XXIX - Los lobos poseen un gran olfato

Choch. Chinchulines, no chuchulines. Tripa de leche. Tripitas.

El sonido de la madrugada y el de las entrañas desgarrándose porque en la noche solo tomamos un cereal. La cama se veía tan majestuosa, empolvada y vieja, pero majestuosa. No sabía que los gallos podían cantar tan fuerte a esas horas, así que tuve que contemplar el techo por varios minutos hasta que el sol se dignó a salir. Me encontré a dos moscas haciendo cosas raras.

Camino tullido por el frío. Todo por creerle al solecito que aparecía en la pantalla del celular. Debí traer algo más que playeras delgadas y shorts para playa. Lo raro es que desde que llegué siento que hay unos ojos que siguen, unos mensajes extraños y una calle que tiembla. No, creo que lo que tiembla sigue siendo mi panza con hambre.

Todavía no se decide el color del cielo. Está entre azules y grises. La probabilidad se inclina hacia un azul débil por la cantidad de nubes esfumadas que hay. Se detiene el monstruo de las entrañas porque se ha espantado, es que tampoco hay paraguas en la maleta.

Lo que se busca se encuentra. Siete llamadas de mamá y dos mensajes de papá acerca del partido de chessboxing de la noche pasada entre el maquinón y el patito fucsia; antes de que sonara la alarma del teléfono, me dediqué a buscar mi objetivo. Como siempre, las cosas tienen un costo y tuve que sacrificar la final de la liga. Perdón, 'apá, tengo hambre, pero ojalá haya ganado el patito. El celular indicaba que a no más de dos cuadras del hotel se encontraba un puesto que se ponía desde las seis de la mañana para la tragazón. Sí, me levanté a las cuatro y media y ya no pude volver a dormir pensando en el calor del comal, las patas de los pájaros y las moscas raras.

Lo veo ahora. Está aquí cerca y tengo ganas de llorar. Pero no tanto por la emoción, sino porque la fila ya se me adelantó. Y es que me perdí y giré en una esquina pasada a la izquierda en vez de a la derecha. Pero ya lo siento. Incluso acá, atrás del señor que viste como si después de aquí tuviera que irse a la jungla (con todo y cuchillos incluidos entre las botas), logra llegar la vida de las tripitas. Hablan. Hablan cosas muy bonitas para mí.

No los he visto, pero tal vez los demás sí.

—Oiga...

Mis ojos pasan de las tortillas engrasadas hacia la televisión miniatura que está en una de las esquinas empolvadas del puesto, luego van al señor bigotón y terminan viendo el taco adorable que está dibujado en el mandil del preparador del manjar de dioses. El cielo debe oler parecido, no tengo dudas.

—¿Es usted el famoso que habla de Cachalotes?

Se siente frío. Vacío.

No sé si es normal que se caiga uno al suelo después de comer un taco.

—¿Sabes andar en triciclo?

¿Qué?

—Parece que no, pero es más difícil que andar en bici.

¿Por qué Diosito me puso aquí?

No fui malo. Tal vez a veces fui muy sarcástico y no donaba mis centavos en las tiendas de conveniencia cuando me preguntaban, pero que yo sepa no es pecado eso. ¿Por qué no terminé en un lugar más tranquilo? ¿Por qué no en una isla? No tenía que ser específicamente Singapur... ¿Por qué no en la consciencia de un viejito que solo se preocupa por hacer mochi*? ¿Por qué no fui un árbol de esos del bosque que nunca nadie presenciará en sus vidas?

No entiendo cómo es que se te pegan los niños como chicles, Rob. Y jamás lo entenderé.

—Tienes dos agujeros en la panza.

No, niño, son seis.

¿Ya despertó la princesa? Hola de nuevo. 

El niño limpia tus lentes con su playera y te los tiende. Los tomas confundido. Claro, llevas más de media hora acostado en el suelo. No fue buena idea venir hasta acá, te dije que no lo hicieras, pero no. Yo aquí nada más sirvo para hacer soliloquios y a ver si me escucha el viento.

—¿Por qué dormías en el suelo?

—Tengo hambre.

—Si eres, ¿verdad? Eres el de los Cachalotes.

No dejes que se te acerque mucho, Rob. La vez pasada que le hiciste caso a un mocoso terminaste en una fiesta extraña.

—Mi hermana te sigue en todas partes —continúa el chamaco—. Es medio intensa. ¿Me puedo tomar una foto contigo?

