Capítulo 1

—¡Feliz cumpleaños!

Me sobresalté tras el grito colectivo de mis padres y mi hermanito pequeño, del cual escuché los pasitos acelerados, hasta sentir su peso encima de mí en la cama. Me tapé la cabeza y gruñí molesta por haberme despertado del maravilloso sueño que estaba teniendo. No era nada buena en las mañanas. No cuando siquiera había podido tomarme mi leche con cereales a tope de azúcar, para así despertar mis neuronas perezosas. Quería seguir besando a Mario Casas, joder...

—Sara, no seas irrespetuosa —Me regañó mi padre dándome una palmada en el trasero sobre las capas de cobija.

Con un suspiro y con la maraña de cabello entorpeciendo mi visión, me destapé y un escalofrío me erizó la piel.

—¿Qué estamos en el polo norte? Dios, voy a congelarme —tirité para dar más énfasis a mis palabras, abrazándome a mí misma envuelta en un pijama de terciopelo, provocando una risita por parte de mi hermano.

—No seas exagerada, sopla —Mi madre se acercó llevando un minipastelito de chocolate, con una escueta velita encendida, encima del glaseado. El número dieciocho estaba mal pintado con lo que supuse sería sirope de fresa.

Sonreí e hice lo que me dijo pidiendo mi deseo: que la secundaria pasase lo más rápido posible. Cuando besé a cada uno de ellos y tras prometerle a Juanito que jugaríamos a los monstruos cuando llegase de clase, miré la hora en el reloj despertador, una vez se fueron de mi cuarto.

—Joder... —maldije, escuchando el grito de mi madre diciéndome que no fuera malhablada—. ¡¿Cómo haces para enterarte de todo?! —grité para que me oyera, sin embargo, no recibí respuesta.

Cerré los ojos unos segundos, dejándome caer hacia atrás sobre las almohadas. Quedaba media hora para que sonase la alarma y dudaba mucho poder conciliar el sueño. Pataleé enfadada, deshaciéndome del nudo de mantas, sábanas y colcha, saliendo de la cama de un salto. En el baño me paré frente al espejo, era un auténtico desastre.

Unas incontrolables ganas de hacer pis me hicieron correr al inodoro y como cada mañana una sensación rarísima me hizo mirar hacia mi entrepierna. Hacía como unos tres años que venía padeciendo una especie de incomodidad, no mala, sino simplemente extraña. Según Oriana lo que me pasaba era un claro signo de que necesitaba ser desvirgada de urgencia. Rodé los ojos al recordarlo y tiré de la cadena.

Me desnudé y entré en la ducha cuando la temperatura del agua era la idónea. Como si quisiera arrancarme la piel, básicamente. Automáticamente mis pezones se endurecieron y jadeé en respuesta. No quería darle la razón a esa mujer. Estaba loca. Como si fuera una necesidad tener sexo. Sin embargo, algo pasaba ahí abajo y en cada uno de mis puntos sensibles. Eso o me estaba por llegar la menstruación, que era lo más seguro.

Me estaba lavando el cabello cuando ocurrió de nuevo sin previo aviso. Me agarré a las baldosas y cerré los muslos al sentir el placer recorrerme entera. Era como si me estuviesen acariciando en el punto exacto para hacerme perder la cabeza. El jabón se me estaba metiendo en los ojos, pero era tal la sensación de que me iba a correr que pasó a un segundo plano. Gemí y me tapé la boca para no hacerme oír y que se percatase mi familia.

El orgasmo me hizo caer de rodillas en la ducha y temblando me quedé durante unos segundos hasta que todo desapareció. Mi respiración era errática y mi sexo pulsaba un poco todavía. «¿Pero qué coño me pasa? Si ni siquiera me he tocado», pensé intentando tranquilizarme.

Con mi albornoz calentito y una toalla liada en la cabeza, arreglé mi ropa, tendiéndola en la cama. Un regusto a menta me invadió la boca haciéndome fruncir el ceño. Coloqué mi mano frente a mi boca y exhalé para luego olisquear mi aliento, efectivamente, parecía que me había lavado los dientes. Un mensaje hizo iluminar la pantalla de mi móvil seguido de otro más, haciéndome olvidar lo que había ocurrido minutos antes en la ducha y porqué parecía que me había tragado un tubo entero de pasta dental. «Las superzorras ya están felicitándome por ser un año más vieja», pensé. Me vestí con calma, ya que, gracias a mi querida familia, tenía tiempo hasta de depilarme si tuviera que hacerlo.

