel de gato para perderse en el laberinto infernal que eran los callejones y callejuelas.

¡Este Bakeneko infame!

.

Era de día, Amaterasu supervisaba el cielo del Nakatsukuni y Tsukuyomi había descendido del Takamanohara al territorio que tenía recluido a Susano, su amado y hermoso mar tormentoso. De boca de sus sirvientes, escuchó lo ocurrido luego de su encarcelamiento en el Yomi: la despreciable diosa del sol, no conforme con la estratagema puesta en la luna, consideró pertinente retar al dios de la tormenta en aras de casarse con él. Para fortuna de Tsukuyomi, su amado mar arrasó con el Takamanohara a modo de protesta a la trampa impuesta por Amaterasu. «¡Se negó, se negó, mi señora! Él exclamó que jamás desposaría a una mujer que sólo escupía veneno» susurró una de sus fieles doncellas durante la entrevista que tuvieron los primeros días que llegó a los Cielos.

A pesar del vuelco en el corazón que sintió por tal afirmación, eso no hacía menos cierto el hecho de que Susano no solo se había casado una vez, sino que contrajo matrimonio con otras dos diosas menores. Su lado comprensivo aceptaba esta noticia de mejor talante, mas ese otro que estuvo aferrado al amor profesado esa última noche con tanta vehemencia, despertaba en ella una ira maligna hacia ellas, hacia él, hacia sí misma por ingenua. Pasó días cavilando alrededor de este tema y la situación en la que su amado mar estaba. Debido al caos cometido por Susanoo preso del cólera, fue desterrado y aprisionado en un territorio del Nakatsukuni. A diferencia de sus esposas, él no podía abandonar en ninguna circunstancia las montañas sagradas en Izumo. Con regularidad se reforzaba la barrera celestial que lo mantenía recluido, como si él fuera una bestia cualquiera y no uno de los Sankishi. Para un dios a simple vista tenía el aspecto de una cortina traslúcida, pero para los mortales, esta no era visible en absoluto. Al cruzarla los dioses vigilantes sabrían de una visita irregular a Susano. Tsukuyomi tenía certeza de que rumores correrían por los Cielos a su regreso. En otro tiempo, la mera idea de andar en bocas ajenas o ser figura protagonista de sandeces, la habrían cohibido y hasta enfadado, sin embargo, ya no era la misma mujer de aquel entonces.

Si iban a hablar de ella, que así lo hicieran. No sería amedrentada.

—¿Está segura, mi señora? —cuestionó Natsuki completamente aterrada de estar en suelo mortal en plena luz del día.

Estaban en el santuario Karakama-jinja, a unos pasos del torii de coloración blanca por donde se miraban unas escaleras de piedra que las llevaría a la entrada del palacio de Susano.

—No te alejes de mí, Natsuki —ordenó la diosa antes de iniciar su ascenso con la espalda recta, el mentón en alto y los suzu de su tocado tintineando.

Con cada peldaño se fue vislumbrando una niebla tímida por entre el bosque que fue espesando al grado de cubrirlas por completo. Natsuki adquirió su piel vulpina para seguirle el paso de cerca, mirando en todas direcciones y las orejas afelpadas completamente erguidas.

Al cabo de un rato llegaron al último peldaño, abriéndose ante ellas una vista pintoresca de un santuario diminuto, casi abandonado, rodeado de rocas forradas de vegetación y unos cuantos árboles de follaje verdoso. Para mortales esto podría pasar como un santuario cualquiera, de los tantos erigidos en nombre del Dios del Mar y de las Tormentas, mas, para ella, era la entrada para el gran palacio donde su amado debía estar aguardando por ella.

Se acercó a paso elegante a la edificación de madera con la intención de anunciar su llegada, cuando...

—Tsukuyomi-sama —saludó Hanzo apareciendo delante de ella en la puerta del santuario realizando una inclinación respetuosa con ese aire gallardo que lo caracterizaba—, este humilde siervo la saluda y se siente honrado de estar ante su presencia.

La diosa suavizó su rostro, complacida por tal recibimiento y la nostalgia de un saludo similar siglos atrás cuando visitaba a su amado en su palacio en los Cielos.

—Es un placer volver a verte, Hanzo —replicó, voz suave y serena—. Puedes levantarte. —El tengu así lo hizo.

—¡Hanzo! ¡Hola, hola! —saludó Natsuki adquiriendo su apariencia humana.

—Natsuki-san —respondió el tengu con una inclinación de cabeza.

La kitsune rio divertida, ocultando la mitad de su rostro con la manga de su kimono.

—Su Alteza, mi señor ha esperado con júbilo su visita —habló Hanzo.

