El Grito del Corazón


Narrador

Harry abrió la puerta de su apartamento con un suspiro cansado. Las luces estaban apagadas y la habitación completamente silenciosa, excepto por el leve zumbido del refrigerador. Dejó caer su maletín junto a la puerta y pasó una mano por su cabello desordenado, mirando a su alrededor.

La sensación era inmediata y aplastante: la soledad.

El lugar, aunque decorado con gusto, carecía de vida. No había olores tentadores de comida recién hecha ni una cálida voz saludándolo al entrar. Ginny solía estar allí, con una sonrisa suave, preguntándole cómo había ido su día mientras colocaba la cena en la mesa. Pero eso ya no existía.

Harry se dejó caer en el sofá, sin molestarse en encender la luz. En su pecho, un sentimiento familiar comenzaba a crecer: culpa.

Intentó distraerse mirando los documentos que había traído del Ministerio, pero su mente no dejaba de vagar. Comparó, sin querer, lo que solía ser su hogar con lo que era ahora. Con Ginny, la casa siempre había tenido ese aire acogedor, cálido. Ella sabía cómo transformar lo ordinario en algo especial, desde una simple conversación hasta los pequeños gestos que siempre lo hacían sentir valorado.

Con Cho, era diferente.

Ella no estaba. Harry miró hacia la cocina vacía y se dio cuenta de que ni siquiera sabía si había algo para cenar. Se levantó y revisó los armarios, encontrando poco más que un par de latas y algo de pan rancio.

—Genial —murmuró, dejándose caer de nuevo en el sofá.

El apartamento no era un hogar; era un espacio compartido, nada más. Ni siquiera podía recordar la última vez que Cho le había preguntado cómo le había ido el día. Ahora que lo pensaba, se daba cuenta de que ella casi nunca estaba allí cuando él llegaba. Siempre tenía algo más que hacer: reuniones, salidas con amigas o simplemente su propia vida, donde él parecía ser un accesorio más.

La soledad le pesaba más de lo que quería admitir. No podía evitar pensar en Ginny, en cómo ella siempre encontraba tiempo para él, a pesar de todo lo que tenía encima. La forma en que ella lo hacía sentir como si fuera la persona más importante en su mundo.

Harry cerró los ojos, tratando de ahuyentar esos pensamientos, pero no pudo evitar preguntarse: ¿En qué momento dejó que todo se desmoronara? ¿Cuándo había comenzado a perder aquello que realmente importaba?

El sonido del reloj en la pared era lo único que rompía el silencio, marcando cada segundo de una noche que se sentía interminable.

En el fondo de su mente, Harry sabía que no se trataba solo del apartamento vacío o de la falta de comida. Era el vacío en su propio corazón, la certeza de que había dejado ir algo valioso. Ginny había sido más que su pareja; había sido su hogar. Y ahora, sentado en la oscuridad, se daba cuenta de lo mucho que la extrañaba.

La culpa en su pecho se hizo más pesada mientras se hundía en el sofá, solo con sus pensamientos.

_____

—¡No puedo creer que sigas con lo mismo, Hermione! —vociferó Ron, caminando de un lado a otro del pequeño salón. Sus orejas estaban tan rojas como su cabello, y su tono estaba cargado de frustración—. ¿Qué tan difícil puede ser? Somos pareja, ¿no? ¡Es algo normal!

Hermione, con los brazos cruzados y los ojos llenos de furia, lo miró fijamente desde el otro extremo de la sala.

—¿Normal? ¿En serio, Ron? ¿Crees que presionarme para algo que no estoy lista es normal? —respondió con la voz firme, aunque una lágrima amenazaba con deslizarse por su mejilla—. ¡No se trata de ti todo el tiempo!

Ron bufó, negando con la cabeza como si ella estuviera diciendo algo absurdo.

—¡Siempre tienes una excusa! ¡Siempre estás ocupada, cansada o simplemente no quieres! ¡Por Merlin, Hermione, pareces una mojigata, una ortiva que no sabe cómo ser una pareja de verdad!

Las palabras de Ron golpearon a Hermione como un latigazo. Ella apretó los puños, sintiendo cómo el enojo y la tristeza se mezclaban en su pecho.

—¡Basta, Ronald! —gritó, su voz temblando de emoción—. No puedo creer que estés siendo tan insensible, tan... tan egoísta.

—¿Egoísta? —dijo Ron, su tono sarcástico y venenoso—. ¿Sabes qué es egoísta? Estar con alguien que nunca da nada, que siempre pone sus malditas reglas sobre todo lo demás.

Hermione lo miró con incredulidad, sus ojos brillando con lágrimas que ya no podía contener.

—¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Que no doy nada? —su voz se quebró al final.

Ron dejó de caminar y la miró directamente, su expresión fría.

—Sí, eso pienso. Y ¿sabes qué? Al menos Barbara no es así. Ella no se queja. Ella sí sabe cómo tratar a alguien.

Por un momento, el tiempo pareció detenerse. Hermione sintió que su corazón se rompía en mil pedazos mientras las palabras de Ron se hundían en ella.

—¿Qué...? —susurró, su voz apenas audible—. ¿Qué acabas de decir?

—Me escuchaste —replicó Ron con dureza—. Me acosté con Barbara. Y fue increíble.

Hermione dio un paso atrás, como si él acabara de golpearla físicamente. Su rostro pasó de la incredulidad al asco, y luego al enojo.

—¡Eres un maldito cerdo! —gritó, su voz resonando por toda la casa—. ¡Cómo te atreves!

Ron se encogió de hombros, sin rastro de arrepentimiento.

—Tal vez esto sea lo que necesitas para darte cuenta de que nuestra relación no funciona. O cambias, o me voy.

Hermione temblaba de rabia. Las lágrimas caían libremente por sus mejillas, pero su voz era firme y llena de una furia que nunca antes había sentido.

—¡Entonces lárgate! ¡No quiero verte nunca más! —le gritó, señalando la puerta—. ¡Vete con Barbara, con cualquiera, pero no vuelvas a pisar esta casa!

Ron la miró durante un instante, como si estuviera evaluando si valía la pena seguir discutiendo. Finalmente, bufó con desdén.

—Como quieras. Tú lo pediste.

Dio media vuelta y salió dando un portazo que hizo temblar las paredes.

Hermione se quedó allí, paralizada, el sonido del portazo todavía resonando en su mente. Finalmente, sus piernas no pudieron sostenerla más, y se dejó caer al suelo, abrazándose a sí misma mientras las lágrimas la ahogaban.

—¿Cómo pude estar tan ciega? —susurró entre sollozos, sintiendo cómo la tristeza y el asco se apoderaban de ella.

Se quedó así, llorando en el suelo de su sala, tratando de entender cómo todo había salido tan mal, sintiéndose más sola que nunca.

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