II. Extorsión.

Mientras la luna alumbraba su cabeza, Nicanor urgió por el consejo de Frederic Boston, su mejor amigo e hijo de otro de los señores que protegían castillos en la frontera, igual que su padre. Se le apareció en sueños, como acostumbraba hacer, y le planteó lo increíble que le parecía haber sido elegido por el trono embrujado por Merlín.

—Dicen que solo los de corazón puro se pueden sentar allí.

—¿En serio? A mí me dijeron que solo pueden hacerlo aquellos que jamás han besado a una mujer. —Su amigo se echó a reír—. ¡Por eso jamás tuve dudas de que lo conseguirías!

—En tal caso, tal vez deberías intentarlo.

—Yo tengo mis asuntos con una de las doncellas de Greenwag..., con Annie, la mayor; pero te felicito por tus logros.

—Tú estás por entrar al monasterio, no podrás tomar esposa. No manches el honor de una damisela con tus mentiras.

—¿Sabes qué? No entraré. Hablé con mi padre y me dijo que quiere nietos.

—¡¿Y así me lo cuentas?!

—No se me ocurre otro método.

A su alrededor había una ciudad que no existía en la realidad, y Frederic se dedicaba a juntar uvas en su propia ropa hasta acabar manchándola en tanto que Nicanor no podía más que observar por no tratarse de su sueño.

—Tu padre no quiso que fueras un soldado, tampoco que seas el señor de un castillo en peligro de invasión constante, como él, y ahora te prohíbe ser sacerdote. ¿Qué harás con tu vida si él no te aprueba para ninguna profesión?

—Seré herrero.

Ambos amigos rieron puesto que aquella había sido desde siempre la opción que Frederic había querido tomar ya que adoraba los caballos y dedicarse a ponerles herraduras le parecía más un juego que un trabajo. Pronto la charla viró entorno a los meses de preparación que el joven llevaría con un herrero del reino antes de poder poner su propio taller, y los libros y la magia fueron quedando de lado.

A la mañana siguiente, Nicanor llegó a la hora pactada. El edificio donde guardaban los libros secretos era en realidad un castillo con diversos pasadizos y alas enteras cubiertas de hechizos que impedían cualquier práctica de mágica en su interior. Apenas entrar, notó como si sus poderes hubieran desaparecido, pero no lo mencionó porque siempre supo que algo así podría ocurrir.

Lo llevaron a una habitación pequeña, iluminada pobremente por doce luciérnagas inmortales, las cuales eran de uso común en aquella región, y allí esperó hasta que Braiton Hereford viniera a instruirlo. El anciano tardó más de una hora porque había decidido participar del culto religioso de la mañana, y cuando por fin se hizo presente no mostró signo alguno de arrepentimiento, pero eso estaba bien para Nicanor porque debía demostrar que era, ante todo, un caballero de pulcras costumbres, y la puntualidad era una de ellas.

—He separado tres libros para que empieces con tu labor —dijo el guía a manera de saludo. Su nuevo aprendiz los tomó y leyó el título del primero en voz alta.

—«Compendio de las enfermedades reales; un resumen de todas las maldiciones que han aquejado a las personas más importantes de nuestros pueblos.» —No había logrado disimular el tono de disgusto en su voz, mas no por el libro en sí, sino porque la profecía de su amigo acerca de que el primer trabajo como traductor que realizaría seguramente trataría sobre la mierda de alguien más se había cumplido.

A pesar de que al tocar a una persona podía cambiar su lengua, no existían hechizo para traducir libros; por eso su labor sería completamente manual, y no tenía permisos ni de aplicar magia ni tampoco de llevarse aquel valioso objeto fuera de la sala que le habían asignado. En cierto modo, se había apropiado de un trabajo digno de esclavos, pero su hambre de conocimiento lo mantuvo motivado sin importar que tuviera que escribir una y otra vez en inglés, español y francés capítulos enteros acerca de los cólicos de la reina de un país que ya ni siquiera existía.

