Prólogo
Día cero.
Corro como nunca por el césped húmedo producto de la llovizna de esta mañana, con los pelos de la nuca encrespados y los oídos aún aturdidos por aquel disparo. En mi mente solo hay una idea fija: ponerme a salvo.
Aunque ya ni sepa lo que aquello significa.
Se que si quiero sobrevivir necesito llegar al comedor del ala norte, a las balas que depositó Lucas en mi mochila hace tan solo algunas horas, salir de allí urgentemente... y en alguna parte de aquel plan llamar a mi novio. El campo de rugby y el bosque que lleva al lago se me hacen interminables presa del pánico y la adrenalina que corre por mis venas. A mi alrededor, la luz cae ya en un manchón de rosas y naranjas cada vez más oscuros.
Con el terror inminente pisándome los talones, me siento correr sin sentido. Como en una escena salida de mis peores pesadillas, donde a mis costados se reproducen hileras de árboles y más árboles idénticos, perfectamente podados, donde nunca se llega al destino.
Con la respiración entrecortada, y después de lo que parecen siglos, freno en seco y llego al puente que atraviesa aquel normalmente hermoso espejo de agua, ahora simplemente un manchón azul oscuro en mi vista, un obstáculo más en el recorrido. Calculo mentalmente, mientras tomo aire, aquel recorrido que he hecho cientos de veces. Cruzar el puente, avanzar tan solo unos 100 metros, atravesar la entrada y el patio principal. Todo para llegar al comedor.
Ponerme a salvo. Otra vez aquellas palabras resuenan en mi mente en su voz protectora.
En el fondo, un grito de ira rompe el silencio del bosque y se siente como si una onda expansiva hiciera mover las hojas en las copas de los árboles. Los pájaros se agitan en sus nidos y algunas aves más temerosas vuelan buscando refugio, como yo.
Despierto del estupor de mis pensamientos y apresuro la marcha por el camino interminable pero, cuando pongo un pie fuera del puente al otro lado del lago, el otro se me enreda en una madera suelta y caigo de bruces.
Estoy frita.
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