XI - Atole

Lázaro es un pueblito, parte de Galintia, que se encuentra a unos veintidós kilómetros de la zona este de la ciudad. No hace falta nada más que salir de la calle y caminar recto hasta agarrar el único cinturón vial. Luego uno se encuentra con la carretera y sigue derecho, derecho y más derecho. Ahí, en la primera bifurcación, está el letrerito de Lázaro después de unas cinco horas de caminata.

Según «Donasdechocolateamargo», un usuario de la plataforma palabrarientos que Sol encontró en el teléfono del vecino asesino, Lázaro es conocido por ser un pueblito de encantamientos. Curiosamente a inicios de este año, el usuario recién había publicado un par de actualizaciones de una curiosa investigación acerca de la leyenda de Lázaro y sus brujas.

La cosa va más o menos así: Donas es un apasionado por la comida y el misterio. Y había ido a visitar aquella posada en Lázaro de doña María José Fernanda de Oca, (quien es una viejita bien conocida por saber cocinar y a quien, al parecer, le gusta que la llamen doña Pepe). Donas solo había ido para comprobar las excelentes reseñas del lugar, pero se enredó en un misterio. 

Donas escribió que había una foto enmarcada detrás de la caja registradora, y al mirarla detenidamente encontró algo que lo dejó pálido. 

Yo no soy de retener mucha información, aunque quizá la culpa la tenga Donas porque le puso demasiado rollo en esa parte y describió cada uno de los dulces polvorientos que estaban detrás de la caja registradora. Desde cocadas ennegrecidas hasta alegrías con granos de azúcar dudosos. Pero lo más importante es que en una de las fotografías que estaban colgadas, aparecía la madre de la abuela de doña Pepe cuando era joven.

Y según esto, Donas de chocolate amargo tenía en su casa una fotografía de su padre, décadas más tarde, con un grupo de personas de la caravana en la misma posada. La revelación estaba en esas fotos. Donas marcó con un círculo rojo el par de similitudes. Pero las fotos no cargaron en el celular de Rafael. 

Supongo que ahí había una bruja o algo por el estilo.

—Para beber ahorita tenemos atole de chocolate, vainilla, guayaba, galleta, naranja, cajeta, fresa...

Doña Pepe por fin ha tenido tiempo de atender la mesa. A la señora la habían entretenido unos del fondo con halagos a su aparente juventud. A mí me ha espantado. Yo digo que está mintiendo cuando dice que tiene cincuenta y tres años, pero también puede ser que en este pueblito haya algo que rejuvenezca a las personas. Porque como que nadie se ve viejo, nadie aparte de ti. 

Quizá todos son vampiros. 

—Tres fresas.

Ni a Sol ni a Rafael parecen importarles lo que les pidas, doña Pepe asiente alejándose del lugar con una sonrisilla, de seguro le agrada que los clientes le pidan bebidas calientes a mitad del día. El ambiente de la mesa vuelve a quedar en tensión, producto del viaje que fue bastante cansado. 

—Te dije que ya no habían buenas caravanas —habla Rafael—. No quiero ni imaginarme el regreso. Vamos a terminar siendo comida para el ganado.

Ahora no hay solo un cantante de banda indie en la mesa, hay dos. Rafael tuvo que cambiarse a mitad del camino por el improvisto. Todavía se asoma su playera manchada de tierra y sangre de entre la mochila de Sol. 

—Me daba la impresión de que a ti no te daba miedo nada, pero me equivoqué, eres un chillón. —Sol se alza de hombros antes de continuar—. Te dije que era mejor caminar. 

—Si hubiéramos caminado, aquellos niños habrían arrollado a tres cuerpos en vez de uno.

—¿Crees que estén bien? 

La cosa estuvo así, consiguieron que un par de muchachos de la zona norte los llevara en un auto lujoso a Lázaro. Los chiquillos estaban perdidos en la glorieta que separa al norte con el centro de la ciudad y como estaban desesperados, permitieron que Rafael les indicara el camino a cambio del aventón. 