Los libros que le habían encomendado habían sido escritos en latín, y Nicanor hablaba en ese idioma con dificultad; no obstante, le propuso a su nuevo mentor traducir aquellos textos no solo a los tres idiomas solicitados, sino también a su idioma natal: el italiano. Aquel acto de bizarría le consiguió una buena mirada por parte de la hermandad, pero él realmente no lo hacía por el respeto, sino porque le costaría el doble traducir desde el latín a otras lenguas, y prefirió empezar por la propia.

Tardó casi cuatro meses en culminar con la primera traducción, a pesar de tratarse de un libro relativamente breve, y eso le ganó la burla de su amigo, el cual ya podía hacer trabajos sencillos como rejas y escudos, y pretendía avanzar hasta forjar una espada antes de que el invierno acabara.

—Lo que no comprendo —planteó Frederic, quien ahora soñaba con estar manejando un barco enorme sin ayuda de nadie, y se desesperaba esquivando repentinas piedras en pleno océano—, es ¿para qué mierda sirve tener registro de las enfermedades de los reyes?

—Para que estén enfermos alguien tiene que haberlos maldito, ¿no? Pues bien, hay maldiciones que duran por varias generaciones, como la de ciertos enemigos de nuestro reino, los reyes Stephennip.

—¿Y esos qué tenían?

—Unos mocos horribles con tos y problemas digestivos. La mayoría se moría de un problema en su corazón hasta hace un par de generaciones.

—¡Ah!, como mis tíos.

—¿Tus tíos tienen lo mismo?

—La familia entera, por parte de la esposa de mi tío. ¿Cómo se curaron los Stephennip?

—No se sabe. Un día les nació un niño sano que llegó a reinar con tiranía, y con él la maldición terminó. Quizás solo debían pasar una cierta cantidad de generaciones para que la se acabara, o quizás debía matar a alguien y lo hizo por error, por ser un desquiciado.

—No lo creo. La familia de mi tía la tuvo siempre, y aunque algunos nacen sin ese mal, suele ocurrir cuando se casan con alguien que no sea de la familia, como mi tío. Son de esas familias tradicionales que se casan entre ellos para mantener la sangre pura, tú sabes.

—Sí, los reyes suelen hacer eso —mencionó Nicanor—, pero los padres del primer Stephenninp sano también eran familiares. Ambos llevaban el mismo apellido.

—Al menos de la madre podemos estar seguros —bromeó Frederic, y de pronto ambos se miraron con los ojos tan abiertos que por poco se les salen—. ¿Tú crees que la duquesa y alguien que no sea el rey hayan...?

—El hijo de nuestros enemigos podría ser un bastardo. Si su derecho al trono no es legítimo por descendencia, podríamos poner al pueblo en su contra y debilitarlo.

—¡Esto es oro! Pero ¿cómo podríamos probarlo? ¿Tienes algún hechizo?

—No existe ese tipo de magia.

—¡¿Por qué tu magia nunca sirve para nada divertido?! Tenemos el chisme del siglo y no lo podemos confirmar.

—Quizás los sabios tengan algún método. Fredy, podríamos terminar con una guerra de más de ocho años debilitando a nuestro enemigo con solo este dato, ¿lo entiendes?

—¡Seremos héroes!

De pronto, el barco que manejaba su amigo en sueños chocó con una roca gigantesca con la forma de la cara de un anciano muy feo, y el sueño terminó tan abruptamente que no les dio tiempo a despedirse.

Al llegar la mañana, Nicanor visitó a su mentor y le explicó uno a uno todos los detalles de su hallazgo, ocultando únicamente el detalle de estar conversando con su amigo sobre el contenido de los libros secretos, por cuidar sus cuellos ya que no sabía con exactitud las consecuencias de tal desacato.

—Nadie más lo sabe, ¿verdad?

Negó sabiéndose un mentiroso, pero comprendía que era por una buena causa. Braiton Hereford salió de la habitación y por el resto de la semana no lo volvió a encontrar. Su amigo le cuestionó más de una vez sobre lo sucedido, pero en la hermandad el silencio era absoluto. No se hacía mención al asunto, y cuando el joven preguntaba por su mentor, siempre afirmaban que había partido en una misión que, por concernir al reino, no podían revelar.

Para cuando el anciano de túnica blanca regresó, uno de los encargados de la biblioteca que manejaba mejor el francés había decidido ayudar a Nicanor, y juntos tenían la mitad del libro traducido al segundo idioma.

