Capítulo 9

PRESENTE 9

—Que estoy bien —mascullo mientras intento zafar mi codo de sus tenazas.

—¿Sí? Porque tenías cara de que necesitabas a alguien que te rescatara. —Carter ríe por lo bajito. Solo se detiene cuando estamos junto al último kayak que flota solitario, mitad en el agua y mitad en la tierra pedregosa.

—Yo me puedo rescatar sola. —Cruzo mis brazos y admito—: Es solo que todavía no se me había ocurrido cómo.

Mientras mi jefe se carcajea, el chamo de los kayaks llega con dos chalecos salvavidas para cada uno. Me ofrece uno, con oferta de ayudarme a amarrarlo incluida, pero yo declino y me encargo sola. Mientras estoy en ese plan, ellos se dan cuenta de que el otro chaleco le queda pequeño a Carter. Eso le pasa por tener hombros de un kilómetro de anchos.

Ya enchalecados, la aventura se pone cada vez peor.

—Yo no sé si quepo ahí —anuncio, mis ojos clavados en el hueco del kayak y mis manos en mis caderas. Soy talla M arriba y L abajo, y a veces simplemente no me suben los pantalones.

—Ay por favor, güera. Claro que cabes.

—¿Le ayudo, señorita?

—Este, a ver... yo creo que puedo sola. —A tientas pongo un pie dentro del agujero del kayak y luego el otro. Uno de ellos sostiene la cola del cachivache mientras yo doblo las rodillas e intento adentrarme. Como predije, el hueco se siente un poco estrecho y siento como si me raspara a través de mis bermudas de jean. Pero al final sí me cabe el fondillo.

—¿Ves? —Después de eso, Carter hace que la cosa esta se deslice de lado a lado mientras se sienta en la parte de atrás—. Listos para partir.

—Muy bien —comenta el chamo mientras nos pasa un remo a cada uno—. Es muy sencillo, la persona que va atrás es la que dirige el kayak. ¿Alguna vez lo ha hecho antes?

—Sí —contesta Carter. Me pregunto cuándo. Habrá sido en alguna cita aventurera de esas que tiene a cada rato.

—Perfecto. —La atención del muchacho regresa a mí—. Usted lo único que necesita hacer es seguir las instrucciones de su compañero.

—Ah, ahí sí que vamos mal. La que manda aquí es ella —bromea mi jefe, que pasa todo el día pidiéndome que le haga esto o aquello. Yo aprieto los labios para no decir nada que luego pueda lamentar si le hace echarme vaina todo el camino.

¿Por qué diantres sobramos dos cuando debía sobrar solo una persona? Supongo que alguien no habrá venido al evento, y la mala suerte es mía.

Después de algunas instrucciones más sobre cómo es que se debe remar para navegar hacia los lados, el chamo empuja el kayak y allá vamos.

El resort tiene una playa privada para cosas como esta, porque la orilla tiene demasiadas piedrillas como para que a uno le den ganas de sentarse a asolearse. El área es como un islote natural que hace de barrera contra el oleaje más fuerte del caribe, y el agua es tranquila y no tan profunda y por eso lo seleccionamos.

Con el sol brillando sobre nosotros, reflejándose contra el agua serena como cristales que destellan con el agua perturbada por los remos, el bailoteo sutil del kayak, y el suave sonido del agua y el viento... casi me da sueño. Esto está mejor que sentarse debajo de una mata. Sobretodo porque Carter está tranquilo.

—Yo no entiendo por qué Cooper me odia.

Este... obviamente me equivoqué.

—¿De dónde viene eso?

—Porque me lo dijo de su propia boca cuando lo llevaba de regreso a la escuela.

—Ah. —Aclaro mi garganta—. Pero esas expresiones las aprenden de la televisión. Dudo que realmente te odie.

