Sospechoso

El sonido del disparo reverberó por el pasillo como el eco de un trueno, a la vez que los dos tipos que custodiaban la entrada se esfumaban dentro del domicilio. Era mi oportunidad y no la dejé pasar. Al entrar en el piso me sorprendió que la oscuridad fuera casi total. A lo lejos se escuchaba un murmullo de voces, gritos y algunos gemidos de dolor. Temía que la joven hubiera sido herida, pero era muy tarde para lamentarse. 

Un nuevo disparo retumbó entre las paredes de la casa y a este le siguió otro grito. Quien gritaba era uno de los asaltantes, por lo que deduje que la mujer se encontraba armada y estaba dispuesta a vender muy cara su vida.

Una sombra más oscura que la propia oscuridad cruzó frente a mí a unos escasos tres metros. Era uno de los asesinos y parecía estar retrocediendo, tratando de ponerse a salvo de los disparos que se sucedían de nuevo. El tipo se ocultó tras una pared, sin reparar en mi presencia, por lo que pude acercarme hasta él sin que llegase a verme. Un fuerte golpe en la nuca con mi arma bastó para dejarle sin sentido. Arrastré su cuerpo hasta un rincón y cogí su arma y un par de cargadores que llevaba en uno de los bolsillos de su chaleco. Escuché un ruido frente a mí y al girarme advertí la presencia de alguien que me apuntaba con un arma. «Hasta aquí has llegado», me dije.
—¡Dios mío! —Exclamó Violeta Acevedo —. He estado a punto de matarle.
—¿Se encuentra bien? —Le pregunté.
—Perfectamente —contestó ella sin inmutarse.
—Hemos de salir de aquí.
—Creo que he ahuyentado a esos asesinos. Les he escuchado salir del piso a escape, estoy segura de que la próxima vez se lo pensarán mejor
La próxima vez serán una docena de ellos, pensé yo, pero no dije nada.
Al cabo de un rato, las sirenas de un coche de la policía se escucharon en la calle. Alguien debía de haberles avisado, alertado por los disparos.
—Debería irse, Lobo —recomendó la mujer—. Yo me encargaré de ellos.
Sabía que era una decisión muy sabia, pero negué con la cabeza.
—Me quedo —dije —. Quiero llegar al fondo de este asunto.
Ella asintió y juntos esperamos a que la pareja de agentes llegase hasta nosotros. Entraron en el piso tomando todas las precauciones y con sus armas desenfundadas, pero Violeta Acevedo se acercó hasta ellos con una tranquilidad pasmosa y procedió a relatarles lo sucedido.
—Deberían acompañarnos a comisaría —dijo uno de los agentes y ambos asentimos en silencio.