No sé para qué se molesta en preguntar si ya sacó el teléfono y ya está tomando las fotos contigo de fondo. El niño se queda un momento revisando las capturas.

—¿Cómo dices que te llamas?

—Rob.

El niño deja de ver su teléfono y frunce el ceño. Levantas el brazo como si fuera el último acto de voluntad que te quedara y señalas la pared floreada de la casa.

—Tú no te llamas así, tienes un nombre raro.

—¿Me pasas una flor?

El niño voltea hacia la casa de las flores y enseguida niega con la cabeza. Vuelve a teclear sobre el teléfono y lo guarda.

—Mamá dice que a las flores también les duele si las arrancas. No quiero matar la flor.

—¿Y si muero yo?

El niño empalidece de inmediato. Luego deja salir una risa nerviosa y se aleja un par de pasos de su poderoso triciclo de oro. Sí, venía en esa cosa y se detuvo cuando te vio tirado. Pero solo supongo que es de oro, no me consta que los metales dorados del transporte realmente sean de oro.

—¿Cómo?

—¿La flor o yo?

No sabía que otro de tus hobbies, aparte de hornear cosas a media noche, es atormentar a los niños. El pequeño hombrecillo se acerca a la flor y la arranca de inmediato. Ya no duda en entregártela.

—¿Por qué te comes la flor? —pregunta el niño.

—¿Señora María?

El niño voltea a la casa de atrás y señala con la mano. Intenté decirte que ya habíamos llegado a la casona esa, pero pues te caíste. Llevo más de media hora aquí esperando a ver qué pasa primero, si te levantas tú o si te comen las hormigas. 

El niño, en un pequeño acto de rebeldía, toma otra flor morada de la pared. La lleva a su boca un par de segundos y arruga la nariz de inmediato.

—Mi hermana pensó que ya no querías seguir siendo famoso o algo parecido —exclama alejando un poco la flor—. Te ves medio triste, pero supongo que es por lo que dice mamá.

—¿Qué?

—Se te pegó lo de las personas de allá —continúa el niño—. De las que viven en el otro lado de Galintia. Ahí todo el mundo está triste porque tienen demasiados cuervos sueltos y les dan mordidas a las personas.

—Pican.

Mejor levántate y retoma el camino. No te voy a volver a reclamar las mismas cosas que te grité cuando saliste de la casa de Rafael. Claramente te importan dos cacahuates y medio si te encuentra alguien o no.

A ver si el vecino asesino no se come a Sol.

—¿Y qué vas a hacer con María? ¿Es tu familiar? Me cae bien. Dio mucho dinero para el circo de las cucarachas y le dieron una plaquita con el dibujo de una cucaracha en tutú. Estaba genial. El que no me agrada es el señor. Es raro.

¡Ah! Cómo friega este niño. Hazle cht y córrelo. Espántalo. Dile que los niños del otro lado se comen a sus perros.

Oye, pero otra cosa más, ¿qué le vas a decir a María? «Hola, señora, se me murió su hija. ¿Me deja pasar?» 

—¿Por qué dices que te llamas Rob si no te llamas así?

Y el niño sigue aquí...

—¿O el otro era el falso? ¿Este es tu verdadero nombre?

No te veo las intenciones de tocar el timbre. ¿Planeas trepar la barda? Te vas a dar en la torre. Te caíste unas diez veces desde la casa de Sol hasta acá. No cuenta la del autobús porque esa fue por torpeza y no por cansancio, no traías dinero para pagarle a la conductora y tu mejor solución fue bajar corriendo.

—¿Quién eres?

Señalas uno de tus brazos, pero deberías señalar al otro, Rob. El que está entintado de azul no significa nada. Además, estás loco y el niño ni te entendió. Solo se te queda quieto observando mientras escalas las piedras. 

—¿Vas a volver a escribir de Cachalotes?

—No.

—Por los cuervos, ¿verdad?

—Los muertos no escriben.

Te han de apodar el Sabines, ¿verdad?

Oye, creo que antes de trepar por los muros de una casa para meterse ilegalmente a la propiedad, lo más sensato es fijarse si hay alguien dentro de la casa, ya sabes, para que a uno no lo terminen linchando cuando entre. No es lo que tienes que hacer ya cuando estás trepado en la barda. 

—Perrito.