Era la primera vez que esos flacos iban a Lázaro. Si no los habían robado al momento, era por mera suerte. Tenían un montón de mapas y cámaras con ellos y no dudaban en presumirlo. Se bajaban del auto como si no vivieran en la peor ciudad del mundo. Lo peor es que iban vestidos para ir a la playa. Playeras floreadas, bermudas y sandalias. Sangre fresca e ingenua. 

Y en un principio todo marchó bien. Si tenían unos gustos musicales medio extraños e inhalaban vapores de una maquinita curiosa, sus acentos se perdían un poco porque hablaban como si tuvieran la boca llena y luego cambiaban a otro idioma. Pero eran amables, les ofrecieron botellas de agua caras.  

El problema fue cuando a medio camino, con todo y la música a tope, el auto dio un brinco y sonó como si hubieran atravesado algo. En vez de seguir, frenaron de golpe y se quedaron quietos. Uno susurró algo como: «De seguro era un perrito.» Como nadie más dijo nada, estuvieron a punto de volver a arrancar. 

Hasta que hablaste, Rob y dijiste:

No, era un cuerpo.

Sí, justo eso. Luego decidieron bajar del coche y descubrieron que, en efecto, habían arrasado a alguien. Como que te divirtió la situación porque les dijiste algo así de: «ya lo mataron» y los espantaste aún más. Empezaron a llorar y a llamar a sus mamás, pero no había señal en esa parte de la carretera. 

Rafael les dio dos cachetadas a cada uno que los hizo llorar aún más y entre todo el drama les indicó que regresaran a la zona norte a lavar el coche. Les dió otras instrucciones como que quitaran el rastro de algunos pedazos de bolsa y carne que se habían quedado atrapados debajo del cofre. Incluso les ofreció la tarjeta de un negocio que se encargaba de esas situaciones. 

Según el vecino, a veces solían dejar así a las personas a la mitad de la carretera cuando ya se querían deshacer del cuerpo. Pero creo que eso se los debió de decir a los jóvenes y no a ti. Como comprenderás, el resto del trayecto se hizo caminando. 

—Sí, era un cuerpo —suspira Sol.

Pero este es un buen lugar, ¿no lo crees? No muchos locales tienen un árbol sagrado justo en la mitad. Yo digo que si tocas el arbolito, tu suerte mejorará. Deberías intentarlo. De hecho, los tres deberían de hacerlo. 

Igual si no quieres tocarlo, porque cuesta ciento veinte pesos posar la mano sobre la madera sagrada, hay otras opciones. La foto de lejos cuesta veinticinco pesos, y aunque los llaveros valen cincuenta, no se ven de mala calidad. Es una botellita con un diminuto árbol dentro.  

—Es el arbolito sagrado de Lázaro. —Comienza a hablar una de las meseras mientras sirve los tres atoles de fresas al lado de un plato con tres fresas—. ¿Se saben la historia?

—Sí ya...

—No —interrumpe Sol a Rafael.

Rafael se levanta de la mesa y señala los baños, no parece contento con la idea de escuchar la historia. 

—Un joven moribundo llegó a este mismo lugar —dice la mesera—. Le pidió a los cielos que le permitieran saber qué destino elegir. Entonces notó que en el árbol apareció una imagen iluminada. Era el dibujo de un santo. Ahí, en el tronco Dios le había hablado y le dijo que todo estaría bien. Han pasado inundaciones, inviernos fríos, terremotos y nevadas. Pero el árbol sigue vivo igual que siempre. La gente viene a tocarlo y a hablar con los cielos. Da buen augurio a quien sabe rezarle bien.

¿Por qué aquí todos tienen que estar muriéndose? Se alcanza a ver a doña Pepe salir de la cocina para llegar a la grabadora. Le sube el volumen casi a tope.

Y ya no puedo más, ya no puedo más. 
Siempre se repite esta misma historia.
Vivir así es morir de amor.

