¿No hueles el aire?
1
Creo que los magos desperdiciamos la magia. Que somos espectadores de la desgracia del mundo. Que estamos muy tranquilos con nuestras varitas, nuestras lechuzas, nuestros calderos.
Sí, sé que el mundo muggle es un sitio complicado. Pero ¿sabes qué? Me he dedicado a recorrerlo durante algunos veranos y no creo que sea un mundo muy diferente del nuestro.
En el mundo muggle me enamoré por primera vez.
Acababa de finalizar mi tercer año en Hogwarts y mis padres habían considerado que ya era lo suficientemente mayor como para quedarme solo en casa por un par de semanas. Habían conseguido financiación para su siguiente libro y no podían rechazar la oportunidad. Viajarían por Afganistán, Pakistán, India, investigando las consecuencias que la guerra acarreaba en los magos de la región.
Así que ese verano aproveché que mis padres estaban de viaje para conocer esa parte del mundo que tanto me intrigaba. El mundo donde no existía la magia. O donde si existía, pasaba sutilmente desapercibida.
Vivíamos en las afueras de Hertford, en una pequeña aldea donde solo había magos y brujas de clase media y media alta. No había muchos jóvenes, y los que había, pues..., no estaban muy interesados en pasar el rato con un bicho raro como yo, que tenía la costumbre de preguntar cosas ridículas como si creían que los elfos domésticos tenían alma.
Así que caminé hasta la barrera mágica de la aldea, la atravesé y salí al mundo exterior.
Guardaba algo de dinero muggle y pude abordar un autobús que me dejó en el centro de Londres. Era un día nublado y un caluroso, pleno agosto; y mientras caminaba por las calles, descubrí, una vez más, lo parecidos que somos a la gente no mágica. Aunque muchos se escandalicen de oírlo.
Vi adolescentes charlando y riendo, jóvenes caminando de la mano, parejas susurrándose secretos al oído, adultos corriendo apresurados rumbo a ese trabajo del que no se habían librado ni siquiera en época de vacaciones, ancianos que contemplaban a su alrededor con ojos tranquilos y nostálgicos...
Creo que los muggles tienen su propia magia.
Lo primero de lo que me percaté fue que la ropa de los jóvenes era mucho más bonita. Nada que ver con las anticuadas prendas que llevábamos en la aldea e incluso en Hogwarts. Lo segundo, fue que ese rumor que circulaba por la comunidad mágica era cierto: el mundo muggle estaba inundado de tecnología: adolescentes contemplaban las pantallas de sus móviles con expresión alegre, soñadora o expectante. Había personas en los cafés tecleando en sus ordenadores portátiles. Se colocaban la música directamente en las orejas.
Al principio pensé que esa era la magia de los muggles.
Hasta que lo conocí a él.
Había pasado por varias librerías y había descubierto, para mi desazón, que no me alcanzaba el dinero para comprar ningún libro. Y tampoco podía arriesgarme a conseguirlos de formas menos tradicionales. Lo último que quería era meterme en problemas, aunque mis padres me habían dejado claro que los problemas son parte indiscutible (o hasta indispensable) de las aventuras.
Por fin, llegué a un lúgubre edificio cuya fachada me llamó la atención. Pequeña biblioteca de Saint Thomas Bloch. Se ubicaba en medio de una cafetería y una farmacia. El edificio era de color gris ceniza, con amplias ventanas que dejaban entrar la luz del exterior. Sin embargo, en todas ellas había cortinas que no dejaban ver el interior desde afuera.
Una de las puertas permanecía abierta, así que entré. Los muros estaban adornados por viejas imitaciones de pinturas de muggles famosos y por montones de carteles escritos a mano. Detrás del mostrador, una anciana con aspecto de aburrida tejía algo que aún no había tomado forma. La anciana levantó la mirada por encima de un par de gruesos anteojos:
—Buenas tardes.
—Buenas tardes. ¿Puedo pasar al salón?
—¿Eres socio?
—Oh... No. No lo soy.
—Entonces puedes pasar, pero no puedes llevarte libros. Si quieres hacerlo, tendrás que pagar la inscripción y la cuota. —Me señaló un cartel.
—Bueno... Entonces me asociaré la próxima vez.
El suelo del salón también era de madera y la claridad del exterior no dejaba rincón sin iluminar. Casi no había sombras. Los muros eran claros y estaban completamente rodeados por altísimas bibliotecas repletas de libros de todos los colores y tamaños. No era grande como la biblioteca de Hogwarts y, obviamente, los temas de los libros no eran los mismos. Literatura universal. Literatura inglesa. Poesía. Religión. Filosofía...