Sí, Rob, hay presuntamente un perro ahí. Y una mini fuente, y muchos arbustos recortados en perfectas esferas, y estatuas... Estatuas sin cabezas. Como que se escucha un arroyo, ¿tienen un riachuelo aquí dentro?

—Perrito cansado.

Cierto. El perro sigue sin moverse del mismo sitio en el que lo dejamos la vez pasada. No parece enfermo, ni viejo. Parece que solo es flojo. Me imagino que así como existen los perros que no dejan de moverse todo el día, también están estos que parecen entrar en hibernación. Se parece a ti, Rob.

—Buenas tardes. —Ya te cargó el payaso. Te dije que había que fijarse si había alguien ahí, te lo dije bien claro—. ¡Buenas tardes!

Es Gladis. Gladis o Lulú. No sé, pero vuelve a traer el mandil con dibujos de animales de granja. Intenta mover al perro con uno de los pies, pero este no hace caso alguno.

—Buenas.

—¿Viene para lo del internet?

—¿Ajá?

Gladis asiente y te hace un ademán con la mano, creo que quiere que esperes un momento. Avienta la manguera y sale trotando hacia el pequeño cobertizo que hay en una de las esquinas del patio. No se da cuenta, pero ha dejado el agua fluyendo hacia el perro. Solo entonces el can levanta la cabeza. Solo la cabeza. Observa con cierto temor al agua, lame un par de veces su nariz e intenta moverse hacia atrás usando solo su cuello.

¿Qué? Gladis no viene y no tengo ganas de ver qué fue del niño que solo vino a causar problemas existenciales y a tomarse fotos con un muerto. Además, ¿no estás nervioso? Dejaste a Sol en la casa del vecino que diseca animales. No son agradables los lugares a donde puede viajar la mente cuando le das un incentivo como ese.

Mira, ya está regresando. Viene cargando una escalera de metal. Al pobre perro solo le quedan un par de segundos para seguir seco bajo los últimos rayos de sol, pero no se mueve. No logra hacerlo.

Cuando la escalera ya está dispuesta a tus pies, con Gladis sosteniéndola desde la base, es el segundo crucial para que el perro no se moje.

—Perdón por dejarlo esperando ahí —habla Gladis mientras bajas—. Es que Lulú se fue al mandado y no me dijo que vendría nadie ahorita.

¿Ves? Sí era Gladis. Qué bueno que piense que vienes a arreglar el internet, ha sido un milagro que no le diera la impresión de que te estabas saltando la barda.

Casi lo logra, casi lo logra el perrito. Ha dado una media vuelta, en sus ojos brilló la ilusión de la victoria, pero no lo pudo hacer. Cayó de vuelta frente al agua.

—¿Perrito?

—¿Qué? —pregunta Gladis.

Ella empuja las gigantescas puertas y te invita a pasar. Se asoma de nuevo hacia el jardín. Ahora sí entiende lo que le querías decir desde el principio, que el perro está rendido sobre el chorrito de agua.

Das un par de pasos hacia dentro de la casa mientras Gladis corre para levantar al perro.

¿Así luce el cielo? Las paredes están irradiando luz. No las mires por tanto tiempo, Rob, te van a dejar ciego. 

Y ya volviste a besar el piso. 

Gladis no tarda tanto en encontrarte de vuelta, suelta al perro y lo deja encima de unas toallas medio del suelo. No sé por qué, sé que ese perro no tiene la más mínima intención de moverse de lugar, pero incluso sabiéndolo espero que haga algo. No sé, que ruede o mueva la patita. La señora se seca las manos sobre el mandil y te da un par de palmadas en la espalda mientras te recompones.

—¿Está bien?

No, se está muriendo. (Otra vez). Pero no se preocupe, porque ya se había muerto una vez, señora. Ya le había dicho que no podíamos movernos demasiado lejos del cuarto por razones obvias, pero el don aquí, se cree Indiana Jones.

—Hace frío.

—¿Le traigo agua?

Asientes despacio y la sigues ahora hacia la cocina. Gladis tiene que dar unos quince pasos para llegar a la alacena gigantesca. Abre unos gabinetes para sacar el vaso. Ahí arriba, entre la inmensa cantidad de latas, hay decenas de botecitos con churros. No estaban mintiendo la vez pasada cuando dijeron que se gastan todo el dinero en bocadillos.

—Es en el cuarto de arriba donde se encuentra el aparato ese de las luces —habla Gladis una vez que terminas de tomar el agua—. La verdad es que solo llamamos porque el señor de la casa siempre está reclamando que se le va esto y aquello...