Con unos pantalones vaqueros y veinte capas de abrigo, salí de mi habitación, bostezando. La cara de mi madre me hizo cerrar la boca. Ya me la imaginaba en mi cabeza llamándome maleducada. Ella y sus estrictas normas. Gracias a Dios, papá se apiadó de mí, colocándome un gran bol con leche y cereales, con el bote de azúcar a mi disposición.

Juanito chupeteaba sus dedos cubiertos de chocolate, seguro mi pastelito de cumpleaños. Le saqué la lengua cuando lo vi burlarse de mí por tal hecho.

—¿Tienes planes para hoy, pichona? —La voz de mi padre cuando me llamó por ese apodo ridículo y que amaba tanto, hizo que tragase la gran cantidad de cereal que me había metido en la boca sin morir en el intento.

—Seguro las chicas me tienen algo preparado —contesté mirando de reojo a la señora de la casa que no tardó en decir algo al respecto.

—No me gusta que salgas de noche —rebatió ella, secándose las manos en un paño y bebiendo un sorbo de café.

—Déjala, tiene dieciocho años, a esa edad ya estabas medio preñada.

La mirada que le lanzó hizo que soltase una carcajada y Juanito me secundase con otra. Mi padre se levantó, le besó la sien y vi cómo las mejillas de mi madre se drenaban de color por lo que fuera que le haya susurrado al oído.

—¿Podéis no contar dinero delante de los pobres? —les dije con humor, haciendo que mi madre se avergonzase más todavía.

Me despedí de Juanito con un beso y dejé a los tórtolos haciendo manitas. Abrí whattsap y contesté a las locas con un gif agradeciendo sus felicitaciones. Laura respondió con un: Ya tienes edad suficiente para emborracharte de verdad.

Reí y agarré mi mochila para después salir de casa. El claxon de mi vecino Jorge me hizo alzar la cabeza y saludarle de lejos antes de acercarme y sentarme en el asiento a su lado.

—Feliz cumpleaños, Sarita —dijo con esa sonrisa ladeada que tan idiota me tenía.

—Gracias —contesté más roja que una amapola.

Llevaba como año y medio enamorada hasta las trancas de su boca, de su cara y de todo él en general. Y más cuando se ponía ese gorro gris para el frío, haciéndolo parecer un chico malo. No lo era, o por lo menos eso creía.

—¿Cómo se siente ser mayor de edad? —preguntó sin dejar de sonreír.

Rodé los ojos, todavía me trataba como una niña pequeña incluso siendo toda una adulta.

—¿Qué sentiste tú cuando lo fuiste? ¿O es que ya eres tan viejo que no lo recuerdas? —le cuestioné de vuelta haciendo que su gran mano palmease mi muslo por la burla impresa en mi voz.

—No soy ningún viejo, niña.

Entrecerré los ojos en su dirección y me mantuve callada durante el trayecto hasta llegar a mi instituto. En cuanto aparcó en doble fila, me agarró de la muñeca antes de que saliera.

—Esta noche haré una fiesta en casa, vente y así celebramos tu cumpleaños juntos —dijo enseñando sus blanquísimos dientes en una sonrisa ladeada.

Me mordí el labio y miré su boca como estúpida. Seguramente se esté dando cuenta, sin embargo, no le veo intención de decir nada al respecto. Asentí porque no estaba muy segura de poder hablar. Me di cuenta tarde cuando vi que se acercaba pero a diferencia de lo que creí que haría, su beso aterrizó en mi mejilla muy cerca de mis labios.

—Hasta esta noche, niña —me guiñó un ojo y yo salí del coche sin siquiera decirle adiós.

Cerré los ojos y abracé mi maleta con fuerza no creyéndome que por fin Jorge parecía fijarse en mí. Tosí cuando sentí mi garganta seca, como si me hubiese fumado una caja de puros y entré corriendo, rezando para que no me haya resfriado. Con suerte, esa noche, pasaría algo entre mi vecino y yo y estaba deseando que pasasen las horas.

***

—Qué guapa te ves, pichona.

La voz de mi padre me sobresaltó haciendo que el eyeliner saliese disparado, pintando el espejo y parte del lavabo en el trayecto.

—Gracias, papá —le sonreí y seguí maquillándome una vez recuperé el lápiz de ojos.

—¿Dónde irás?

—Estaré aquí al lado, en la casa de Jorge. Oriana, Coral y Mariana me acompañan así que estaré súperprotegida y vigilada —le puse cara de buena haciendo que soltase una risa.

—Así me gusta, pero no quiero tener que partirle las piernas al vecino si llega a hacerte algo.

Su frase hizo que dejase de poner rubor a mis mejillas y me giré en su dirección, frunciendo el ceño.

—Papá, Jorge me lleva al instituto desde hace años. Es un buen chico, tú lo conoces.

