El despacho
— ¿Abuela? — susurró Frederick mientras avanzaba por el recibidor.
El sonido de sus pasos era lo único que rompía el silencio. "Tal vez ha salido a comprar" pensó. Pero rápidamente descartó esa idea, ya que desde hacía unos años, un repartidor le traía la compra a casa.
— Debe estar por alguna parte... ¡Abuela!
Tras propinar el grito, Frederick se tapó la boca con la mano, siendo consciente de que si había alguien en esa casa que no debería estar ahí, ahora sabría que no estaba solo. Por un momento titubeó con la posibilidad de salir de allí y avisar a su madre, pero finalmente decidió armarse de valor y seguir avanzando.
Después de comprobar todas las habitaciones de la planta baja, empezó a subir las escaleras decididamente. Mientras las subía, daba gracias por que no fueran viejos escalones de madera chirriante.
En el piso de arriba había dos dormitorios, una habitación que antaño había sido el dormitorio de su madre pero que ahora se usaba para acumular trastos varios y el despacho de su abuelo, que había muerto cuando él todavía era un bebé.
Tuvo suerte de que la puerta del dormitorio de su abuela estuviera abierta. Le habría resultado muy incómodo encontrarla dormida y tener que despertarla. La habitación de los trastos seguía llena de trastos, pero ni rastro de vida, salvo alguna pequeña araña que esperaba paciente en su tela a su próxima víctima.
Tras dos minutos de búsqueda que le habían parecido siglos, se encontraba frente a la última habitación que le quedaba por examinar, el despacho de su abuelo. La puerta era distinta a las del resto de la casa, de una madera caoba rojiza, estaba adornada con detalles en bronce, y el pomo era un libro muy bien detallado. "Esta puerta y la de la entrada deben haber sido creadas por las mismas manos" pensó Frederick.
Primero llamó tímidamente a la puerta, y como era de esperar, no obtuvo respuesta. Así que se dispuso a entrar. El despacho había sido un tabú para él desde que tenía uso de razón. Cada vez que iba a casa de su abuela, esta le recordaba "juega donde quieras, pero no entres al despacho de tu abuelo". Desde que cumplió los 12 años le resultaba gracioso que su abuela siguiera soltándole la misma advertencia, "juega donde quieras" se repetía en su mente con una sonrisa, "si claro, como si fuera a jugar a algo". Solo en un par de ocasiones había tenido la oportunidad de ver el despacho, cuando su abuela había entrado a limpiar y había dejado la puerta entreabierta.
Al recordar todo aquello, su corazón empezó a latir muy rápido, no por miedo de lo que pudiera haber detrás, sino porque estaba incumpliendo una norma.
Acercó la mano lentamente hacía el pequeño libro de bronce que hacía sus veces de manija. Pero antes de que pudiera tocarlo, el pomo giró y la puerta se abrió de repente.
— ¡AH!
— ¡UH!
— ¡Frederick!
— ¡Abuela!
— Me has dado un susto de muerte, ¿qué haces aquí?
— Me envió mama para ayudarte con las preparaciones para esta noche, no respondías así que entré a buscarte.
— ¡Ah! Siempre le digo a tu madre... que me avise cuando vaya a venir...
Su abuela parecía alterada y por alguna razón, parecía haber envejecido mucho desde la última vez que la vio, hacía tan solo una semana.
— Abuela... ¿estás bien? ¿Qué hacías en...?
— Sí, sí, sí... estaba limpiando... supongo que estos viejos oídos están ya para pocos trotes.
Estiraba las palabras como si le costara mucho trabajo pronunciarlas. Frederick sintió por primera vez que su abuela le mentía, pero prefirió no insistir en el tema. Tras ella, la puerta estaba abierta de par en par y se podía ver todo el despacho. No pudo evitar echar una ojeada por encima del hombro de su abuela. Estanterías de pared repletísimas de libros, un gran escritorio de madera y... Su abuela pareció darse cuenta de a donde dirigía su mirada, y dando un paso adelante, cerró la puerta tras de sí.
La mañana pasó rápido. Frederick se dio cuenta que era todo un experto en decorar pastelitos. Galletas de jengibre en forma de hombrecillo, tarta de nata en forma de copo de nieve. Su abuela parecía una pastelera profesional, usando todo tipo de ingredientes y moldes. Pero, aunque el rato en la cocina había estado bien, se lo había pasado mucho mejor decorando el interior de la casa. Calcetines junto a la chimenea, gorros de papa Noel sobre cada silla, lucecitas que rodeaban todo el techo del comedor...
