III. La isla flotante.
Pasaron unos meses antes de que Nicanor le confesara a Frederic que la hermandad había decidido finalmente no hacer nada con la información que les habían brindado, y aunque este consideraba que aquello era una afrenta a todas las vidas que podrían haberse salvado al terminar aquella guerra, acabó por aceptarlo mejor que el joven mago tras relatarle la corrupción detrás de su proceder.
—Las guerras vienen y pasan, igual que los hombres; pero la hermandad es importante porque guarda secretos de todos los reinos. Es correcto cuidarlos un poco más —decía el aprendiz de herrero, y su amigo no sabía si aquello era sabio o no.
Los cuentos que estaba traduciendo acabaron siendo brutalmente obscenos, y eso explicó que hubieran sido censurados al público, sobre todo a los niños, mas no había justificativo para que no acabaran con la existencia de aquella blasfemia literaria, y meditar acerca del porqué de esta decisión tenía algo alterado a Nicanor.
Entre los cincuenta cuentos había más de uno que refería a lugares de los más diversos con descripciones loables, no obstante, cuando quiso averiguar sobre esos sitios descubrió que ninguno de ellos existía en la realidad. No había islotes con forma de cráneo de reptiles gigantes en ninguno de los mares cercanos, ni tampoco se había oído en toda la tierra anglosajona de campos que cambiaran de color por la noche y volvieran a ser blancos por la mañana. Jamás se había hecho mención o referencia alguna en el pueblo o en las ciudades acerca de un reino donde los nobles se ocultaran de la luz del sol, ni había pisado jamás el mismo pasto que un hombre que hablara de adoradores a serpientes emplumadas o deidades que se enfrentaran a demonios en juegos de pelota. Todo aquello le pareció ficticio hasta una noche, a mitad de una visita a su amigo durante un sueño, en el que mientras le narraba la historia de un bosque encantado que flotaba a mitad de un abismo, repentinamente las imágenes en la mente de Frederic se alteraron y pudieron ver a un hombre alto y delgaducho, con aspecto de ebriedad, narrando sucesos parecidos.
—¿Qué es esto? —inquirió el soñador totalmente anonadado.
—Pareciera como si tu mente hubiera reaccionado a un recuerdo. ¿Alguna vez habías visto a este hombre?
El susodicho hablaba sobre su visita a una región montañosa desde la cual pudo ver una gran fisura en la tierra, y desde ella notaba como una isla flotando por arte de magia, a la cual, desde luego, no había podido acceder.
—No creo haber hablado con él, pero la ropa que trae puesta es como la de los mensajeros de los reinos del sur, cerca de las ciudadelas creadas por los francos.
Nicanor lo meditó un momento y luego aventuró:
—Tal vez los cuentos reunidos en esta antología no son de nuestro país. Quizás sean de diferentes partes del mapa, ¿no?
—¿Lo crees? ¿Qué dice tu libro acerca de esta isla voladora?
—Que es un nido de ninfas.
—¡¡¿Nido de ninfas?!! —Extasiado hasta extremos inalcanzables por el hombre común, Frederic perdió de vista su propio sueño para situarse en la isla que él querría encontrar—. Ninfas, Nico, ¡Ninfas! ¿Sabes lo que eso significa?
—¿Deidades menores que acompañan a los elementos de la naturaleza?
—¡Mujeres jóvenes y hermosas que disfrutan satisfacer sus propios placeres con cualquier mortal!
El mago torció la cara, meditó buscando la fuente de aquella mitología pero al no encontrarla cuestionó a su amigo con las más duras palabras que fue capaz:
—Frederic, ¿estás drogado, Frederic?
—¿Bromeas? Las ninfas son jovencitas semi divinas que no pueden envejecer, enfermar ni engendrar prole con seres humanos, por eso se disponen a cualquier joven que logre atraparlas. ¡Es un banquete de corrupción carnal dispuesta para cualquiera que logre alcanzar una isla flotando en medio de un interminable abismo!
—Oye, no... creo que has malinterpretado la leyenda.
—Debemos ir.
—¡¡¡De ningún modo!!! Tengo que seguir traduciendo mis libros, o si no...
—¿O si no te reprocharán? Nicanor, nunca te pido nada, pero yo no puedo volar. Solo tu tonta magia puede llevarnos allá.