Genial, estaría solo.
Me quedé allí, en la entrada del salón, maravillado con las posibilidades que me ofrecía esa pequeña biblioteca de ciudad. Las mesas eran amplias, también de madera, y estaban rodeadas de más sillas de las que seguramente necesitaban.
Me sobresaltó un suspiro. No estaba solo. En un extremo del salón, sentado en la punta de una mesa, había un chico unos años menor que yo. No había reparado en su presencia porque su camiseta era blanca y se mimetizaba con la pared que tenía detrás. Además, observé, estaba sentado muy quieto, rígido como una estatua.
Había algo extraño en ese chico.
Y pronto comprendí qué: era ciego.
¿Qué hacía un muchacho ciego en una biblioteca?, fue lo primero que me pregunté. Me quedé contemplándolo y advertí que bajo sus manos había un grueso volumen de enormes páginas blancas. El chico pasaba los dedos por las páginas y... leía.
Sí, estaba leyendo.
La curiosidad se me disparó. Me acerqué y me senté a dos sillas de él. No podía verme, así que imaginé que no se sentiría incómodo por que lo mirara.
Nunca había conocido a un mago ciego. Mi madre, que era bastante coqueta (demasiado para una bruja que viajaba por el mundo recolectando aventuras) y odiaba usar anteojos. Acudía a un sanador de San Mungo para que le curara la miopía cada cinco o seis años.
El chico volvió a suspirar y las preguntas no tardaron en llegar.
¿Qué leía? ¿Por qué suspiraba? ¿Cuál era su nombre? ¿Por qué estaba en la biblioteca en vacaciones?
Sonrió. Algo le había causado gracia. Imaginé que tal vez no había demasiadas diversiones disponibles para un muchacho ciego en ese mundo tan pornográficamente visual.
—Hola —me atreví a saludarlo.
No se sobresaltó. Sabía que había alguien sentado cerca.
—Hola, ¿qué tal?
Me levanté de mi silla y me senté junto a él. El libro en Braille era totalmente blanco y las gruesas páginas estaban agujereadas para que él pudiera pasar sus dedos por los relieves.
—Me llamo Rhidian.
Frunció sus cejas doradas y esbozó una media sonrisa.
—¿Eres galés...?
—No, mis padres son frikis.
Se rio. Dos profundos hoyuelos se le marcaron en las mejillas pecosas.
—Yo soy Nicholas. Un placer, Rhidian.
Nicholas miraba al frente, ya que no podía saber exactamente dónde me encontraba yo. Sus ojos eran castaños, corrientes y estaban enmarcados por unas bonitas y largas pestañas. Su cabello era rubio oscuro y lacio.
Tardé un poco más de lo acostumbrado en darme cuenta de que me parecía guapo.
Nicholas estaba leyendo Las mil y una noches, me dijo, unos antiguos cuentos orientales cuyos personajes eran princesas, magos que poseían lámparas maravillosas, alfombras voladoras y genios perversos que maldecían a los seres humanos o les cumplían deseos. Sonreí ante la mención de la magia. Algunos muggles llevan en su interior esa curiosidad hacia lo misterioso, lo oculto.
Nos quedamos charlando en la biblioteca hasta que la anciana anunció que era hora de cerrar. Me dijo que le gustaba leer historias de hadas, duendes, vampiros. A veces leía mitología griega o poesía.
Imagino que ya has adivinado que me enamoré de él.
Creo que sentí ese chispazo en el primer instante en que lo vi, aun sin darme cuenta.
Nicholas usaba un bastón blanco y esa noche lo acompañé hasta su casa. Vivía en un barrio bastante humilde donde los edificios eran lúgubres, grises y algo ruinosos.
Esa noche no dejé de pensar en él. Y la noche que siguió, y la que siguió...
Una semana más tarde, decidí volver a la biblioteca a buscarlo. Estaba allí, en la misma silla, igual de inmóvil y rígido.
—Rhidian —susurró cuando entré.
Le pregunté cómo lo sabía. Me había olido, dijo. Yo olía a campo. A una mezcla de eucalipto, lavanda y albahaca. Me quedé de piedra. En el jardín mi madre cultivaba menta, lavanda, orégano, hierbabuena... y nuestra casa estaba rodeada de altísimos eucaliptos. Me senté a su lado, conmovido, y apoyé la mano en su hombro.
¿Estaba leyendo algo interesante? ¿Tenía ganas de caminar un rato?