—¿Señor?

—Sí. Venga, es por acá.

No sé por qué, pero los pasos sobre los escalones se escuchan tan sonoros aquí. ¿Alcanzas a ver el perrito por el barandal? Yo no. ¿Se teletransportó o qué?

—Gladis, ¿quién llegó? —pregunta una voz allá arriba.

No en el techo, Rob. No, tampoco está dentro de tu camisa...

—Vienen a arreglar el internet, señora.

Pese a que no hay respuesta para Gladis, siguen avanzando por las escaleras que brillan. Ella toma la delantera y se posiciona frente a una de las puertas de las habitaciones. Da un par de toques sobre la madera. Espera. Vuelve a dar otro par de toques. Sigue esperando. Ya enfadada, pega con la palma entera.

—¿Qué quieres? —habla una voz grave dentro de la habitación.

—Voy a pasar.

—No estén fregando ahorita, ya me tomé las medicinas, chingada madre.

Gladis respira profundamente y abre la puerta sin esperar ni un segundo más. Hay alguien sentado entre la oscuridad del cuarto. Conforme avanza va recogiendo lo que se encuentra en sus pies. Ropa, latas de refresco, bolsas gigantes de fritura, ¿latas de comida para perro? Termina abriendo las cortinas y el individuo sentado en la silla deja salir un quejido adolorido, como si le quemara el sol.

—Vienen a arreglar el internet.

—¿Justo cuando estoy en la cima de abatimientos? No, mi señora. ¿Ves a ese güey de ahí? Hace rato me robó una de las cajitas especiales. Lo voy a tumbar al cabrón.

No le veo el rostro al hombre, pero se ve muy concentrado. Está sentado en una de esas poderosas sillas que tapan hasta el tope de la cabeza. Frente a él, se encuentran múltiples monitores que muestran el juego en vivo y varias luces de colores brillan en el tablero. Gladis se posiciona frente a una de las bocinas y manipula el volumen.

—Deja ahí que lo tengo, Gladis. Lo tengo. Mira.

Es cierto, tiene en la mira a otro jugador y solo le falta presionar el gatillo para... Oye, ven tantito para acá. ¿No se te hace conocido el bigote de este señor?

—¡Mi computadora!

Rob, es él.

—Aquí está el aparato de las lucecitas —habla Gladis después de desenchufar la computadora—. Si me necesita, voy a estar allá abajo.

Es Maximino.

—No, tú no te escapas.

Tiene que ser él. El viejito que está intentando alcanzar a Gladis sin levantarse de su silla con rueditas es Maximino. Ese bigote solo lo habíamos visto en las fotografías. Se ve más aguado y viejo, pero es él. Totalmente. ¿Qué está haciendo aquí?

—¿Qué me ves, cosa?

Eso es, Rob. Aléjate del asesino de panaderos.

—¿Beisbolista mexicano o mi abuelito?

—¿Qué?

El hombre observa tu brazo y entonces se inclina hacia ti. Señala la pulsera y luego se lleva la mano hacia la cabeza para rascarse el cabello.

—¿Por qué traes la pulsera de Sol?

Oh, vaya. Mira, no te espantes, pero la mamá de Sol está detrás de ti y tiene en sus manos una katana rozándote el hombro derecho.

—No sabes cuánto tiempo he esperado en que algo así sucediera —habla ella en un tono maquiavélico—. Tanto, tanto tiempo.

Gladis pasa por detrás muy despacio. Encontró al perro y ahora lo tiene envuelto en toallas, como un tamal gordo.

—Tranquila, Gladis. No es tu culpa que hayas dejado entrar a un intruso a la casa y no te hayas dado cuenta de que se estaba saltando la barda. Yo me encargo.

Volteas hacia Maximino, quien está ocupado en observarse las manos. 

—¿Sí o no?

El arma se cierne más cerca de ti al siguiente segundo, pero solo basta con un gesto desinteresado de Maximino para que María baje la guardia.

—Trae la pulsera de Sol —habla el viejito asesino.

María baja de inmediato la katana y voltea a todas partes. Toca tu brazo y lo levanta para comprobar las palabras de su padre, te suelta al segundo que nota la pulsera sobre tu muñeca.

—¿Está aquí ella? —pregunta María.

—¿Y yo qué voy a saber?

