Capítulo 3

PRESENTE 3

Lo primero que hice cuando empecé a reunir un buen dinerito —que coincidió con mi entrada en Bolton Consulting— fue comprarme una camioneta pickup descomunal. Ya sé que me debería preocupar más por el medio ambiente, pero ni cientos de dólares al mes en gasolina me han curado de mis traumas.

Cada vez que me monto en un carro, sea de conductora o pasajera, mi pajúo cerebro de mierda me transporta a esa noche en la que mi mundo se derrumbó. Íbamos en el carro de Gustavo. La culpa no la tuvo el medio de transporte en lo más mínimo. Pero mi cerebro no entiende eso e igual dispara un cóctel de hormonas de estrés que si no las manejo me lleva a un ataque de pánico.

Eso es lo peor que le puede pasar a uno en pleno tráfico de Miami. Lo digo por experiencia.

—Piensa en algo positivo. No todo lo que has vivido en carros es malo —me digo en voz alta, apretando el volante hasta que mis nudillos se tornan blancos de la presión.

Alguien cornetea y obviamente no es hacia mí. Los vidrios ahumados son tan oscuros que los demás conductores no pueden ver que soy una catira medio bajita y no un físicoculturista con ganas de sobrecompensar. El problema es que la cola no avanza y entre más me tarde en llegar al trabajo, más me tardo en salir de mi carro y poder respirar de forma normal.

—A ver —vuelvo a hablarme con voz temblorosa—, piensa en la vez que ibas ensaunchada en la parte de atrás de un carro entre dos chamos hermosos.

Aunque en aquél entonces, Gustavo todavía no me parecía tan bello...


PASADO 1

—¿Maricos, ustedes están locos? —pregunta muy muerto de la risa un amigo desde el puesto del copiloto. Estamos en un semáforo rojo y por eso está volteado apuntándonos con un dedo y carcajeándose a todo pulmón.

A mi derecha, Rubén García hace un sonido con la garganta que no significa nada. Seguro que ni oyó el comentario. Lleva todo el rato mandando mensajitos por PIN sin pararme la mínima bola, con todo y que estoy pegadita a su costado y llevo todo el semestre poniéndole el ojo. Es un trigueño de esos que me parten, de ojos y cabello oscuro, piel tostadita, y unos músculos que le dan un relieve muy lindo a su ropa. Si se desliza me lo como, pero como que prefiere comerse a su Blackberry.

—¿Qué habláis, mamagüevo? —contesta sin mucho interés tampoco el que está a mi izquierda. Este es un chamo que se llama Gustavo Chacón, y lleva todo el rato con el codo en la puerta, el mentón sostenido por la mano y su atención en el correr de la calle fuera de la ventana. La única razón por la que se unió a este grupo de estudio raro es porque es amigo del colegio de Rubén y a donde va el uno, va el otro.

—Es que solo ustedes pueden ir ahí atrás, todos aburridos, cuando tienen a la caraja más popular de la escuela sentada en medio. —Esto lo dice la conductora y me lanza una mirada rápida por el retrovisor—. Sin ofender.

No puedo decir que sí estoy ofendida. No por lo de que soy la caraja más popular de la escuela de derecho, que sí lo soy. Y no lo digo por echonería porque hubo una votación en Facebook. Sino por lo de que con la bola que me paran estos dos me voy a hacer un collar. O bueno, por culpa del celular de Rubén. Gustavo es chévere pero un X.

Ya va, ¿y si Rubén le está escribiendo a otra coña?

—Ay, perdón. No sabía que se le tenía que rendir pleitesía a Miss Abogacía 2006. —Gustavo se ríe de su propio chiste maluco—. ¿Cómo se le admira mejor? ¿En silencio o tirando versos?

—Uy, en silencio por favor. —Me estremezco de solo pensar en los cuasi cumplidos que pueden salir de la mente de un maracucho, sarta de cochinos que son.

—¿Que qué? —dice de pronto el muy pelmazo que estoy intentando levantarme. Parece que al fin ha terminado su conversación y ya repara en que hay seres humanos en su vecindad.

—Sois lo peor. —El copiloto sacude la cabeza y se vira hacia el frente de nuevo.

Lo que es más, estoy de acuerdo. Siquiera Gustavo ha notado mi presencia.

—¿Yo qué hice? —Rubén dirige la pregunta hacia mí y lamentablemente su expresión de confusión es muy cuchi. Me hace quererle dar otro chance.

—¿Qué te tenía tan ocupado? —Intento sonar casual pero creo que destilo curiosidad por los poros.

—Mi primo, que anda montando una caimanera pa' más tarde porque apostó una caja de cervezas con un vecino a ver quién puede anotar más goles. —Pone los ojos en blanco como si el pendejo del cuento fuera su primo y no él.

Bueno, al menos no estaba ocupado con competencia para mí.

—Tranquila, princesa —susurra Gustavo en mi oído—, que él es medio caído de la mata pero cuando se entere que le tienes ganas te da viaje.

Lentamente volteo hacia mi izquierda, pero ya Gustavo ha tornado su atención a la ventana de nuevo. Sin poder ver la expresión de su cara, no puedo asegurarme de que las palabras de verdad salieron de su boca o las aluciné. Y si los del frente no están mamando gallo al respecto, es porque no las oyeron.