Hablamos de montones de cosas. Me contó que había tenido un perro lazarillo, pero que había muerto de viejo. Le conté que tenía una gata llamada Tamsin que me dejaba pájaros muertos en la cama. Me contó que acudía a una escuela para niños y adolescentes con diversas discapacidades, y yo tuve que mentirle y decirle que estudiaba en un internado en Escocia. Creo que pensó que era hijo de algún millonario.
—¿Qué te ocurrió? —le pregunté tomándolo del brazo. Tenía el codo raspado; la herida aún era joven.
Se encogió de hombros y me dijo que su hermano mayor lo había empujado.
—Joder, ¿por qué?
—Porque soy maricón.
Sentí furia y alegría, todo al mismo tiempo. Decidí dejar las cosas en claro de una vez, ya que se había presentado la oportunidad:
—Yo no tengo ningún hermano que me empuje por eso. Soy hijo único.
Su rostro era un espejo de su alma. Tan transparente. Todas sus emociones estaban allí, en sus ojos, en sus labios, en sus cejas. No sabía mentir, no sabía disimular. Era algo maravilloso.
2
Regresé a Hogwarts con su recuerdo en la piel. No podía escribirle cartas, pero un día le envié una lechuza con una hoja de papel en la que había trazado un corazón y dos palabras: te extraño. No me respondió, claro, porque no tenía forma de saber que mi lechuza estaba en su ventana.
Ese año, mi amiga Vivianne y buscadora de Ravenclaw se quebró la muñeca cuando un bateador de Slytherin lanzó la bludger hacia ella para que no alcanzara la snitch.
El partido fue suspendido. Vivianne sollozaba mientras la llevaban a la enfermería. Madam Pomfrey le arregló la muñeca y le dio una poción para que durmiera un rato. Me di cuenta de que Vi tenía un moretón en un hombro y susurré un hechizo para curarla. Al verme, Madam Pomfrey soltó un chillido y tuve que apresurarme a contarle que yo le curaba las magulladuras a mi amiga cuando llegaba de los entrenamientos.
—Muy buen hechizo, señor Ingersoll. Sería un buen sanador —dijo Madam Pomfrey entre dientes y creí advertir un poco de sarcasmo en su voz.
No lo había pensado. Siempre había imaginado que cuando cumpliera la mayoría de edad, seguiría los pasos de mis padres y viajaría por el mundo recolectando historias que algún editor friki quisiera publicar.
A mi regreso, mis padres fueron a buscarme a King's Cross. Deseaban compartir algo de tiempo conmigo y yo solo quería que se fueran de viaje otra vez. Una noche, mi padre encendió un fuego en el jardín y mi madre recolectó hierbas aromáticas y las arrojó a las llamas.
—¿Piensan que es posible enamorarse de verdad a mi edad? —les pregunté.
Ellos se miraron y mi padre esbozó una pequeña sonrisa. El fuego parpadeaba en sus ojos grises, tan parecidos a los míos.
—¿Es ese chico muggle? Me ha dicho Andrei que te ha visto con él en las inmediaciones de la entrada.
—Sí.
Suspiraron al mismo tiempo.
—Claro que es posible, Rhidian —susurró papá.
Mamá echó más hierbas al fuego.
—¿Es verdad que es ciego?
—Sí.
Papá tenía los pies llenos de callos por culpa de las largas caminatas. Tomé la varita y susurré episkey varias veces. Ninguno dijo nada. Mis padres nunca habían sido muy fanáticos de las reglas.
Nicholas había crecido, pero no se había olvidado de mí. Cuando entré en la biblioteca, ahogó un gemido y dilató la nariz para verificar que no se equivocaba. Fui a su encuentro y nos abrazamos, allí, rodeados de libros.
Salimos a caminar, lo tomé de la mano, compramos helados en un puesto callejero.
—¿Hay mucha gente?
—No...
Y nos besamos en medio de un callejón. Su boca sabía a chocolate; su cabello me hizo cosquillas en la frente.
Lo invité a caminar por el campo, pero se negó diciendo que más tarde llovería.
—¡Pero si hay sol!
—Va a llover —aseguró—. ¿No hueles el aire? —Alzó una mano y se la llevó al rostro como si pudiera atrapar el aire para metérselo en la nariz—. Huele.
Lo imité. Cerré los ojos, respiré profundamente... y ahí estaba, el aroma de la humedad, mezclándose con los olores de la calle. El pasto recién cortado. Las frituras de una tienda de comida rápida. El delicado perfume de una muchacha.
