Capítulo 11
PRESENTE 11
¿Dónde carajo está el rimel?
Ya he volteado todo el estuche de cosméticos sobre mi cama y no aparece. Voy a mi mesita de noche y abro la gaveta. Hago un desorden en lo que estaba ordenado en busca del tubo negro, y naiboa caracatoa.
—¡Mamá! —llamo sobre mi hombro hacia la puerta abierta de mi cuarto—. ¿Sabéis dónde está mi rimel?
Desde la cocina, el traqueteo de mamá lavando platos a mano cesa por un instante. Se rehúsa a usar el lavavajillas porque dice que no hace tan buen trabajo como ella, y por eso siempre llega tarde a su trabajo.
—¿El qué?
—¡Mi rimel, dije!
—¿Que te mime?
Un ruido de horror mezclado con risa se escapa de mi garganta. En pies descalzos, me acerco a mi puerta para gritar otra vez.
—¡El rimel de las pestañas, mija!
—No soy tu hija ni tu cobija —devuelve ella, como si eso fuera lo más importante de la conversación. Esta navidad le regalo aparatos auditivos. Ya cuando los tenga en mano no me los va a negar, y tampoco va a poder seguir pretendiendo que sus oídos son lo que eran antes.
Me aparezco en la cocina y me planto al lado de ella con mis manos en mis caderas.
—El rimel, mami. ¿Sabéis dónde está? Que sino me veo como un fantasma. —Le señalo mis ojos medio maquillados, con una sombra en tono coral que resalta la forma de mis ojos, pero mis pestañas amarillas desnudas que pareciera como si no existieran.
En vez de observar eso, mami mira hacia abajo. No se puede tener pena con la madre de una, pero aquí es cuando me acuerdo que todavía no me he vestido. Siempre me maquillo primero antes de ponerme la ropa del trabajo para evitar que le caigan las cremas y los polvos. Y a ver, tampoco tengo puesta ropa interior de modelo de catálogo. Hasta diría que la mía es más modesta que la de mi propia madre, pero igual como que me da penita. Sobretodo cuando su atención cae en la cicatriz que me quedó en el costado.
Hago vuelta en U y me voy a mi cuarto. Puedo ponerme el rimel ya vestida cuando lo consiga.
Detrás de mí oigo el chasquido de mami quitándose los guantes de plástico. Luego se hace un silencio tranquilo hasta que entra a mi cuarto mientras me visto.
—Ay, gracias. —Agarro el tubo de su mano y termino de abrocharme los pantalones. Me gusta más usar falda, pero todavía tengo las rodillas vendadas después del rollo en el evento de la compañía la semana pasada.
Transacción ya hecha, esperaría que mamá se regresara a su faena favorita. Pero no. Se cruza de brazos y se apoya del marco de mi puerta, observándome mientras me pongo el rimel para dejar de parecer muñeca de porcelana de película de terror.
—¿Qué? —pregunto ahora retrocediendo para agarrar una blusa blanca sedosa del closet.
—Mija —contesta ella—, ¿por qué cojoro seguís soltera si todavía tenéis ese cuerpazo?
Me congelo en pleno acto de abrocharme la blusa y levanto la cara. Que por cierto, la siento ponerse caliente.
—¿Qué habláis, ma?
—Es que no entiendo. Los hombres son incapaces de resistir eso, es decir, que la que se resiste sois vos. ¿De verdad no hay nadie que te interese?
—No. Nadie. —Frunzo el ceño pero pongo mi atención en cerrar bien la blusa y meterla en los pantalones.
Lo último que quiero es andar mostrando lo que no se debe a cualquiera.
—Valentina... —Mamá agarra aire para decir lo que ha estado repitiendo por varios años—. Tenéis que dejarlo ir, mi amor. Él no querría que siguieras solita el resto de tu vida y...
«Y no siempre me vais a tener aquí contigo», remato en mi mente.
—Y algún día yo también te me voy a morir —completa ella. Misma idea.