La señora de la casa frunce el ceño y con la mano en la que tiene la funda de la espada, te voltea hacia ella para examinarte el rostro. La señora te quita los lentes y su semblante cambia por completo en un par de segundos. Ya no tiene esa ambición de cortarte en dos, ahora está claramente triste por verte. Supongo que te ha reconocido.

No, no es... No es momento de sacarle la lengua a nadie.

—¿Rob?

Ah. Se acordó de ti.

—No se parece a Sol.

María frunce los labios y guarda con mucho recelo la katana en su sitio. La acaricia un par de veces y luego vuelve a ti.

No. No se parece a Sol. Sol es más pequeña que ella, más vivaz. No creo que Sol hubiera dudado en partirte con la katana, creo que lo hubiera hecho. No por querer realmente hacer daño, sino porque no tiene tacto alguno. Inmediatamente te hubiera pedido perdón y luego te habría hablado de pasteles.

—¡Ay, mi amor! —exclama María ahora con un tono contento—. No sabes lo desquiciada que me tiene la gente aquí. Los vecinos decidieron hacer los lunes pacíficos para levantar los dizque chakras correctos del cuerpo. Cada bendito lunes ponen una grabadora a las merititas seis de la mañana. ¿Sabes qué dice? Respira flores, saca amores. Tengo ganas de arrancar cabezas desde entonces.

Tal vez eso de consciencia sangrienta realmente viene de herencia...

Maximino quiere encender la computadora desde la silla, pero no alcanza el cable que está tirado en el suelo. No parece importarle mucho el hecho de que estés aquí.

—¿Y bien? —pregunta María—. ¿Qué haces aquí?

—Sol se petateó.

Increíble sutileza, Rob.

—Ay, pequeño. —María se sienta sobre la cama antes de seguir—. Sol no puede morir.

El viejito alcanza el cable, pero en vez de conectarlo en su lugar sostiene una pequeña risa entre sus labios. No logro entenderlo, ¿siempre estuvo aquí? ¿Siempre estuvo tan cerca? Miiin con tres i lo sabía. Sam, el tío de Sol, lo sabía y por eso le dijo que volviera a este sitio. María estaba ocultando al abuelo asesino de panaderos. Que bueno, de asesino le queda muy poca cosa. Esos delgados brazos no parecen tener ganas de quitarle la vida a nada. Pero no todo está tan mal, sigue teniendo ese fantástico bigote.

—No despierta.

Gladis, ya con menos temor, entra al cuarto con el perro. Coloca a este sobre la cama y luego se acerca a uno de los libreros de Maximino. Toma un frasco oscuro de pastillas, lo sacude un par de veces antes de pasárselo al viejo. Enseguida le tiende una botella medio llena que yacía en el escritorio.

—¿Qué fue lo que hizo ahora? —pregunta María.

Caminas hacia el escritorio y tiras todo lo que encuentras hacia el suelo. No parece importarle a nadie que hagas un desastre. Pasas a tomar una libreta y arrancas varias hojas de esta misma. Hay un par de lápices con la punta a medias, con esos empiezas a escribir sobre el papel.

No sé si sea algo de utilidad poner que dos más dos son cuatro para explicar la historia de Sol. Y la verdad es que podrías explicarlo con breves palabras. Sol mató a vato uno. Vato dos quiere venganza. Vato dos busca Sol. Vato dos mata Sol. Rob se queda con Sol. No es tan difícil... ¿Rob? Rob, eso no es español.

Mira, no estamos en tiempos de invocar cosas extrañas. Suficiente tengo con descubrir que el viejito por el que se armó todo el despapaye* estaba tranquilo, jugando videojuegos, escondido en una casa que se encuentra a menos de dos kilómetros de dónde Sol vive.

María y Maximino contemplan las hojas como si realmente entendieran algo de los garabatos de ahí. Yo, la verdad, no entiendo nada más allá del nombre de Sol entre las letras.

—Entonces, Sol aventó a alguien de los CROGHAS al tren. El líder de la banda fue a «matar» a Sol. —María señala con sus dedos varias veces algunas de las líneas—. Y ahora Sol con el cuello medio cercenado no quiere despertar.

—¿Murió?

Maximino comienza a carcajear con ganas, da un giro sobre su silla como si le divirtiera la situación. No sé qué pasa, pero siento que me estoy perdiendo de algo.

—¿Me bajan al perro de la cama, por favor? —pregunta Maximino.