—Joven, venga conmigo —ordenó el mago de mayor rango. Lo apartó hasta una sección oculta de las miradas y los oídos de todos los demás y se deshizo de las formalidades para plantearle a su alumno—. Me pidieron que le borrara la memoria, pero en este lugar los actos heroicos son premiados, no castigados. Por eso, si usted jura por su propia vida, y a riesgo de perderla, no hacer públicos sus descubrimientos, no solo se le permitirá mantener los recuerdos, sino que también lo relegaré de esta tarea para que pueda servir al reino con otros de la hermandad, aprendiendo magia real.

Nicanor, totalmente confundido, no pudo evitar balbucear al cuestionar:

—Pero ¿por qué? ¿Qué ha ocurrido con la información que les revelé?

Braiton echó una mirada rápida a su alrededor para asegurarse de no estar siendo observados, y luego le confesó:

—Tras confirmar la veracidad de sus sospechas, la hermandad ha decidido plantearle esta cuestión directamente al rey Stephenninp, el cual aceptó voluntariamente donarnos aquellas pretensiones que nuestro rey nos ha negado, más una módica suma para que la hermandad pueda prosperar a cambio de nuestro silencio. Usted debe entender que con este acto de ninguna forma estamos renegando de nuestro rey, pero consideramos que un silencio estratégico sería lo mejor para permitir a nuestro monarca demostrar en batalla la magnificencia de su poderío, y no ser castigado por los libros de historia como el hombre que venció esparciendo rumores sobre su enemigo. Estamos cuidando de nuestro rey, como puedes notar.

—Están recibiendo un soborno —atacó Nicanor arrepintiéndose al momento de haber expresado en voz alta aquellas acusaciones. Su mentor, en cambio, decidió no darle peso.

—El pueblo puede soportar un par de años más de guerra hasta que nuestro reino se expanda por sobre el del bastardo, pero la hermandad no puede soportar otro invierno más sin al menos un establo donde criar animales para no seguir comiendo alimentos de mala calidad. ¿Sí entiendes eso, verdad?

Fingiendo una sonrisa, la cual el anciano apenas podía diferenciar por lo avanzado de sus cataratas, Nicanor aceptó con una reverencia los términos de su mentor.

—No obstante —mencionó antes de que la conversación acabara—, no quiero dejar de traducir libros aún.

—El resto de la hermandad cree que no es bueno que alguien tan intuitivo se encargue de semejante tarea.

—¿Intuitivo?

—Se le ha brindado un catálogo de mojones reales y usted descubrió a un impostor en el trono de nuestro enemigo.

Al joven mago aquellas palabras le dolieron hasta el alma. «Catálogo de mojones reales» era precisamente el nombre que Frederic había propuesto que sería el primer libro que le harían traducir.

—En honor al nuevo establo que construirán por la información que les conseguí, ¿podría usted intervenir para que no se me remueva de mi puesto?

Braiton Hereford lo meditó en silencio unos interminables segundos antes de aceptar.

—Pero quiero que relegue su tarea y pase al siguiente libro de los que le he entregado. Este, en particular, es muy peligroso.

—Acepto con alegría todas sus indicaciones.

El anciano se retiró, y Nicanor suspiró planificando cómo le diría aquello a su amigo, el cual a pesar de no haber hecho el mismo juramento, debería guardar silencio por un tiempo, a fin de que nadie sospechara de ellos. Llegó a la sala donde había estado trabajando, tomó el siguiente libro y leyó su título en voz alta nuevamente.

—«Cuentos fantásticos para hacer dormir a los pequeños caballeros.» —Hojeó sus páginas encontrándose una antología de relatos pertenecientes a la ficción de un escritor conocido y se sorprendió a sobremanera de que aquel libro no representara nada que debiera permanecer oculto, sino que parecía un texto de lo más vulgar—. Supongo que lo usaron para hacer dormir a los príncipes, y que está oculto porque representa los dogmas del pasado.

Creyó que aquello sonaría más gracioso, pero al decirlo en voz alta solo consiguió sentirse bastante tonto. El trabajo que cargaba consigo en este momento le parecía aún menos emocionante que el que acababan de obligarle a abandonar. 

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