Después de esperar casi una hora en un despacho de la comisaría y en completa soledad y cuando la paciencia estaba a punto de agotárseme, la puerta se abrió e hizo su aparición un hombre de mediana edad que procedió a sentarse frente a mí. Tenía toda la pinta de un inofensivo funcionario. Piel pálida y macilenta, gafas descansando sobre su ganchuda nariz y grandes y oscuras bolsas bajo los párpados, sinónimo de alguien que nunca duerme bien.
—Debe perdonarme por haberle hecho esperar, señor...
—Puede llamarme Lobo —le atajé antes de que pudiera pronunciar mi nombre.
—¿Lobo?... Como deseé. Soy el inspector Rojas y...
—¿Cómo está la señorita Acevedo? —Le interrumpí.
—Ella se encuentra bien. Demasiado bien, diría yo, dadas las circunstancias. Explíqueme cuál es su versión de los hechos.
Le expliqué todo tal cual había sucedido, mientras el policía me escuchaba con atención.
—Creo que hace un par de días ocurrió un lamentable incidente, ¿no es así, señor Lobo? Don Julio Acevedo, el tío de la señorita Acevedo, vino a denunciar un crimen. Por lo visto, su sobrina Alicia Acevedo había sido brutalmente asesinada. Estrangulada, según reveló la autopsia.
—¿Estrangulada? —Pregunté, extrañado.
—Así es. ¿Conocía usted a la víctima?
—No —negué.
—¿Y cuál es su relación con la familia? ¿Puede explicármelo?
—La señorita Alicia Acevedo me contrató para encontrar a su hermana desaparecida —expliqué.
—Es usted detective privado, ¿verdad?
—Así es. Tengo la licencia en regla y...
Esta vez fue el inspector de policía el que me interrumpió.
—Fue usted policía, según tengo entendido, fue expulsado del cuerpo por la brutal agresión a un compañero. Le mandó usted al hospital y estuvo a punto de morir. En el juicio posterior le condenaron a usted a prisión.
—Es correcto, aunque no creo que eso guarde relación alguna con el caso que nos ocupa.
—Discúlpeme, pero seré yo quien decida qué guarda relación o no con este caso. Es usted una persona violenta, señor Lobo, y no es el primer incidente en el que se ve relacionado. Fue usted quien encontró el cuerpo sin vida de la joven Alicia Acevedo y...
—¿Qué está insinuando, inspector?
—No trato de insinuar nada. Tan solo estoy tratando de aclarar los hechos. Primero una de las hermanas muere asesinada y esta misma noche alguien trata de acabar con la vida de la otra. Lo extraño es que en ambos casos usted se encontraba en la escena del crimen.
—Mi madre también me decía eso mismo —repliqué—. Estar siempre en el fregao debe ser algo innato en mí. Les dejé un regalo, pude reducir a uno de los asaltantes, lo dejé empaquetado y con un lacito.
—Le estamos interrogando en estos momentos, aunque no creo que saquemos nada en claro. Ese tipo de personas nunca delatan a quienes les dan de comer. Prefiero centrarme en usted, Lobo.
—Yo no soy el asesino que busca. Le vi.
—¿A quién vio?
—A su asesino.
—¿Mi asesino? —Advertí un destello de curiosidad en el rostro del inspector.
—Un tipo alto y descarnado, tuve un encontronazo con él en la vivienda de Alicia Acevedo del que salí despedido y cuando digo despedido es que me arrojó por un balcón.
—¿llegó a reconocerle? —El inspector parpadeaba como si no llegase a creerme del todo.
—No le reconocí, pero estoy seguro de que se trataba de un profesional.
—¿Un profesional? ¿Un sicario quiere decir? Parece un tanto extraño.
—Todo es extraño en este embrollo —dije—. Se lo aseguro, sé reconocer a un asesino cuando me doy de cara con él.
—Mire, Lobo, a mí, lo que me parece es que tiene usted mucha imaginación. No tengo pruebas para acusarle formalmente, por lo que no puedo retenerlo aquí, pero le aseguro que estaré muy pendiente de usted... Ahora puede marcharse.
Me levanté del asiento, pero antes de abandonar aquel despacho, me volví hacia mi interlocutor.
—Voy a llegar al final de este asunto y lo haré con o sin su ayuda —dije—, aunque preferiría no hacerlo solo.
El inspector Rojas también se levantó de su cómoda butaca, luego se acercó hasta a mí.
—Quiero que se mantenga al margen, Lobo, ¿me entiende? Lo último que deseo es que alguien como usted vaya sembrando el caos por donde quiera que vaya.
—Entonces ayúdeme. Alguien ha tratado de matar a mi clienta esta noche y estoy seguro de que volverá a intentarlo. La próxima vez puede que sea demasiado tarde.
—La señorita Acevedo estará protegida en todo momento. Mis hombres se encargarán de ello.
—¿Por qué será que eso es lo que más me preocupa? Sus hombres no podrán nada contra un asesino profesional.
—Nos subestima, Lobo. ¿Por qué razón debería pensar que esa mujer estaría más segura con usted que con nosotros?
—Porque yo sería capaz de cualquier cosa por protegerla y ustedes no.

Esperé en la calle a que Violeta Acevedo abandonara las dependencias de la policía y salí a su encuentro. Ella sonrió al verme.
—Me ha esperado —dijo.
—No tenía otra cosa mejor que hacer —mentí.
—Debería darle las gracias. ¿Fueron muy duros con usted ahí adentro?
—Lo de costumbre. Insinuaron que sospechaban de mí, pero me di cuenta de que andan muy perdidos.
—Estoy asustada, Lobo.
—Se comportó usted de una forma magnífica en su apartamento. Creo que la subestimaron.
—Fue el miedo el que me dio el valor. No puedo volver a allí, no por el momento.
—No, no puede. Tendrá que hacer un esfuerzo de nuevo, porque vendrá conmigo.
—¿Con usted? —Ella me observó extrañada o quizá algo asustada.
—Conozco un sitio donde estará segura. 
Violeta Acevedo, la temible empresaria, una mujer tan fría y tan segura como un depredador acechando en la oscuridad, asintió con la docilidad de un cervatillo.
—Gracias —dijo otra vez.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top