—Sí, pero...
—¿Y si les dices a tus superiores que buscarás conocimiento mágico que hoy permanece oculto, tú crees que te dirán que no? ¡Les encantará que salgas disparado detrás de cada mito!
Sabía que su amigo se equivocaba, y decirle que le plantearía aquella loca aventura a la hermandad para al final no hacerlo parecía la opción más fácil; sin embargo, desde el día en que mintió sobre no haber compartido lo descubierto en el libro de las enfermedades reales para luego ocultarle a su amigo acerca de las acciones tomadas por la hermandad e, incluso, mantener el secreto frente al rey y a su propio pueblo, Nicanor se sentía tan decepcionado de sí mismo que con frecuencia planeaba abandonar sus deberes por un par de semanas para reflexionar acerca de si realmente merecía el puesto que estaba ocupando. Le costaba comprender por qué la silla hechizada por Merlín no lo había abrasado.
—Ve —dijo Braiton Hereford cuando su aprendiz le planteó sus nuevos descubrimientos, dejándolo completamente anonadado—. Pero solo con una condición: si encuentra conocimientos, no los compartirá con el regente de ese lugar, aunque lo torturen, si son riquezas nos las entregará a la hermandad para que nosotros se las hagamos llegar al rey y no irá directamente a él. ¿Está claro?
—¿Piensan quedarse con una parte?
—¡¿Está claro o no?!
Nicanor asintió, pero su corazón se negaba a aceptar que la organización a la que había jurado su vida fuera tan corrupta, un hecho que lo tenía profundamente decepcionado. Saludó con una reverencia y se dispuso a marcharse aquietando su ímpetu por saber que al menos tendría ese tiempo de dispersión que había estado deseando, y que sería en una aventura con su mejor amigo por tierras inexploradas, la cual podía tardar meses ya que se moverían con puros rumores, cuando Braiton lo llamó nuevamente:
—Una cosa más, joven... Bueno, ¿cómo decirlo...? Este..., si llegara a encontrar ninfas de esas que les gustan los humanos para entretenerse un rato, no se lo dirá a nadie más. Solo a mí, ¿entendido?
Lo miró con gesto serio y luego se retiró sin dar respuesta. No estaba bien que no le brindara sus debidos respetos a su superior, pero tampoco podía guardar reverencias hacia semejante viejo verde.
No consiguió permiso de abandonar sus labores a pesar de encontrarse de viaje, y por eso se le otorgó una orden especial para llevar el libro de cuentos con él y así continuar con la traducción, algo que en definitiva agradecieron tanto él como su amigo, ya que la exactitud de la ubicación de la isla flotante podría ser alterada por marañas en la memoria, si es que la búsqueda se extendía.
El mensajero que Frederic había recordado, a quien identificaron como Belmont Mour, era un hombre joven, por lo cual no les pareció nada extraño que al preguntar por él les dijeran que probablemente hubiera sido obligado a enlistarse en el ejército de su reino, de manera que su primera parada sería ante un pelotón en marcha a mitad de tierras que, si bien no eran hostiles, con seguridad tampoco se mostrarían nada felices de cooperar.
Hallaron tres campamentos militares antes de dar, por fin, con el pobre Belmont, quien se encontraba a mitad de un asedio a un castillo usurpado en los campos del rey.
—Te hemos buscado por más de un mes —reclamó Frederic apenas contactar con aquel hombrecito de aspecto desgarbado—. Hubiera creído que al menos llevarías una espada en la mano.
—Llevamos un mes y doce días bloqueando todos los puntos de entrada a este castillo para que sus inquilinos se desesperen por el hambre y las enfermedades, y elijan la rendición sin dar batalla.
—¡¿Un mes y cuánto?! Vaya, hubiera esperado que un asedio fuer mucho más interesante.
—Conquistar un castillo es como doblegar a una persona: podrías hacerlo por la fuerza, pero solo conseguirías que estalle en cólera. Es mucho más eficaz ser paciente e ir quitándole recursos hasta que sienta que no puede más contra ti. Probablemente tarde o temprano abran las puertas y salgan a combatir, pero entonces será demasiado tarde porque estarán debilitados, y nosotros habremos cavado mil trincheras a su alrededor desde donde sorprenderlos. El que se deja asediar se pierde para siempre.