"Definitivamente me encanta la Navidad" pensó Frederick mientras colgaba el último adorno, un pequeño elfo de peluche.
— ¿Qué vas a hacer para comer abuela? — se había hecho algo tarde, y después de pasar una buena mañana, le apetecía una buena comida de las que solo ella sabía hacer.
— Seguramente pescado, he comprado mucho para estas fiestas y necesito hacer algo de espacio en el congelador.
— ¿No puedes hacer lasaña? — esa era la comida preferida de Frederick, y no servía cualquiera, solo le gustaba la de su abuela.
— Ay, lo siento cariño, no lo había pensado, si me pongo a preparar eso ahora se nos hará muy tarde, otro día mejor.
Mientras su abuela preparaba la comida, Frederick descansaba en el sofá de la sala de estar. "Sería genial tener un libro ahora" pensó, al mismo tiempo que miraba hacia el piso de arriba. El despacho de su abuelo estaba lleno de libros, una enorme colección de libros, algunos de ellos seguro que no se podrían encontrar en la biblioteca. De repente la curiosidad ardió en él cual fuego. "No creo que pase nada por echar una ojeada" pensó autoconvenciéndose.
Pasó silenciosamente por la puerta de la cocina para que su abuela no lo viera y llegó hasta las escaleras. No se le ocurrió mejor forma para no hacer ruido que subir gateando hasta arriba. Había leído en un libro que al gatear el peso del cuerpo se repartía entre cuatro puntos en lugar de entre dos, por lo que al contactar con el suelo era más fácil dar un paso sordo.
Después de actuar como algunos de los ladrones de sus libros policiacos, se encontraba con la mano sobre el pequeño libro bronce que hacia su función de pomo. Esta vez no se lo pensó tanto como la primera. Lo giró intentando que no sonara, entró al despacho y cerró la puerta.
Una vez dentro, se maravilló con lo que veían sus ojos. En muchas ocasiones había leído largas descripciones sobre los increíbles despachos que tenía la gente adinerada en los años sesenta. Pero su mente no había sido lo suficientemente fuerte como para imaginar todo lo que ahora estaba presenciando.
La habitación estaba totalmente circundada por enormes estanterías de libros que iban desde el suelo, hasta el techo. Cada uno de los estantes estaba tan lleno de libros que ni una hormiga podría haber encontrado refugio allí. El suelo era de mármol granate, y las paredes... no se veían las paredes, solo había libros. En el centro de la habitación había un enorme escritorio de madera de roble, sobre él solo había una lámpara pequeña de cristal muy ornamentada, papel, pluma, y un bote de tinta que llevaría seca mucho tiempo.
A la derecha, junto a una estantería, había una pequeña mesa redonda sobre la que descansaba una bola del mundo polvorienta. Y lo último que llamó la atención de Frederick fue una alfombra enrollada que había recostada en una esquina.
Después de examinar toda la habitación con la mirada, se acercó emocionado hacía una de las estanterías. Casi todos los libros estaban encuadernados con tapas duras de la mejor calidad, sus títulos llamaban la atención en sus lomos por sus tipografías cuidadas y sus acabados en plateado y dorado, pero no brillaban, motivo por el que a Frederick empezó a entrarle un enorme remordimiento por haber entrado ahí sin permiso. Una enorme capa de polvo cubría todos los libros, era tal la cantidad de suciedad, que hacía incluso ilegibles algunos títulos.
Ahora sí que estaba seguro, su abuela le había mentido. Fuera lo que fuera lo que hubiera estado haciendo allí, no era limpiar, de eso no cabía la menor duda.
El pensamiento de "no debería estar aquí" se apoderó de él, y decidió irse cuanto antes. Pero antes de eso la curiosidad lo obligó a echar un último vistazo a las estanterías. Y un libro le llamó la atención sobremanera. No por su lomo, que era de un sencillo rojo oscuro, ni por su título, pues no tenía. Fue porque de entre todos los libros que había en la estantería, era el único que no tenía polvo.
Sin hacer caso a las advertencias de su mente, lo sacó de la estantería.
Después de sopesarlo entre sus manos, se dio cuenta de que no era un libro demasiado pesado. En su cubierta no había título, ni nombre del autor.
— Veamos que secretos escondes. — susurró Frederick emocionado mientras lo abría.
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