Tsukuyomi conocía al tengu y sabía que era un yokai honesto, por lo que escuchar sus palabras la alegraron en demasía.

—Me complace saber que tu señor ha aguardado por mí con tal sentimiento.

Hanzo asintió.

—Permítame guiarla a él, su Alteza.

—Adelante.

Ambas damas cruzaron la puerta del santuario que las llevaría a un corredor del palacio. Tal como había sospechado, Tsukuyomi, tal santuario era una de las tantas puertas disponibles pues al mirar de soslayo hacia ambos lados, notó dos corredores más que se asemejaban a puentes colgantes por la niebla debajo de ellos. Cada uno estaba a una distancia de dos cho[4] aproximadamente. Hanzo las guió por pasillos poco transitados, seguramente eran los usados por los señores de Izumo —Susano y sus esposas. En algunos tramos se veían los bosques de las montañas, se respiraba un aire húmedo y fresco, se escuchaban aves trinando, creando un coro maravilloso capaz de apaciguar cualquier alma en pena.

—Es aquí, su Alteza —anunció Hanzo frente a una puerta bellamente adornada.

Tsukuyomi esperó a que Hanzo deslizase la puerta para dejar a la vista una habitación austera, pero elegante. En ella había un escritorio y detrás de este se encontraba Susano. El aire se le hizo escaso y el corazón saltó en su pecho. Por un segundo se mantuvo inmóvil, observando el rostro atractivo de su amado: un mentón cuadrado, quijada marcada, pómulos altos al igual que la nariz y un par de ojos que había extrañado ver. Las hebras marrones estaban atadas en una coleta de donde sobresalían mechones, sus ropas de tonos azules oscuros dejaban a la vista piel canela, dándole un aspecto de un guerrero descuidado. Cosa curiosa dado a que Susano tenía tendencias al caos.

—Tsukuyomi —llamó él en un hilo de voz como si estuviese viendo una aparición y no a ella que era tan tangible como lo que le rodeaba.

Ella, regia, ingresó a la habitación y con un gesto de mano indicó a Hanzo que cerrase la puerta; Natsuki se quedó en compañía de tengu.

En plena soledad, luego de siglos, la diosa no encontró las palabras correctas con las cuales romper el silencio que cayó sobre de ellos. Sus ojos buscaron los contrarios y a la vez los esquivaban. Esta situación le trajo recuerdos de los primeros encuentros donde ambos reconocieron el sentimiento que había aflorado en ellos: sus ojos no prolongaban el contacto visual por más de un segundo, las palabras quedaban atoradas en sus gargantas y sus corazones latían frenéticos. Ah, qué tiempos sencillos y dulces. ¿Por qué no pudieron disfrutar más de ellos y llevar una relación encantadora?

De pronto, escuchó el roce de las ropas. Al alzar la mirada, Susano se había levantado y rodeado la mesa. En su rostro reconoció el anhelo y dicha de verla, así como la agonía y tristeza de...

—Perdimos a nuestra hija —musitó él, destrozado de repetir una verdad dolorosa.

Ah, era verdad.

—No la vi pasar por el Yomi... —confesó ella con pesar, bajando la mirada y pasando saliva con dificultad.

—Oh, querida.

Fue repentino. Ella no esperó escuchar el mote cariñoso propio de una pareja casada. Tampoco se imaginó ser rodeada por el par de brazos con los que soñó las pocas veces que se dignó a realizar el acto mundano de dormir. El calor de Susano la sobrecogió, casi como si hubiese roto un hechizo. Era verdad, él conseguía romper esa fachada indiferente, helada e intimidante. Bastaba un toque o el roce de sus dedos sobre los suyos para destruir el muro que solía rodearla.

El aroma salino y húmedo llenó sus pulmones, relajándose de inmediato. Habían pasado siglos y su cuerpo aún recordaba lo que era estar en presencia de este dios.

—Te extrañé, amor mío —susurró él muy cerca de su oído.

Un escalofrío recorrió su espalda por lo íntimo que sonó la confesión. Un secreto que había sido guardado para ella. Sin embargo, el sentimiento dulce que se extendió por su pecho fue abrasado por los celos y algo que no quería ponerle nombre.

—Susano, dichas palabras están reservadas a tus esposas. No a una visita como yo.

Él se apartó de ella como si estuviera hecha del fuego mismo. En su semblante reconoció la estupefacción y el dolor.

—Tsukuyomi, yo...

—Estás casado con tres diosas menores —interrumpió ella, la mirada puesta en los iris iridiscentes de su amado—. Tienes descendientes con ellas. Es impropio de ti actuar tan íntimo con alguien que no sea alguna de tus consortes.