—Estoy bien así, mami. ¿Veis? —Desplazo mis manos en el aire señalándome a mí misma—. Sana, en una pieza aunque con un hígado más chiquito, con un trabajo estable y un 401(k) más sano todavía que yo.
Esa es una de las cosas que aprendí rapidito al llegar a este país. Había que conseguir un trabajo con el que uno se pudiera financiar una pensión, que es eso del 401(k), y junto con que entré a Bolton Consulting empecé a meter cada céntimo posible en asegurarme que aunque llegue a la vejez sola, la pueda llevar dignamente como mi mamá. ¿Qué más me hace falta?
Mami suspira.
—Esto tampoco es lo que yo quería pa' ti, mija. Te merecéis algo como lo que tu hermana tiene.
—Guácala. —Arrugo mi nariz pero sonrío para que vea que es en broma—. Total, buenísima la charla pero me tengo que ir porque sino llego tarde.
Me guindo la cartera del hombro y saco mis zapatillas negras de punta fina del closet, pero mamá no agarra la pista de que esto debe ser el final de la conversación.
—Decime la verdad, Valentina Lucía. ¿Segura que no hay nadie en tu empresa que te pique el ojo?
—No —contesto con tranquilidad mientras me quito las Crocs de estar en la casa y me pongo las zapatillas junto a la puerta.
—¿Segura? Porque ese jefe tuyo está como quiere. —Me echa una mirada de brollera pescando por chisme y no le doy nada—. Si yo estuviera veinte años más joven me lo como.
—¡Mamá! —No puedo evitar reírme—. Aún así serías demasiado mayor para él.
—Aja, entonces agárralo vos.
—Me voy, chao.
—Que Dios te bendiga. —Después de una pausa mínima dice—: En serio, muéstrale todo eso que yo te di y ese hombre es tuyo.
—La la la no oigo nada. —Cierro la puerta con ella adentro y yo afuera y le pongo llave rápido, sino va a seguir con la cantaleta.
Cada vez que Carter ha ido a algún evento con mi familia, mami me echa unas miraditas de esperanza a las que siempre les he sacado el cuerpo. Pero esta es la primera vez que me ataca con esto directamente.
Inmediatamente sé que es culpa de Dayana y Bárbara. Las dos viejas chismosas esas fueron las primeras en empezar la campaña que ellas llaman «Valentina y Carter sentados en un árbol besándose», como la cancioncita que los niños gringos cantan para burlarse de algún amiguito o amiguita que tiene su primer enamoramiento. La aprendí cuando Adriana, mi sobrina mayor, llego llorando a la casa hace cinco años porque las amiguitas se estaban burlando de que a ella le gustaba un niñito de su clase.
—Voy a tener que hablar con las dos metidas esas —murmuro por lo bajito mientras voy ya montada en mi camioneta y rumbo a la oficina.
Es urgente que las convenza de abandonar esta idea descabellada, antes de que se me meta entre ceja y ceja a mí también.
Casi cinco años pasaron desde la muerte de Gustavo hasta que yo pude siquiera contemplar la posibilidad de salir con otro hombre. Ni hablar de una agarrada de manos o un beso. De hecho, cuando empecé a tener las primeras citas, los hombres me dejaban botada rápido porque yo no quería rondar todas las bases con ellos. Y si hablaba de que yo buscaba amor y matrimonio, aún con más velocidad me bloqueaban y chao contigo. Este cuerpo que supuestamente ellos no resisten solo me ha servido para atraer a puros babosos que solo piensan con lo que les guinda entre las piernas.
A estas alturas, y sospechando lo que mi ginecóloga sospecha, es así como ya pa' qué. Si se me aparece un marido en el camino, bien, pero no me voy a volver un ocho intentando buscar lo que no se me ha perdido.
Y mucho menos en una ciudad llena de narcisos y vanidosos donde yo no traigo mucho a colación. Mamá me ve bonita por los ojos del amor, pero yo he aumentado como quince kilos comparada a cómo era en mi juventud, y ya tengo algunas canas. No me he hecho cirugías plásticas ni puesto botox, no me la paso en salones de bronceo, ni hago cuatro horas de ejercicio diario. Tampoco soy una heredera millonaria como para compensar por la falta de perfección física. En resumidas cuentas, ya no soy el paquete que buscan los hombres aquí.