—Pero a veces me parece que sí. —Suena derrotado el pobre hombre—. Si le pregunto cómo le va en la escuela, me lanza una mirada asesina como las tuyas. Subo a su habitación a preguntarle si quiere salir a algún lado conmigo y me cierra la puerta en la cara. La otra vez lo fui a buscar a casa de un amigo y me bajé para saludar a los padres, y se pasó una semana sin dirigirme la palabra. Nunca supe por qué.

Paro de remar para apretar mi puño contra mi boca y así no reírme. No soy mamá ni sé cómo se siente esto de primera mano, pero ya he visto cosas como estas con mis sobrinos.

—Carter —empiezo con tacto—, Cooper tiene doce años de edad. Está empezando la pubertad. Sus hormonas le dicen que es un adulto y tú estás ahí para recordarle constantemente que no lo es. Por supuesto que no te soporta.

Gime como un niño pequeño.

—Pero si yo soy el papá más cool del planeta. Lo llevo a todos sus juegos de hockey, le compro todos los implementos, y hasta le regalé tickets de temporada para los Florida Panthers.

—Igual le das vergüenza. Todos los adolescentes son así con sus padres. —Suelto una risilla—. Mis sobrinas piensan que Salomón es el ser humano más vergonzoso del planeta.

Carter se cuaja de la risa porque conoce a Salomón y lo especial que es mi cuñado. Pero en eso se frena en seco con una inhalación aguda.

—Un momento, ¿crees que Cooper piensa que soy como tu cuñado?

—Así es —respondo solemnemente sin voltear a ver su cara—. Esa es la forma en la que te ve tu hijo.

—Pero...

—Carter —repito pero riéndome—, no hay carro lujoso ni músculo que desarrolles que impresione a tu hijo. Deja eso para tus citas.

—Puesto de esa manera tiene sentido —admite a regañadientes—. Y entonces, ¿qué? ¿Tengo que aguantar que me odie toda la vida cuando yo lo quiero tanto? ¡Es mi bebé!

Menos mal que no puede ver mi expresión, pero es que ha lanzado un dardo en esa área de mi corazón que siempre quizo ser mamá y no se le dio. Aprieto toda mi cara para contener las lágrimas o cualquier sonido de ternura que pueda escapar de mi pecho, y remo con más ganas a pesar de que no sé a dónde vamos. Solo intento seguir el camino que trazan las boyas en el agua.

—Algún día volverá a respetarte —digo con voz medio rara incluso al cabo de un buen rato—. Posiblemente cuando él sea papá, o simplemente cuando estés viejo.

—No quiero esperar tanto. —Carter suspira.

Carter es medio meloso. Después de que su esposa falleciera, volcó todo su amor hacia su hijo, y todo iba bien hasta la pubertad. Justo ahí es cuando Carter comienza a salir en citas en búsqueda de alguien que lo ame. O a quién amar.

Lo entiendo. De verdad. Años después de que Gustavo muriera, ya con bastante tiempo viviendo asilada en Miami, intenté buscar otro amor. La diferencia está en que a mí no me funcionó, pero a Carter con sus estadísticas sí le va a ir bien.

O sea, ¿con trabajo estable? Y lo que es más, ¿millonario? ¿Con cuerpo y cara de supermodelo?

De hecho, nada de eso importa. ¿Buena persona y con valores? Ufff...

—Paciencia, mi pequeño saltamontes —murmuro.

—¿Crees que si le consigo una nueva mamá me deteste menos? —Esta pregunta es el opuesto de paciencia. Bufo abiertamente.

—Yo que sé. Los adolescentes son un misterio. —Hago una pausa y agrego—: ¿Y si más bien el detesta a su nueva mamá?

—Por eso sigo así. No he conseguido a nadie que pase el «test Cooper».

Me volteo sobre mi hombro con cuidado de no perturbar el balance del kayak. Carter tiene el ceño fruncido y levanta la mirada hacia la mía.

—¿Es por eso o porque eres muy picky?