Conforme fue hablando, las facciones de Susano se endurecieron. Su entrecejo se frunció y tensó la quijada. Parecía como si estuviera mirando a un enemigo y no a su antiguo amor. Se veía determinado a atacar, sus ojos brillando como los rayos de una tormenta eléctrica.

—¿Viniste solo a decirme eso? —inquirió entre dientes el dios del mar.

—No, por supuesto que no. En mi carta mencioné que deseaba hablar contigo, tengo una propuesta y me gustaría que me escucharas... hermano.

Esto último ensombreció la mirada del otro. Atrás había quedado el nerviosismo, Tsukuyomi había recuperado la confianza y entereza por la que era conocida. La frialdad en ella disipó todo rastro de pasión. (No quería ceder a ese impulso de reclamar a Susano para ella, importándole poco destruir la familia que había formado él. Se rehusaba a escuchar ese lado despiadado y codicioso, capaz de pisotear a quien fuera con tal de obtener lo que deseaba. No quería ser como Amaterasu.)

La guerra de miradas continuó por unos segundos más hasta que Susano cedió y le indicó tomar asiento enfrente del escritorio. Esperó a que él ocupase el lado contrario para iniciar la conversación.

—Te escucho, hermana.

Tsukuyomi se relamió los labios, enderezó la espalda y colocó las manos sobre el regazo.

—Desde que regresé al Takamanohara la influencia de Amaterasu ha sido tal que ha provocado un desbalance en el Nakatsukuni. Tú mejor que cualquiera debió percibir un incremento en regalos divinos y, a su vez, la lucha de territorios entre los dioses. Amaterasu se ha negado a ayudar a dioses menores o aquellos que, en su momento, estuvieron a favor mío durante el juicio. Eso sin mencionar que obligó a que nuestra hija no tuviera acceso al Palacio Plenilunio o al Salón del Crisantemo, obligándola a buscar techo en mis templos y vagar por el Nakatsukuni. —El enojo estuvo a punto de hacerle perder los estribos por lo que inhaló profundamente y continuó—: Quiero quitarle el trono que Padre le cedió en bandeja de oro.

—¿Lo quieres para ti?

—En realidad, deseo compartirlo. Quiero que el trono sea repartido entre los Sankishi. El sol y la luna gobiernan por igual los cielos y el mar con sus tormentas puede ser un mediador.

Susano emitió una risa irónica.

—Tal vez lo pasaste por alto, pero no puedo abandonar Izumo —refutó él.

—Lo sé y lo tengo en mente.

—Ah, ¿sí?

La sonrisa socarrona y la mirada penetrante de Susano le provocaron un cosquilleo en el vientre. Tenía que mantener la compostura.

—Escuché que a tu primera esposa la salvaste de ser devorada por Yamata-no-Orochi[5] y que de ella obtuviste una espada. La Kusanagi[6].

Susano entrecerró los ojos y gruñó:

—¿Quieres que la entregue?

—Sí. Se la entregarás a Amaterasu como obsequio y muestra de que quieres estar en buenos términos con ella.

—¿Por qué?

—Ella creerá que has «recapacitado» y abogará para que...

—¡No! —exclamó Susano cual trueno, venas saltándole en la frente por la rabia y sus ojos violeta brillando intensamente—. ¡Me rehúso a hacer tal cosa!

—¿Por qué te enfadas? Solo es...

—¡Ni una palabra más, Tsukuyomi! ¡No entiendes nada!

—Lo haría si me lo dijeras y te calmaras.

—¡¿Y qué gano con decírtelo?! ¿Para que lo tomes como una nimiedad? ¡Pues no!

Tsukuyomi frunció ligeramente el entrecejo. No tanto para crear los pliegues, pero sí endurecer su mirada.

—¿Por qué te alteras? Estás casado ahora, Amaterasu no podrá hacer nada.

—Casado o no, no quiero relacionarme con ella bajo ningún concepto. ¡No... quiero!

—¿Pero qué actitud es esta? ¡Estás siendo caprichoso! ¡Te estoy dando una solución para sacarte de aquí y regresar...! —Se tragó el «conmigo» que quiso colarse.

—¿Y qué te hace pensar que quiero regresar a ese nido de ratas? ¡No entiendes nada!

Frustrada y molesta se levantó de golpe y dijo:

—Creo que fue un error venir.

Estaba por darse la vuelta cuando una figura brumosa se materializó delante de ella para, en menos de un parpadeo, tener a Susano cara a cara.

—Tú no te vas —gruñó él.

—No olvides que mis manos conocen la empuñadura de una espada tanto como las tuyas.