Le doy las gracias al cielo que llegué sin percances a la oficina, y me apuro hacia mi escritorio. Ya nadie habla pendejeras de mí con Josh o Carter, así que finalmente es una mañana normal.
Guindo mi cartera en el perchero de mi oficina, y me instalo a encender mis dispositivos. Hoy lo más importante en la agenda es un almuerzo que tiene Carter con un potencial cliente, y también asegurarme de que revise el email que le envié la semana pasada con una invitación a una conferencia de emprendedores.
—Ya va, ¿qué es esto? —Me acerco a la pantalla y le hago doble click a un bloque en su calendario. Solo lleva por título la palabra «privado», pero no hay detalles más que el asunto va de las seis hasta las ocho y media de la noche.
—Buenos días, ¿cómo están tus rodillas?
Levanto la mirada. Carter entra a mi oficina con una sonrisa de catálogo. No es suficiente para capturar mi atención.
Lleva camisa blanca. Eso solo puede significar una cosa.
Mis ojos se desvían de nuevo al bloque privado en su calendario. Luego a la camisa blanca.
—¿Tienes una nueva cita?
—¿Cómo sabes? —Respinga de la sorpresa.
—Camisa blanca, bloque privado en el calendario. —Hago una pausa y me obligo a poner una sonrisa—. Es lo que siempre haces cuando tienes una cita.
—¿Tan predecible soy? —Arruga la cara y la baja para inspeccionar su camisa—. Es que es más fácil causar una buena impresión si uno se viste bien pero medio genérico.
También las camisas blancas resaltan más su figura, pero eso me lo quedo.
—¿Y cómo conociste a la siguiente candidata? —Al instante después de preguntarlo lo lamento. Carter no es misterioso sobre su vida privada, pero yo normalmente intento no meterme mucho en este tema. Suelo enterarme de las candidatas ya cuando han sido rechazadas.
¿Por qué coño tuve que preguntar? De verdad no quiero saber nada.
La boca de Carter se mueve formando palabras, y al menos la mitad de la respuesta no me ha entrado en la cabeza. Hago esfuerzo extra para prestar atención.
—...del restaurante donde fui con Cooper el sábado, y bueno, se ve simpática así que vamos a ver.
—Pues buena suerte, ojala esta sea la futura nueva madre de tus hijos. —Siento mi sonrisa tornarse más amplia y no sé por qué, porque el café que tomé en la mañana está librando un duelo contra la arepa con jamón y queso del desayuno.
—Gracias. —Carter hace una pausa y sus cejas se contraen levemente—. Tampoco nos adelantemos tanto.
—No, claro. Hay que ser realista. Que te vaya bien en la cita de hoy. Luego se verá, ¿no? —Por favor, alguien cálleme la jeta que no quiere parar de escupir guebonadas.
—Así mero. —Pestañea, sin duda también sorprendido con mi comportamiento—. ¿Estás bien?
No.
Pero así me muera en el intento, voy a fingir que sí.
—Por supuesto. Tienes una reunión con legal en quince minutos y que no se te olvide el almuerzo con los de Nueva York.
Por fortuna, eso cambia el tema a asuntos del trabajo. Carter entra a su oficina un momento después, y hago un ejercicio de respiración que me enseñaron para prevenir ataques de pánico. Excepto que esto no es para nada uno de esos.
¿O sí?
Es que no puedo creer lo que estoy sintiendo. ¿Nauseas? ¿Rabia? ¿O impotencia? No me digas que... ¿celos? Es imposible que esté molesta porque Carter va a salir con alguien. Eso no tiene nada que ver conmigo.
¿Pero por qué tengo ganas de llorar?
¿Acaso he desarrollado sentimientos hacia mi jefe? ¿Con el que no puedo tener nada porque sino me botan del trabajo?
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