María lo observa enfadada y se cruza de brazos. Eso es, ponte a recoger el desastre que dejaste en el suelo.

—¿Qué? —reclama Maximino—. Yo no tengo la culpa de que se esté haciendo mensa y no quiera despertar. Las lombrices jamás se cansan en Galintia. No pueden hacerlo. ¿Ya le aventaste agua fría en la cara?

Qué idea tan estúpida. Aunque... bueno, solo le diste pay. No intentaste nada del agua.

—Sol no estaba bien cuando nació. No quería estar aquí, no quería respirar. No la escuché llorar... Necesitaba esas cosas. —Señala su brazo izquierdo, refiriéndose a la gigante mancha que carga el pato—. Después de eso, jamás enfermó. Supe que en su vida todo estaría bien cuando un día vino con un perro rabioso a la casa. Estaba llena de mordidas, con el vestido rasgado y el perro bien en brazos. Ahí me di cuenta que Sol viviría por siempre. No ahí, ahí, sino un par de meses después cuando no le salió espuma por la boca.

No sé si sigo soñando.

—¿Y dónde está Jean Leup? —pregunta María.

Te alzas de hombros y pasas las manos entre tu cabello. Se te deshace el chongo por completo y admiras a la liga entre tus manos. Tampoco sé bien cómo proceder ante esta situación, Rob.

—Tengo un Rafael.

—¿Conoces a algún Rafael, papá?

—Lo han de conocer en su casa.

Si estuviera aquí el vecino asesino, lloraría.

María te da un par de palmadas en la espalda. Gladis vuelve a entrar al cuarto con un vaso de churros pequeño, ni me di cuenta de que saliera de aquí, y corta el silencio masticando sin apuro el bocadillo pequeño, parece interesada en conocer el desenlace de la historia.

Pero tú ya estás listo para avanzar hacia la puerta del cuarto. Solo regresas el cuello un segundo para presenciar de nuevo a Maximino.

—Pinche viejito.

No lo logras ver, pero este sonríe desde su silla cuando sales del cuarto.

La señora de la casa te acompaña en silencio hacia la salida. Te ves enfadado, pero mejor que cuando llegaste. No te has vuelto a caer. Antes de que se acerquen al umbral gigante, María decide caminar hacia la cocina. Agarra varios empaques de churros y los coloca dentro de una bolsa de papel. Trota de vuelta hacia ti y te tiende el obsequio.

—Creo que no está por demás decirte que nadie debe de saber que Maximino está aquí.

Uy, señora. Mire nada más a quién le pide semejante barbaridad. A la primera persona que se encuentre fuera de la casa se lo va a decir.

—Dejaron a Sol.

—Para dejarla en paz. —María respira profundamente mientras caminan entre los árboles esféricos y las estatuas sin cabeza—. ¿Crees realmente que Sol necesita a alguien que la cuide?

¿Sí? Se corta los dedos sola.

—Llévale eso, le gusta mucho el pan. Es una cucaracha. —María te da un par de palmadas en la espalda frente al portón—. Va a despertar, deja que se le pase el susto. ¿Sí? Mientras no le quiten eso del brazo, no les pasará nada a ti ni a ella.

María se detiene un segundo sobre la puerta.

—Cariño, sé que parecen no tener sentido las cosas. Pero todo tiene su razón de ser.

No. Absolutamente no.

—Anda, vuelve antes de que te cuelgue de los pelos por haberte trepado a mi barda.

Te regala un guiño y ahora te encuentras de nuevo fuera de la casa.

Tiene sentido que el cuerpo de Sol no se esté pudriendo y que la herida se vea tan roja.

¿De verdad crees que esté viva? ¿Se está haciendo mensa? Oye debiste de haber puesto algo más de presión allá arriba. Mi cabeza no está atando los nudos correctos y no sé a quién demonios creerle. 

¿A dónde vas? El camino hacia la casa es para abajo. No más arriba, arriba solo hay mansiones.

Mierda, ¿te acuerdas de Godzilla?

—Sube, Rob. 

La puerta de la pequeña camioneta es abierta por Jean Leup. Tiene una expresión macabra en todo su ser. Pero a Godzilla no le importa, él está cabeceando al ritmo de la música que trae el estéreo. Yo no me subiría, pero Rob, no es una invitación, es una orden. 





*mochi: Postre japonés hecho con gluten de arroz.

*despapaye: Desorden, alboroto cañón. 

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