Nightmare
La mujer no podía moverse, gruesos grilletes la sujetaban de los brazos y las piernas, incluso podía sentir el pesado metal rodeándole el cuello.
Y frente a ella podía verse la enorme masa de fluidos blanquecinos que rodaban en su dirección. La mujer luchó con desesperación contra sus amarres, pero era imposible romperlos y el metal ya mordía con crueldad su piel.
Creía entenderlo, ¿a cuántas otras chicas no había amarrado de igual manera? Con cadenas en los tobillos y en las muñecas, para que pudieran ser utilizadas por los hombres que pagaban grandes sumas por ellas.
La mujer gritó sus disculpas, pero era muy tarde la enorme masa se acercaba de forma irreversible. Al girar la cabeza fue que las vio, eran aquellas mismas chicas, niñas algunas incluso, aquellas a quienes había engañado y traicionado de la peor manera, quienes detenían sus cadenas y la mantenían en su lugar.
Luchó con más fuerza, mientras rogaba y lloraba por que la dejaran ir, pero las muchachitas solo la miraban con una ligera sonrisa, sin hacer caso a sus súplicas. No le paso desapercibida la relación: esas mismas chicas le habían suplicado por lo mismo, y ella las miró con la misma fría impasividad.
La gran masa estaba cada vez más cerca, la mujer incluso podía oler ya su inmundo y característico aroma, eran las secreciones de todos aquellos hombres sucios a quienes las había entregado. Era el mismo pútrido olor que quedaba en los cuartos una vez que ellos acababan, y al que en varias ocasiones se sumaba el olor de la muerte.
Se sumó al terror un sonido horrible: las chicas que la detenían comenzaron a reír, una risa maquiavélica que lograba helar los huesos por su cadencia baja, no era una risa que reflejara felicidad ni mucho menos, era la risa de alguien que disfruta el mal de otros.
La mujer maldijo a las chiquillas, escupiendo que era su culpa por haber confiado en ella tan fácil y absurdamente, pero la risa macabra pronto ahogó sus gritos y lo único que podía escucharse por sobre ella era el chapoteo de la masa cuya sombra ya había caído sobre ella.
La mujer tuvo una última oportunidad de gritar antes de que la masa por fin la alcanzara y la sumiera por completo en su asquerosa viscosidad. Cubriendo todo su cuerpo sin la menor vía de escape. Intentó respirar, pero sus pulmones se revelaron de inmediato por la entrada de sustancia en lugar de oxígeno, el dolor en su pecho fue paralizante y atroz.
Aun fuera del sueño, sus pulmones se negaban a respirar aquella inmundicia que su cerebro no podía reconocer como irreal, así que no pasó mucho antes de que muriera sofocada.
A un lado de la cama, la figura de cabello largo sonrió, una mueca parecida a la que habían esbozado las niñas durante la pesadilla, aunque mucho más apacible, una sonrisa por un trabajo bien hecho.
Estaba a punto de salir del lugar cuando escuchó un llanto muy bajo dentro de, lo que pensó en un inicio, era un armario. Abrió la puerta y, para su sorpresa, se encontró con una jaula como para perros grandes, en cuyo interior había una pequeña chiquilla de no más de quince años, que lo miraba asustada, aunque se dio cuenta que, en la oscuridad, la niña no podría reconocerlo.
Hizo una seña, con el dedo contra sus labios, para que la niña no hiciera mayor ruido, y estiró una mano para abrir el candado que la retenía. En cuanto quedó libre la figura se alejó y se apresuró a salir del lugar, asegurándose de dejar todas las puertas abiertas para que ella pudiera escapar.
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