La única prueba que tengo es la piel de gallina que me dejó. Y es que resulta que el Gustavito tiene una voz de macho muy sexy cuando habla así bajito. De esas que parecen terciopelo en el oído.

Guarever, como dice mi vecina Dayana. El que me gusta es Rubén, y no estoy en el negocio de jugar con varios a la vez.


PRESENTE

Me doy cuenta de que tengo una sonrisa bobalicona en la cara cuando finalmente estaciono mi Dodge RAM en mi puesto de siempre. Esa fue literal la primera vez que sentí algo por Gustavo.

Pensar en él es una lotería. A veces me desgarra, pero otras veces me insufla vida. Menos mal que esta vez fue lo segundo y no me dio un yeyo al volante antes de siquiera empezar el día de trabajo.

Cierro la puerta del carro al bajarme con tanta furia que se estremece la cabina. Con pasos seguros, atravieso el estacionamiento del edificio donde está Bolton Consulting en pleno Brickell. A pesar de que esta vez no salió mal, no quiere decir que me haya curado de mi ansiedad.

Tomo la entrada lateral hacia el lobby y mis pasos hacen eco contra el mármol de los pisos y las paredes, así de vacío está. Chequeo mi reloj y es porque he llegado casi cuarenta minutos más tarde de lo normal. Presiono el botón del ascensor con violencia y hago malabares con mi cartera y mi maletín hasta que doy con mi iPad. Un suspiro de alivio sale de mi boca cuando constato que no perdí ninguna reunión para mí ni para Carter.

—Buenos días, Valentina.

Por reflejo, observo al que se acerca sobre mi hombro aunque reconozco la voz.

—Hola, Josh. —Ofrezco mi sonrisa de secretaria bien pagada.

Josh Webber es el primer empleado de Bolton Consulting, después de que Carter la fundara, y es ahora el CTO. Como chief technology officer se encarga de todo lo relacionado a la tecnología detrás de los productos digitales de la compañía, y es que estudió ingeniería informática en MIT con Carter.

—¿Ya nuestro jefe revisó mi propuesta? —Se planta a mi lado, de frente a las puertas cerradas del ascensor.

—En eso está —contesto con diplomacia, porque Carter no ha revisado un bledo. Ayer tuvo como mil reuniones y cuando tuvo una pausa, lo único que hizo fue comprar un par de aretes para la siguiente víctima en su larga lista de candidatas fallidas.

—¿Se lo puedes empujar en la lista de prioridades? Sé que tú tienes mucha influencia sobre él. —Me levanta una ceja, gesto que no me agrada.

No hay una inflexión especial en su voz pero una compañía donde está terminantemente prohibido tener relaciones personales entre jefes y empleados, con un jefe que es el colirio de los ojos de todo el personal, una tiene que tantear todo con delicadeza. Sobretodo cuando una está forever alone, como dicen los gringos.

—Claro, yo le vuelvo a dar otro recordatorio.

—¿Y de resto cómo va todo con él? —El ascensor se abre y entramos a la vez. Josh marca el penthouse, que es donde estamos nosotros—. Casi no lo veo estos días de lo ocupado que está.

—Pues, él está... —El resto de mi respuesta se muere antes de salir de mis labios porque una mano se atraviesa entre las dos puertas. El ascensor se abre de nuevo y la cabeza que se asoma es nada más y nada menos que la de mi jefe—. Aquí —termino diciendo.

—Buenos sean los días —anuncia Carter, machucando el español a propósito porque sabe que me saca la piedra. De hecho, enseguida nota que estoy apretando los dientes con ganas de corregirlo y le brillan los ojos.

—¿Éste es el nuevo uniforme de Bolton Consulting? —Josh se cuaja de la risa ante el look de Carter.

Todavía lleva su ropa de crossfit. O sea, una franela de lycra que se puso en spray porque no concibo cómo se metió en algo que le queda tan apretado, y unos monos deportivos un poco más sueltos pero que no por eso sean muy profesionales que digamos. No es que me lo esté buceando, pero las rodillas de la gente normal no tienen tanto músculo.

—Me lo voy a pensar, esto es mucho más cómodo —bromea Carter con su acento despreocupado mientras se monta en el ascensor.

Le lanzo una mirada que claramente dice «ni se te ocurra».

—Ay, relax mamá. Aquí en la bolsa traigo la ropa de gente seria.

—Carter, soy más joven que tú. ¿Cómo voy a ser tu mamá?

—Es verdad. —Asiente con demasiada seriedad como para que le crea—. Mi mamá es menos regañona.

Estoy a punto de darme una palmada en la frente cuando de pronto ocurre algo como de película de terror.

El ascensor hace un estruendo y se detiene. Las luces se apagan y cuando la claridad regresa es más tenue porque son las luces de emergencia.

—Uh oh —murmura Josh a mi derecha.

—Ah pues ahora sí que llegaremos tarde —comenta Carter a mi izquierda.

Yo pestañeo sin decir ni pío. Si esta situación llega a oídos de Lauren y Amy, la de recursos humanos, me harán la vida imposible. Pero no es eso lo que me causa horror, sino que conozco dos pajaritos que se enamoraron perdidamente después de estar atrapados por horas en un ascensor. Y yo tengo cero ganas de meterme entre dos amigos otra vez, considerando cómo me salió eso la última vez.

Pero bueno, estoy segura de que esto no va a durar siete horas y pico. Mi vida no tiene tanto sentido del humor.

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