★ prólogo.


 El complejo de casas instaladas en la zona alta de Puerto Stanley, cayó el 7 de Agosto de 1982 ante las Fuerzas de la Armada Argentina y el liderazgo del Brigadier Sota-Moyano.

 La nieve les calaba las rodillas y los huesos cuando los kelpers fueron dispuestos uno a uno debajo de las ventanas de sus propias casas, mientras los soldados revisaban las pertenencias en busca de cualquier prueba que los confinase a un destino mucho más doloroso que la muerte inmediata. Poco apego tuvieron hacia los niños, pues, como notaría después William Logan y el resto de su familia, los soldados argentinos de bajo rango no eran más que adolescentes disfrazados de camuflaje blandiendo armas en nombre de una nación que los había abandonado hacía ya mucho tiempo.

 Su esposa, Margoth, no soltó ninguna lágrima cuando el cañón de una de las pistolas de uso manual de un soldado la hizo inclinarse más contra el suelo con las manos en alto. Dejó desprotegidos a sus hijos en aquel movimiento, y todos pudieron ver los rostros perplejos de Byron y Kingsley, apenas un par de niños que no habían visto nada más que la guerra y la miseria humana.

 Logan nunca antes se detuvo a observar con tanto detalle la casa en la cual habían sido huéspedes durante más de un lustro.

 La madera podrida de la entrada, rechinante a cada paso y a veces amenazando con ceder bajo sus botas y su peso; la cerca que dividía el patio trasero con la parte frontal de la casa, pintada de un rojo oscuro que servía de recordatorio cada año durante las pascuas para manchar su entrada de sangre de cordero; el cristal exterior del tragaluz del ático, ahora un recuerdo de una tarea perezosa que nunca más tendría la oportunidad de realizar.

 El ruido dentro de su vivienda atrajo su atención. Un grito en español, atrajo a demás miembros de la unidad a revolver sus pertenencias.

 Rezar ya no serviría de nada. El cañón ensartado en su nuca, era el único dios al que podía obedecer ahora. Tomó una bocanada de aire ante una orden del Brigadier y cerró los ojos, aferrándose a su último pensamiento: el arrepentimiento. En vez de ver su vida pasar frente a sus ojos, William Logan, de 37 años de edad, sólo pudo pensar en todas las cosas que habría escogido hacer si hubiera sabido que su vida terminaría de forma tan súbita una noche cualquiera en medio de un asedio argentino a su hogar.

 Pensó en su libro de mariposas, incompleto. En su biblia en hebreo sin finalizar, porque nunca terminó de aprender el idioma. En los pétalos de una rosa que guardaba con recelo desde hacía años por miedo a que se estropearan y el aroma de su verdadero amor escapara de él para siempre. Deseó haber tenido más tiempo para leer y escribir. Deseó no haberse refugiado en el punto más lejano del Imperio, creyendo que así podría escapar de una guerra inevitable. Pero lo que más deseó, fue jamás haberse atrevido a experimentar los pecados del que tantos hombres se arrepentían en su lecho de muerte.

 El oficial detrás suyo avanzó más y cuando William Logan creyó que finalmente jalaría del gatillo, el ruido lejano de otro lo sacudió y le provocó las nauseas de un miedo fundado.

 Ante la vulnerabilidad del final, un hombre no era más que un cerdo chillando por clemencia cerca de las pascuas.

 Lloró y gimoteó como un perdedor, como un hombre que no merecía serlo, cuando la voz suave de un niño lo obligó a abrir los ojos, y prestar atención al pedazo de tela que llevaba en sus manos, ondeando a causa del viento.

 La luz escasa de la noche del sur invernal, le dificultó a Logan entender que miraba. Pero como si su cerebro vaticinara una última salida a su destino final, habló:

 — No soy un inglés.

 El niño soldado le levantó el mentón con más fuerza, la escopeta gastada de asalto en sus manos temblaba, lo que la volvía más peligrosa. Logan no sabía si el temblor se debía al miedo inminente de quitar una vida, o al frío y el hambre que pasaban.

 Dijo algo en español, que Logan siguió sin entender, y bramó con más fuerzas, con el escocés deslizándose debajo de la lengua con la misma espesa entonación que siempre.

  —No soy inglés. Not English.

 Uno de los hombres se acercó a ellos ante el atropello frustrado de tenerlos de rodillas, aún esperando el fusilamiento. Sólo entonces, se atrajo la atención de Brigadier de la unidad hasta donde ellos permanecían. Logan y Margoth no se arriesgaron a mirar hacia el costado cuando otra bala impactó en el cuerpo de sus vecinos. Kingsley tenía los labios amoratados y temblaba y tosía de forma escrupulosa. Como si no quisiera llamar la atención de su estado.

 El Brigadier tomó una luz de gas y tanto él como Logan pudieron mirar la tela que colgaba de las manos del muchacho. Tela blanca y azul, con franjas cruzadas en forma de cruz.

  — Not. English.

 Repitió Logan y nunca antes en la vida había sentido una paz tan abrumadora, como la que lo engulló en el momento que el Brigadier Sota-Moyano hizo bajar las armas a sus hombres y niños soldados, y le sonrió con una calidez ajena al contexto.

 Logan descubrió más tarde, que no había mayor aliado que aquel con el que compartías enemigo. No había mayor objeto de repugnancia para un Argentino, que un Inglés. Y para suerte de la familia Logan, lo poco que tenían de Inglés, fue borrado y enterrado en pos de mantenerse con vida. Porque no importaba donde te criaste durante la mayor parte de tu vida, si una unidad de soldados te apuntaba a matar y luego cambiaban de opinión, te callabas la boca, asentías y jurabas lealtad a su bandera, que como la tuya, flameaba en azul y blanco.




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