#41: Siameses

Siempre juntos, irremediablemente. A uno no le molestaba. Consideraba una bendición haber nacido unido a su hermano. Otro, en cambio, interpretaba como maldición monstruosa que su única extremidad independiente fuese un brazo: el brazo izquierdo. Lo manejaba a su antojo, pero seguía siendo el brazo izquierdo de su compañero, como mismo su brazo derecho no era totalmente suyo.

Siempre ocultos. A uno no le molestaba. Disfrutaba del espejismo de soledad sumido en la lectura. Otro, en cambio, envidiaba la libertad de los normales: los que nacieron con una sola cabeza sobre los hombros, a los que sus madres les permitían salir, los que se podían despegar de sus hermanos.

En la pubertad ya se había hartado y devoró todo lo que trataba el caso de los siameses, y las posibles cirugías.    

Era peligroso. Nadie estaba de acuerdo. Pero él se había decidido.

Una noche de desvelo no compartido, con su única extremidad independiente, asfixió esa mitad suya tan ajena.

Su madre no hizo nada. Se refugiaba en la desgracia y la vergüenza.

Vivió pegado al cadáver, extrañando lecturas en voz alta, hasta que la descomposición cruzó de una mitad a otra, comiéndoselo en una agonía lenta, dolorosa, putrefacta.

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