Alguien debería decirle a la doña que no sabe cantar. Ni siquiera la mesera ha podido ocultar la mueca de disgusto. 

—¡Apoco ya se va de Lázaro, amigo! —exclama doña Pepe acercándose a la mesa contigua con un baile medio atorado—. Si acaba de llegar. ¿Cómo cree?

—Ya estuvo doña Pepe, yo solo venía por un poco del brebaje para los chamacos que como que les echaron embrujo y no dejan de enfermarse a cada rato. A uno ya casi se le sale el ojo. Pero ya llevo varios, se recuperará pronto con esto.

—Ah, ya fue con la Chamoyis. A mi me funcionan sus cosas esas un montón, sobre todo para el dolor de rodillas. 

Rafael regresa y vuelve a tomar asiento. Está todo mojado y pareciera como si se hubiera bañado ahí dentro. Creo que intenta volver a reclamar algo, pero en vez de eso decide tomarle al atole y se queda contento. 

—¿Quién es Chamoyis? —pregunta Sol en un susurro.

—No te interesa —responde Rafael.

Te empinas el atole como si fuera agua y luego escupes la fresa en la taza de vuelta. Enamoras, Rob. 

—¿Es la bruja de la que hablaba Donas de chocolate amargo? —vuelve a preguntar Sol.

—¿Don quién?

—Don Bello.

—No, Rob. Chocolate amargo — corrige Sol—. Alguien que se puso a escribir en un blog acerca de Lázaro y de las brujas a las que la gente viene a visitar cada año. ¿Es ella una de las brujas de la que hablan?

Rafael se inclina sobre la mesa y le apunta a Sol con el tenedor. Entrecierra los ojos y respira profundamente. 

—¿Te acabaste la batería del celular por estar leyendo a un tal Chocolateamargo?

—¿No? —Sí—. Yo solo lo leí porque también tenía recetas de postres curiosos. Había algo de un mousse de mango. Se veía rico.

Desde aquí no se ven fotos detrás de la caja registradora. Los dulces polvorientos y pasados están presentes, pero no hay mucho más. 

Doña Pepe vuelve a salir de la nada y pasa a dejar un plato de chilaquiles enorme para la mesa y se cruza de brazos en el acto. Ya no está bailando. 

—Se me hacen conocidos, ¿ya habían venido por aquí? —pregunta la señora. 

Niegas echándole toda la salsa encima a las tortillas. Rafael se alza de hombros y a Sol no le queda otra más que quedarse en silencio. 

—Suelen decir que tengo un rostro común —musita Rafael.

—Con razón. Entonces es su primera vez en Lázaro, ¿también vienen a probar los Chamoyitos? Esa chiquilla cada día es más famosa, caray. El otro día vinieron desde Canadá.

—¿Los Chamoyitos son de la bruja de Lázaro? —pregunta Sol.

—No.

¿Y tú cómo rayos vas a saber qué cosa es de quién?

—¿Qué? Ah no, no. Es de la jovencita Chamoyis —corrige la señora—. La bruja de Lázaro... ay, ya no hace las cosas como antes. Es que su abuela era la que curaba de todo. La nieta como que no le salió bien. Y luego cobra carísimo para sus cosas raras. Leer el futuro con maíz, ¿ustedes creen esa barbaridad? 

Sol arruga una servilleta, si fuera ella yo te detendría. Ya agarraste como cuatro llaveros y te ves indeciso a tomar otro par más. 

—Leí que usted solía tener un mural de fotos. 

—Así es. —Asiente doña Pepe—. Pero lo quemé porque según Chamoyis, se quedan todas las malas vibras de las personas en las fotografías. Que por eso me salió ese lunar en el ojo. 

Rafael reprime una carcajada y toma un poco de las tortillas ensalzadas. 

—¿Y dónde está Chamoyis? —pregunta Sol.

 —En el Lago de la muerte. 

¿Y ahora por qué te estás ahogando?

Ah, te comiste un llavero. 

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