Capítulo 1

PRESENTE 1

—Tía Valentina, faltas tú. —Martina, la hija mayor de Bárbara, mi amiga de la infancia, se voltea hacia mí con una sonrisa de muchos kilovatios—. ¿Cuál es tu historia de romance?

La vida siempre te da sorpresas, a veces buenas y a veces malas. No sabría definir la de este momento, aunque sí me hace ahogarme en un sorbo de papelón.

El papelón baja por el ducto que no es y empiezo a ahogarme con violencia. Lamento informar que parte de la bebida escurre por mi nariz. Parece como que la quemazón dentro de mis vías respiratorias me agrava la tos. Ya no recuerdo cómo se siente respirar de forma normal. Mi vida se ha convertido solo en tos, dolor, golpes en el pecho y grandes bocanadas de aire que no parecen remediar el problema.

En todo mi drama, no se oye ni pío alrededor. Mi hermana y su marido, que se cayeron dentro de su piscina hace rato, ya no chapotean. Los chamos, hijos de mi hermana y de mis amigas, deben estar tan confundidos por mi reacción exagerada que no atinan a reaccionar. Pero los adultos sí saben qué me pasa, y la lástima que siempre sienten cuando este tema se asoma así sea tangencialmente los debe tener enmudecidos.

Lástima. Eso es lo que siente quien se entera de mi historia. Lo he oído todo, desde «pobrecita» hasta «no sufras tanto, si puedes enganchar cuando quieras» e incluido el clásico «pero si eso fue hace tantos años, ¿por qué no lo superas?».

Así como si el duelo prescribiera como un crimen que nunca fue reportado.

Cuando ya puedo medio abrir los ojos, estiro la mano para agarrar un vaso de agua de no sé quién y me lo bajo de un solo trago. Con una servilleta limpio mi nariz —y toda mi cara, que ahora está totalmente asquerosa— y levanto la mirada hacia Martina. Mi pobre sobri observa a su mamá con cara de «¿y yo qué hice?».

Aclaro mi garganta, y las miradas que se habían desviado regresan a mí. Intento poner una sonrisa amena, tipo las que tengo que usar en el trabajo cuando mi jefe se porta más pelmazo, o como cuando la de R.R.H.H. y la asistente que me detesta se ponen a cuchichear cuando paso por ahí.

Bárbara y Dayana, que son las personas que más me conocen en este planeta, intercambian una mirada que conozco bien. Es la que dice que no las estoy engañando ni un poquito, pero me van a dejar salirme con la mía por la famosa lástima.

—No tengo. —Me freno en seco y sacudo la cabeza. Casi todos aquí presentes saben que dejarlo hasta ahí sería mentir—. O bueno, de romance no es porque el romance debe tener final feliz para que sea romance. Mi historia parecía romance pero terminó en tragedia. No creo que tengas ganas de oírla.

El silencio es tan profundo que solo se oyen los grillos que chillan durante un atardecer en el sur de la Florida. Una brisa suave hace música con las hojas que chocan contra otras. Si uno presta atención, en la distancia se oye el televisor de uno de los vecinos que está viendo un juego de fútbol americano a todo volumen.

Martina mira a su mamá como buscando confirmación de que acabo de decir la verdad, y no de que me estoy queriendo librar de contarle todos mis secretos como hicieron su madre y sus tías.

Bárbara frunce un poco su nariz en un gesto tan parecido a los de su marido. Por otro lado, Dayana quizás todavía está sensible después del parto porque se le agúan los ojos y sin decirse ni una palabra, su esposo le pasa la mano por el cabello hasta que se calma. Por el rabo del ojo, noto como mi cuñado ayuda a mi hermana a salirse de la piscina. El papá de Bárbara ayuda a su mamá a servirse más ensalada en el plato, y la mamá de Dayana le susurra no sé qué en el oído a su esposo y padre de mi amiga.

Hago contacto visual con mi mamá que se sienta frente a mí. Es la única que me entiende. Perdió a su esposo, mi padre, cuando Valeria y yo éramos solo unas niñas, y ha tenido que vivir por más de treinta años sin el amor de su vida.

Al menos ella se casó con él y tuvo dos hijas. Yo ni siquiera eso. Lo perdí antes de que nos casáramos.

—A ver, no arruinemos la fiesta. ¿Será que ponemos algo de música? —Le meneo una mano a DJ Salomón, excepto que se saca el celular de los chores y chorrea tanta agua que estoy segura que el dispositivo ha llegado a su fin.