—También te conozco a ti y sé que estás loca por él. Tiene ocho años más que tú, vive solo y tiene pinta de picaflor.

Resoplé y decidí seguir con lo mío sin contestar a lo que me dijo. Era ridículo. Nunca había intentado nada conmigo, siquiera una mirada insinuante. Aunque una voz en mi cabeza me decía que un día antes, que tuviese algo conmigo, era ilegal. Deseché ese pensamiento y me pasé la plancha por el cabello una última vez. Mi padre se dio por vencido, diciéndome que lo pasara bien y que lo llamara si algo llegase a ocurrir.

Me miré en el espejo de cuerpo entero, sonriendo emocionada. El pantalón de cuero sintético se amoldaba a mis piernas acentuando cada una de mis curvas y el top, aunque revelador, me hacía ver sexi como el demonio. Solo esperaba que en la casa de Jorge hubiera calefacción y así poderlo lucir sin tanto abrigo encima.

Las chicas me avisaron de que estaban esperándome abajo. Me coloqué la chaqueta, un abrigo y una bufanda. Hacía bastante frío y lo que menos me apetecía era constiparme del todo por querer enseñar carne en pleno enero.

Me despedí de todos, no dándole tiempo a mi madre de que me dijera nada de mi ropa. Saludé a mis amigas y todas gritaron eufóricas, cantándome el cumpleaños feliz a todo pulmón. Varias personas que caminaban cerca, se giraron a mirarnos.

La música procedente de la casa de Jorge se escuchaba desde la mía. Desde ahí podía ver la gente que todavía entraba o salía y nos dirigimos hacia allí.

—Si encuentro al amor de mi vida ahí dentro, te perdono haber cambiado los planes de tu cumpleaños —afirmó Oriana arrebujándose en su abrigo de pelos blanco.

—¡Niña!

Dejé de mirarla para girar la cabeza hacia esa voz demasiado familiar para mí. De pronto me sentí mareada como si hubiese bebido una botella de alcohol a morro. Unos brazos fuertes me sujetaron hasta que el mareo se disipó un poco.

—¿Oye, estás bien? —La preocupación inundaba cada una de las facciones de su bonita cara.

—Sí... solo me mareé un poco —notaba la lengua un tanto trabada, por lo que seguramente, no estaba entendiendo mucho de lo que decía.

—¿Ya estás borracha? —preguntó divertido, mirando a mis amigas.

—¡No, estúpido! Acabo de Salir de casa —me defendí, encontrándome un poco mejor.

Un regusto raro en la garganta me hizo tragar duro. Entré en la casa con Jorge a mi lado, con su mano demasiada cerca de mi trasero como para que el frio me abandonara por completo. Dentro hacía todavía más calor, por lo que me quité el abrigo, la chaqueta y la bufanda, quedándome solamente con el top de encaje negro.

Jorge se quedó mirándome fijamente. La música y el leve mareo que aún sentía recorrerme entera, hicieron que me acercara a él. Ya que quería mirarme, que lo hiciera desde cerca. Mis manos acariciaron su nuca, Jorge se pegó a mí por completo y sonreí coqueta sin saber qué coño estaba haciendo y porqué parecía drogada de repente.

No obstante, me encantaba estar tan desinhibida como para atreverme a hacer lo que no había hecho tiempo antes. Me acerqué a su boca, él no opuso resistencia alguna por lo que seguí besándolo hasta que todo me dio vueltas. En algún momento me había llevado con él donde la música quedaba amortiguada tras la puerta de alguna habitación semioscura. Sus dedos arrastraban las prendas de mi cuerpo, acariciando mi piel y poniéndome toda erizada.

—Joder, cómo voy a disfrutar esto... —susurró en mi oído antes de levantarme y ponerme sobre un escritorio.

Noté cómo los objetos que estaban encima se me clavaban en el trasero pero no me podía dar más igual. Gemí en su boca cuando acarició mi sexo por encima de la ropa interior. De pronto la puerta se abrió y escuché:

—¡Jorge, tu novia está aquí! Será mejor que dejes de hacer lo que estés haciendo.

—¿Qué? —balbuceé a duras penas.

Mi visión estaba un tanto turbia y no sabía si reír o llorar. Jorge se vistió deprisa, siquiera me había dado cuenta que no llevaba camiseta y tenía los pantalones desabrochados. Me miró por unos breves segundos y se fue tras pedirme disculpas.

—¡Cabrón! ¡Hijo de puta! —grité a todo pulmón quebrándome la voz.

Ese día comprobé lo que se sentía tener un corazón roto y juré que nunca más iba a pasar.

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