Fue como si lo hubiera incentivado a caer en la tentación pues, cual fiera, se abalanzó sobre ella, tomándola de la nuca y forzando un beso acalorado. Tsukuyomi forcejeó, mas él la tomó de la cintura y la apegó a su cuerpo.

Nononononono. Debía resistir. Debía mantener la distancia. Debía alejarse de él, de lo contrario...

—Había olvidado lo difícil que eres —murmuró él sobre sus labios.

En la habitación se escuchó una bofetada.

—Suéltame —ordenó ella entre jadeos.

—No.

—¡Que me sueltes te digo!

—¡No! No volveré a soltarte, Tsukuyomi. —Apretó el agarre en la cintura de la diosa—. Así me desprecies, me mires con odio, yo no te soltaré. ¡Jamás! No pude salvarte del juicio, tampoco pude estar al lado de nuestra hija, pero hice lo posible por no estar en las garras de Amaterasu.

» ¿Sabes por qué me casé? Para que ella jamás pudiese tenerme. Sí, desposé a diosas menores, pero dos de ellas son descendientes de nuestro hermano mayor, lo cual impidió que ella hiciese cualquier movimiento dado a que Oyamatsumi es el mayor de los tres, hijo directo de Padre e Izanami. Perjudicaría su imagen y perdería sus seguidores de hacerle algo a mis esposas a ojos de los Cielos.

» Eso también aplica a mis hijos. Y antes de que digas algo, ¡escucha! En esencia son míos, ellos nacieron de una fracción de mi energía divina que otorgué a sus madres, pero jamás compartí lecho con ellas, Tsukuyomi. Jamás ocuparon tu lugar en mi corazón. Jamás pude olvidarte, a pesar de todos estos años. Sigo siendo tuyo, amor mío. Sigo deseoso de que seas mi esposa.

La visión de la diosa estaba nublada por las lágrimas anegadas. Luchaba consigo misma para no dejarse llevar y caer en la tentación. De hacerlo, ¿se volvería como su ambiciosa hermana?

«Por favor, Susano, no digas más. ¡Te lo suplico!» pensaba ella en medio de la agonía de escuchar el amor en cada palabra dicha por su amado y saber que, aunque él decía ser suyo, a ojos de los Cielos...

—Te amo, Tsukuyomi.

Oh, qué has hecho, Susano.

~°*†*°~+~°*†*°~

GLOSARIO

[1] Torii: es una puerta sagrada japonesa o arco tradicional que suele colocarse en la entrada de los santuarios sintoístas (o en muchos templos, debido al sincretismo religioso japonés) para marcar la frontera entre el terreno profano y el terreno sagrado.

[2] Ise: Se trata de un tipo de toriis que solo pueden verse en los santuarios interior y exterior del gran santuario de Ise en la prefectura de Mie.

Dado que el santuario de Ise se llama Ise Jingū en japonés, este tipo de toriis es conocido popularmente como Jingū torii.

[3] Iseyama Kotai Jingu: Conocido como el Ise Jingu de la región de Kanto, Iseyama Kotai Jingu es un santuario importante tanto dentro de la religión sintoísta como en Yokohama. (Dirección: 64 Miyazaki-cho, Nishi-ku, Yokohama)

[4] Cho: equivale a 109,9 metros (aprox)

[5]Yamata-no-Orochi: es un monstruo de la mitología japonesa. Está descrito en los libros sintoístas Kojiki y Nihonshoki como una deidad que vivía en la zona llamada Torikami, en el país de Izumo. Aunque también se dice que es una versión japonesa de la hidra de Lerna. Tiene ocho cabezas y ocho colas, por lo que se le llama "Yamata". "Orochi" significa "serpiente gigante", y suele venerarse como la deidad de la montaña en el sintoísmo.

[6] Kusanagi: es una espada legendaria japonesa.Su nombre real es Ame no Murakumo no Tsurugi, («Espada de la lluvia de las nubesen racimo») pero es más conocida como Kusanagi («cortadora de hierba», o másprobablemente «espada de (la) serpiente»). También se puede llamar Tsumugari noTachi. Esta espada fue encontrada por Susanoo en el cuerpo de Yamata-no-Orochila cual obsequió a Amaterasu contándole lo ocurrido

¿Y bien? ¿Qué opinan? 

Creo que con esto se entiende la etiqueta de incesto que puse jejeje Estas interacciones son importantes OuO

En el siguiente capítulo retomamos a Osamu ;u;

Muchas gracias por leer!

Espero les haya gustado!

Nos leemos~

Cuídense~

AliPon fuera~*~*

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