Con el amor había descubierto otra cosa: el dolor que provoca el sufrimiento del ser amado. Me dolía que Nicholas no pudiera ver. Me dolía que me preguntara si había estrellas o cómo estaba la luna; que tuviera que conformarse con mis vulgares descripciones. Me dolía que la bibliotecaria le dijera que los libros que quería no estaban en Braille.
A veces yo le leía los libros que él no podía leer.
Recostados sobre el pasto, peligrosamente cerca de la entrada a la aldea, leí para él mitos de dioses griegos que secuestraban mujeres humanas, cuentos de gatos demoníacos, novelas de chicos como nosotros. Chicos que amaban a otros chicos. No había muchas.
A veces, levantaba la mirada y contemplaba mi casa, que él no habría podido ver bajo ninguna circunstancia. Deseaba tanto poder tomarlo de la mano, guiarlo entre los de eucaliptos, decirle que no pisara las plantas de lavanda, pedirle que se quitara los zapatos en la entrada... Subir con él las escaleras rumbo a mi habitación y hacer el amor allí, en mi cama, entre mis sábanas. Solíamos conformarnos con alguna habitación de hotel barata.
—El chico se acercó a él —leí— y lo acarició, recorriéndolo con las manos abiertas y los ojos atentos. Pero el hombre parecía demasiado ansioso como para querer perder el tiempo en caricias...
Por culpa de una escena erótica acabamos besándonos y masturbándonos en el baño de la biblioteca. A Nicholas podían excitarlo las palabras.
—No son las palabras, eres tú —me susurró al oído en el pequeño cubículo—. Es tu voz. Siento que me acaricias con tu voz.
3
Los años pasaron y cada vez tenía más claro que quería dedicarme a sanar a las personas. Cuando aprobé todos los EXTASIS con Extraordinario y Supera las Expectativas, la profesora McGonagall dejó caer que pronto Madam Pomfrey se jubilaría. Me sentí halagado, pero en verdad no quería quedarme Hogwarts. Quizá, después de todo, había en mí algo del espíritu aventurero de mis padres. Quería viajar, estudiar en lugares remotos, curar maldiciones antiguas. No quería dedicar el resto de mi vida a arreglar tobillos rotos.
Y todos los veranos regresaba a mi hogar. Mi hogar ya no era la casa de mis padres, rodeada de eucaliptos y flores de lavanda.
Mi hogar era Nicholas y yo sabía que ya no me amaba.
La distancia, el tiempo, mis rarezas, el hecho de que nunca lo llevara a mi casa... Todo eso nos había jugado en contra. Seguíamos saliendo, caminando. A veces lo tomaba de la mano. Pero ya no nos besábamos. Ya no hacíamos el amor. Lo que más dañó nuestra relación fue que no podía estar junto a él cuando sufría las palizas de su hermano. No podía defenderlo, no podía curarle las heridas. Y eso me dolía más que su ausencia, más que saber que salía con otros chicos, que otros chicos podían amarlo mejor que yo. Que podían protegerlo mejor que yo.
—Rhi, no necesito que nadie me proteja —solía decirme, condescendiente, pero dulce.
Yo no le creía o quizá no deseaba hacerlo. Necesitaba que me necesitara porque así tendría una excusa para seguir a su lado.
Pero no quería sufrir más y sabía que tenía que decirle adiós.
La noche en que regresé de Hogwarts por última vez, estaba decidido a hacerlo. A despedirme. A dejarlo ir.
Caminé hasta su casa. Tuve que preguntar por la calle a varias personas y todas se alarmaron al ver a ese hombre con rostro compungido que parecía estar al borde del llanto. Tal vez pensaban que estaba drogado. Atravesé el bloque de oficinas abandonado, el viejo depósito de chatarra, e identifiqué la casa de Nicholas por el jardín descuidado y la reja rota.
Parecía no haber nadie en la casa y luego de susurrar homenum revelio estuve seguro. La casa estaba sumida en el silencio. Susurré otro encantamiento revelador y escuché los últimos sonidos que se habían pronunciado: gritos y llanto. Alguien había gritado, alguien había sangrado y no tuve que usar ningún hechizo para saberlo: la sangre seca manchaba el suelo de baldosas y se perdía por el de cemento.
Las calles estaban desiertas y no había nadie a mi alrededor a quien preguntarle qué carajo había pasado. Conocía tan poco Londres que ni siquiera sabía cuál era el hospital muggle más cercano. Si tan solo hubiera aprendido a usar un móvil, pensaba desesperado mientras intentaba seguir el rastro de Nicholas.
Llegué pasada la medianoche. Era un hospital público y era enorme. ¿Cómo se suponía que lo encontraría en ese lugar?