La soledad del ejército había convertido a Belmont en un hombre reflexivo, pero su brutalidad le había quitado toda capacidad de mostrar misericordia, o incluso de recibirla. En cierta forma, él también había sido asediado.
Las vagas indicaciones del joven guerrero los llevaron a una cordillera cercana a los límites entre tres países donde sus vidas sin lugar a dudas correrían peligro, ya fuera que fuerzas enemigas los descubrieran como anglosajones, o que supieran Nicanor practicaba la hechicería, debido a que ello era considerado herejía, uno de los pecados más detestables para los hombres del sur. Y es que en aquellas tierras los hechiceros, lejos de ser considerados aliados de gran poder, eran tomados por hijos de demonios y brujas, y los arrojaban a la hoguera sin juicio ni consideraciones.
Habían estado sobreviviendo consumiendo aquellos dones que recogían de la tierra, de la caza y la generosidad de los viajeros, pero entre las montañas las probabilidades de ser presas eran mayores a las de convertirse en el cazador debido a que allí moraban los gigantes y criaturas poco conocidas que representaban una amenaza para cualquier mortal, guerrero, rey o mago; por eso decidieron ocultarse la mayor parte del tiempo usando hechizos de invisibilidad y de transformación, los cuales Nicanor fue perfeccionando con el correr de los días hasta alcanzar grados de perfección más que sobresalientes.
—¡Las montañas son increíbles! —exclamó un día hacia la nada, casi como si hubiera enloquecido—, ¿no es como si nos quisieran contar una historia?
—Eh... no —contrarió Frederic, quien llevaba unos días huraño puesto que aquel viaje no le estaba aportando nada y ya se había alargado—. Es más como si quisieran apropiarse de nuestra historia y ponerle un temprano fin.
—Apropiarse de nuestra historia... ¡Totalmente!
—Veo que el sol por fin te ha freído el cerebro.
—No estamos aquí porque nosotros queramos buscar tesoros secretos en un libro de cuentos, estamos aquí porque las montañas nos necesitan.
—Sabía.
—No encontraremos la isla flotante mientras no ayudemos a las montañas con eso que nos ha invocado.
—¿Acaso oyes lo que estás diciendo? ¿Qué podría querer una montaña de nosotros?
—¿Qué podría...? ¡¿Qué podría querer una montaña de nosotros?! ¿No es ese el resumen perfecto de la vida? «¿Qué esperan los otros de mí?», no más «¿qué espero yo de todo?»
—Creo que tú y yo ya deberíamos separarnos.
—¡Piénsalo! No era solo un libro sobre enfermedades; la historia exigía que descubriéramos al bastardo que ocupaba un trono.
—Ver a otros mejores amigos, ya sabes.
—Y, además, por eso a la silla no le importó que yo fuera un vil mentiroso.
—Andar el mundo cada uno por su cuenta, probar cosas nuevas, y quizás más adelante... quién sabe.
—Entonces, si tan solo pudiéramos comprender lo que aqueja a esta zona... —Obnubilado por sus nuevos saberes, Nicanor ignoró el llamado de su amigo y dirigió sus pasos con decisión hacia el poblado más cercano donde un pequeño grupo de chozas y cabañas habitadas por campesinos y artesanos lo recibió con ansias de venderle cualquier tipo de ornamentación imaginable, hechas con la materia prima que podían conseguir de la montaña.
Frederic lo observó desde lejos. «Así no llegarás a viejo», dijo para sus adentros mientras observaba a su amigo entablar conversación con una hermosa señora que volvía a su pueblo a paso veloz, como si quisiera escapar de algo. Su charla fue breve, y para sorpresa del herrero, su amigo regresó con una radiante sonrisa en la cara.
—Es al Oeste, a día y medio de viaje a pie, subiendo esa pendiente.
—¿Te citó allí? ¿Estás seguro de que no tiene marido?
—No digas tonterías. En ese lugar hay una bruja que está acosando al pueblo y no los deja vivir en paz.
—¡¿Una bruja?! Sabes que son maestras en magia oscura, ¿no? ¿Qué planeas hacer?
—Eso es obvio —aseguró Nicanor con una sonrisa en el rostro y toda su confianza reflejada en la faz—: vamos a cazarla.
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