—Yo me encargo —anuncia el señor Aristóteles, papá de Bárbara, dándose una palmada en los muslos y gruñendo al intentar levantarse.

—¡Eso! Pon unas guarachas —contrapuntea el señor Sócrates, padre de Dayana, y amigo entrañable del señor Aristóteles.

—Se armó. —Mi mamá se ríe, y solo Valeria y yo distinguimos el sutil tono forzado en su voz. Sé lo que están haciendo todos, cambiando el tema para que yo no caiga en un espiral. Me molesta a la vez que se los agradezco.

—Valentina, ven conmigo —dice mi hermana desde atrás. Parece pollo remojado con ese chapuzón en la piscina después de que terminó de contar la historia sobre cómo ella y Salomón se enamoraron tras siete horas encerrados en un ascensor, hace como veinte años. Valeria tiene una expresión de esas como la que usa con sus hijas cuando se portan mal.

Me apunto el pecho con un dedo y levanto mis cejas. Ella asiente y pone sus manos en su cintura.

«Miarma, ¿y por qué la que va a salir regañada soy yo?» me pregunto para mis adentros. ¿Será que considera que corté a Martina de forma demasiado tajante? Pero mi sobri ya está distraída con su prima Amanda, así que no puedo deducir esa conclusión basada en su expresión.

Empujo la silla hacia atrás y me levanto para seguir a mi hermana. Alguno de los yernos debe estar ayudando a los filósofos a poner unas guarachas de hace como sesenta años en el equipo de sonido de última generación, y el patio vuelve a sonar como que la gente la está pasando bien y no como que esto es un funeral.

Valeria chorrea agua de piscina en su cocina pero como que no le importa mucho. Se seca con una toalla medio mojada que agarró en el camino y se da la vuelta hacia mí.

—¿Cómo te sientes?

Pestañeo.

Su voz, su cara, la gravedad en sus ojos... todo su ser está en modo psicóloga profesional. Como si yo necesitara una sesión de terapia en este instante. Cruzo mis brazos.

—Yo bien, ¿por qué preguntas?

—A veces cuando el tema de Gustavo te cae de sorpresa se te disparan la depresión y la ansiedad. ¿Estás tomando tu medicación?

—Sí, mamá. —Pongo los ojos en blanco—. Estoy bien. Los monstruos en mi cabeza están a raya. —No le puedo decir que solo oír «su nombre» me ha disparado un chorro de cortisol en mi pecho que me está revolviendo los perrocalientes en el estómago.

La duda en su cara es casi ofensiva sino fuera porque tiene algo de mérito. Hago un esfuerzo por personificar calma.

—No me engañas, Valentina.

Suspiro.

—Te voy a decir la verdad. Esta conversación me está amargando mucho más que la pregunta inocente de Martina.

—Solo me preocupo por ti. Todos nos preocupamos.

—Quizás si se preocuparan menos, tendría menos recordatorios de... Y bueno, no me daría un down a cada rato.

—Entonces, ¿segura que estás bien? —pregunta, ignorando mi punto por completo.

—Que sí. ¿Hasta cuándo?

—Trae el quesillo, pues —ordena después de una larga pausa de observarme de pies a cabeza.

Yo le saludo como los militares y giro hacia la nevera, dándole mi espalda a Valeria. Así no ve cómo mi cara seguro se está poniendo cada vez más roja con el esfuerzo que tengo que hacer para contener las repentinas ganas de llorar.

Nunca les he dicho, porque de hacerlo dejarían de hacer quesillo por el resto de nuestras vidas, pero era el postre favorito de Gustavo Chacón, el que fue mi mejor amigo en la universidad. Mi novio. Mi prometido por tan solo unos meses. El hombre con el que me iba a casar... pelearnos todos los días y enamorarnos otra vez, tener hijos y hacernos viejos juntos.

Pero la providencia no lo quizo así y se lo llevó. Esa parte la entiendo ahora, después de muchos años de oración y terapias. Lo que nunca he podido entender es por qué tuvo que morir en mis brazos. Y por qué yo tuve que sobrevivir eso.

Si la vida es una prueba constante, éste es el examen que nunca he podido pasar y que me mantiene atascada en este nivel. Mis amigas y colegas corren por la vida como si fuera una carrera en hipódromo y yo soy el caballo que no sale del establo.

Según mamá, papá siempre decía que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, pero parece que yo soy la evidencia de lo contrario. Saco el molde de quesillo de la nevera y para mis adentros me digo el mantra de mi vida pos tragedia: «ni se te ocurra llorar, Valentina».

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