—Buenas noches, señorita —le dije a la muggle que estaba detrás de un mostrador—. Busco a un hombre ciego, debe estar herido...
—Llegó hace unas horas. ¿Eres familiar?
—No.
—Solo los familiares pueden...
—Confundus!
Corrí por un pasillo mal iluminado en busca de Nicholas. Lo hallé en el ala de cuidados intensivos, conectado a montones de grotescas máquinas que monitoreaban su corazón, sus órganos vitales. Tenía un ojo hinchado, el labio roto y algo le había ocurrido a su cuello, porque se lo habían envuelto con un tubo de plástico.
—Colloportus! —exclamé para cerrar herméticamente la puerta de la habitación.
Me senté en el borde de la cama, temblando.
—¡Nick! —sollocé—. Nick, ¿me oyes? Soy Rhidian —suspiré.
No se movió. Nada en él parecía haberme oído.
—Joder —me cubrí el rostro con las manos. Nunca había llorado de esa forma tan desesperada. Sentía que me ahogaba, que el aire se me quedaba estancado en la garganta—. ¡Joder, Nick...! Brackium emendo!
Chispas volaron de la punta de mi varita y rebotaron en el cuello de Nick. Su cuerpo se sacudió y sus huesos rotos y astillados se repararon con un sonido repugnante.
—Soy un mago, Nick... —sollocé—. Sí, un mago. Con túnica, varita... Y sé un montón de hechizos que no sirven para una mierda.
Una de las máquinas emitía un agudo pitido intermitente. Había oído algo de esas máquinas. Decían que cuando alguien moría, el pitido se volvía constante, eterno.
—Te amo, ¿lo sabes? A mis padres nunca les gustó que saliera con un chico no mago. Una vez los oí hablar. Decían que ya me olvidaría de ti. ¿Qué curioso, verdad? Que fueras tú quien se olvidara de mí. Y no te culpo, Nick. No es fácil...
Su ojo izquierdo estaba hinchado, amoratado, aún cubierto de sangre seca.
—Episkey!
La herida de su ojo se fue aclarando, la hinchazón fue desapareciendo lentamente hasta que su piel recobró su forma natural.
—Episkey!
La sangre seca de su labio se evaporó. La piel abierta se fue cerrando y su boca quedó intacta, limpia, tal como el día en que nos conocimos.
—Episkey! Episkey! Ennervate!
Nick abrió los ojos y ahogó un gemido. Tosió, se irguió y sacudió la cabeza, confundido y asustado.
—Soy yo, Nick.
—Rhid... ¿Qué...? ¿D-dónde estoy?
—Nick, escúchame. —Me acerqué a él, le sostuve el rostro del mentón—. Quédate quieto. No te muevas. Necesito que mantengas los ojos abiertos, ¿entiendes? No los cierres por nada del mundo. Te picarán, quizá te duelan. Pero no los cierres, te lo suplico, ¿me has entendido?
Nick asintió, tragándose las palabras que se agolpaban en su garganta. Conté hasta tres. Uno, dos...
—Oculbrum emendo!
Nicholas obedeció. Mantuvo los ojos abiertos a pesar del miedo, de no entender lo que ocurría, de tener todo el cuerpo dolorido. Yo sabía que el hechizo dolía y que los ojos le arderían durante varios días, pero necesitaba hacerlo. Quería darle ese regalo antes de decirle adiós. Nicholas gritó aferrado a las sábanas de la cama mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas.
Entonces, supe que el hechizo había funcionado.
Nicholas dio un salto sobre la cama y se golpeó la cabeza contra la cabecera. Sus ojos veían por primera vez en su vida y estaba aterrorizado. En un momento, el terror se volvió comprensión, luego emoción... Levantó los ojos para verme allí, frente a él. Un hombre que sollozaba y que tenía una varita en la mano. El hombre que había conocido cuando aún era un niño, hacía años, en una biblioteca. Ese hombre que aparecía misteriosamente los veranos y desaparecía en septiembre...
—Te amaré por siempre, Nick —le dije apuntándolo.
Él se echó hacia atrás, quiso decir algo. Pero antes de que dijera nada, grité:
—Obliviate!
****
Hola, gente!
Gracias por leer :) Espero que les haya gustado este pequeño y extraño fanfic. Es mi primer fanfic (o el segundo; el primero lo escribí hace 8 años!) y se me ocurrió después de leer Carry On, de Rainbow Rowell (que no me gustó). Hacía tiempo quería escribir un cuento con un personaje ciego y esto fue lo que salió.
De nuevo, gracias por leer!
Sofi
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