Cuando una lleva doce años viviendo en Miami, el lenguaje empieza a cambiar. Se te pegan expresiones de los cubanos, de los mexicanos, de los boricuas, y de todos los que se vinieron acá ayer o hace décadas. Todo eso se ha mezclado con el inglés en una especie de ensalada única. Conozco gente que son hijos de un dominicano con una medio nicaragüense y medio hondureña, y hablan un español que no se puede identificar de dónde es. Lo mínimo que se me iban a pegar son anglicanismos como esos, algunos que ya de por sí decíamos en Venezuela a diestra y siniestra.

—¿Yo? ¿Exigente? —Se pone una mano en el pecho sobre el chaleco salvavidas—. Yo solo busco una mamá para Cooper y que quiera tener más hijos. No sé por qué es tan difícil.

—Porque tiene que tener los mismos valores y querer seguir el mismo camino de tu vida. —Viro de nuevo hacia el frente—. Eso no es fácil, créeme.

—¿Por eso estás soltera? ¿No consigues a nadie que cumpla los requisitos?

Correcto —lo pronuncio al estilo gringo intentando hablar español.

—¿Y cuáles son los requisitos?

—Ninguno porque no estoy buscando —bufo otra vez.

—¿Por qué no?

Suspiro con fastidio.

—Porque tengo un jefe que me pone a trabajar fines de semana y días feriados.

Please. —No tengo que mirarlo para saber que me pone cara de lástima—. Si yo que soy ese jefe latoso tengo tiempo para buscar citas, tú también lo tienes, güerita.

—Pues no, me la paso muy ocupada todo el tiempo entre el trabajo y la familia. Francamente no sé cómo haces tú.

—El que quiere puede.

—¿Y si yo no quiero?

—Ah, pues ahí la historia cambia. El que no quiere no puede.

Justo voy a decir algo sobre dónde se puede meter su «puede» cuando suena una alarma en mi smart watch.

—Qué lástima, la conversación estaba muy buena pero tenemos que regresar a la orilla —anuncio con demasiada alegría como para considerarlo una verdadera lástima.

Carter se ríe por la nariz pero no me da más lata. Sigo sus instrucciones para remar haciendo vuelta en U y poco a poco recorremos el trecho de regreso.

—Entonces, ¿cuál es la siguiente actividad? —pregunta cuando ya se avista la orilla.

—La siguiente es un refrigerio en el salón de fiestas. Por eso tengo que regresar a ver si ya los del servicio de comidas están instalando todo. ¿Qué vas a hacer mientras tanto?

—Pues ayudar, ¿qué más?

—¿El CEO? Qué barbaridad. Qué clase de asistente pone al CEO a que la ayude con algo tan menial. —Volteo sobre mi hombro—. No dejes que se caiga nada ni te comas la comida, ¿okay?

—Sí, señorita. —Saluda a lo militar.

Poco después llegamos a la orilla solitaria. El chamo que atiende debe estar haciendo una pausa o estará en el baño, yo que sé.

—¿Y ahora cómo carajo me salgo de aquí? —murmuro por lo bajita.

I got you —contesta Carter. Con pura fuerza bruta, rema hasta que el kayak se encaje en la tierra. El armatoste de plástico se bate mientras Carter se levanta para salirse, y mientras intento sostenerme oigo el chapoteo de sus pies en el agua—. Agarra mi mano, güera.

—Aguanta. —Hago fuerza con los brazos contra la abertura del kayak y logro salirme algo. Luego tomo su mano y Carter me hala hacia sí.

El problema es que se me traba un pie con el kayak. Pego un chillido cuando siento que vuelo. Solo veo los ojos color miel de Carter abrirse de par en par y siento sus brazos ceñirse a mi alrededor.

Pero es muy tarde, estoy cayendo sobre él. Pasa un segundo vertiginoso hasta que aterrizo. Dolor estalla contra mi cara y mis rodillas. Abro la boca para soltar un gemido pero algo suave y a la vez duro la detiene. Así que abro los ojos y esta vez grito, porque no sé cómo coño mi cara aterrizó en la de Carter de trompa a trompa.

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