II - El silencio de los búhos


Sol te está robando.

En el entretanto, nos topamos con tres bicicleteros que iban en vía contraria, un viejo jetta café con las puertas amarillas que parecía pokemón, y un vochito negro. Bueno, Sol y tú. Yo estoy pintado aquí. 

Ninguno se fijó en la carretilla, exceptuando al que conducía el vochito. Ese fue el más peligroso de todos. Casi te atropella, pero no te alcanzó a rematar. Sol alcanzó a vociferar conjuros altisonantes que desconcertaron al conductor cuando se volteó la carretilla y tu trasero quedó al descubierto; aunque creo que fuiste tú lo que desequilibró al conductor. 

Por eso Sol tuvo que sacar la mitad del rollo de bolsas de basura. Te cobijó de pies a cabeza y te acomodó de nuevo para que no se vieran tus desgracias, también te pidió que guardaras silencio y no hubo más inconvenientes. Eres obediente. Hasta ahora permaneces callado y quieto en la carretilla. Tal vez eras sumiso cuando vivo, o a lo mejor ya te volviste a morir. 

Hubo un momento en el que tu nueva amiga se quedó pensativa en las vías. Como que te quería dejar ahí entre las monedas que ella oculta sobre las piedras. Se te estaba saliendo el brazo, al sol no le faltaba nada para salir y no habías dado más señales de que no estuvieras pudriéndote. Y es que oye, sí nos cagamos de miedo con lo que hiciste, yo también hubiera dudado a medio camino. De hecho, todavía no me quito las ganas de vomitar.

Pero bueno, ya debes de saber cómo es Sol, no te pudo dejar. En cambio, yo sí te hubiera dejado.

—Ahora sí silencio absoluto, Rob —te habla el pato—. Ya estamos en la calle, según yo, todos deben de estar dormidos aún. Lobo siempre sale tarde al trabajo, Concepción y Chabelita ya están retiradas así que están dormidas, y Rarito trabaja de noche.

—Sh.

¿Rob?

¿Hablaste?

No sé si lo pálida que está Sol es porque le sangró mucho la mano, o porque estás rompiendo todas las leyes de la vida orgánica conocidas. Igual sonríe con cierta diversión y continúa la caminata.  

—Eso es, Rob. Sh —responde ella.

Pasamos por una diminuta glorieta escondida al lado de un invernadero cerrado con candados. Ahí unos árboles que nadie se molestó en podar cobijan la entrada de unas estrechas calles pavimentadas. Cualquiera que pasara al lado de esta vía, no se daría cuenta de que hay gente viviendo aquí. Primero notarían a los demonios que viven debajo de tanta maleza antes que a las calles. 

Te empujan con prisa sobre el concreto hasta que llega a la ventanilla de la caseta de seguridad. Hay una señora que parece muerta como tú, pero solo está durmiendo con la boca abierta. Sol no le toma importancia. Debe ser común en ella ese comportamiento. 

—Vivo en el 243. Justo en medio de la calle, un poco más al fondo que al frente. En las casas pegadas a los rieles. Al lado derecho de mí vive Lobo y a la izquierda hay una casa que lleva una década en renta. 

Creo que ya le gustó al pato jugar contigo. Yo que tú no me emocionaría mucho. De seguro es de esas personas que le hablan amablemente a todos los muertos. También cabe la posibilidad de que no sea tan buena persona. ¿Quién en su sano juicio se lleva un cuerpo a su casa?

La caminata se ralentiza. No te asustes, pero hay un sujeto medio maldito a nuestra derecha. Mide dos metros, te verías ridículamente débil y horrible a su lado. Es el tipo de hombre que crea inseguridades al segundo. Está de pie frente a la entrada de su casa y curiosamente es la única que parece no tener mil candados para entrar. Tiene varios zapatos arrumbados en el escalón, pero lo que se destaca es ese árbol entre el pasto, el único verde de todas las casas. 

Pese a que parece un no tan mal sujeto, es un tanto perturbador que no deje de observar a Sol. Sobre todo porque no lo he visto parpadear. Estoy esperando a que saque un hacha o algo parecido. 

Al parecer tiene dificultades para poder comprarse ropa porque el suéter no le alcanza a cubrir las muñecas. Tampoco entiendo cómo llegó a comprarse esos anticuados pantalones a cuadros rojos y azules, por eso concluyo que es un psicópata, pero la gorra negra que lleva está genial.  

—Hola —habla el enemigo.

Sol se detiene y voltea despacio. El hombre le sonríe con amabilidad, te daría un ataque de nervios solo de verlo.   

—Hola —contesta Sol.

Tú no vayas a contestar, Rob. Estamos aplicando la técnica de no moverse hasta que se harte el contrario y se vaya.

Espera.

Espera.

Espera.

—Eres la nieta de Maximino, ¿no es así? —Oh. No funcionó—. Me llamo Rafael, conocí a tu abuelo hace mucho tiempo. 

¡Con que este es el nuevo vecino al que nadie le quiere hablar! Sol hubiera empezado con que era un palo de dos metros y miraba como si te quisiera desollar vivo. Con razón nadie se le acerca. Oye, a propósito del sujeto, ¿lo que dijo no te sonó raro? ¿Desde cuándo los extraños conocen a los abuelos de sus vecinos?

—Sol —responde ella a medias.

—Mucho gusto, Sol.

Rafael observa el plástico de las carretillas. Algo anda mal con ese. No deberías acercarte mucho, Rob, que no te tiente su inocente tono de voz. Tiene un brillo extraño en sus ojos y no me refiero a la expresión macabra que cargan. Sol debe sentirlo también, porque sus manos quieren ahorcar las manijas de la carretilla.

Aunque puede que sea solo un incomprendido. De esos hay muchos en este mundo. Y no podemos juzgar, tú también das miedo. 

—¿Estás bien? —pregunta preocupado Rafael.

Sale de su jardín verde y se acerca un par de pasos con apuro. No te preocupes si sentiste un golpe, fue porque Sol dejó caer la carretilla. Ella se asoma al guante de su mano derecha y hace una mueca.

—No es nada. Ya hice la limpieza de hoy —exclama Sol notando la vestimenta del vecino—, no te preocupes, no tienes que ir por nada.

—¿Has estado haciendo mis limpiezas desde que llegué? —Rafael se lleva una mano a la cabeza—. La veladora recién me mandó la nota de los turnos de la calle, me la pasó hace un par de minutos.

—¿Estaba despierta? —pregunta sorprendida.

El extraño asiente y avanza otro par de pasos más. 

—La veladora parece hibernar por varias semanas dentro de su caseta y no aparece mas que en días sagrados. O en aquellos donde llueve. De pocas cosas se entera en las juntas. Lamento que te haya llegado el aviso hasta hoy —susurra Sol.

Oye, Rob, cht. Estáte quieto.

¿Por qué estás moviendo las bolsas de plástico, Rob?

—Soy yo el que debo pedirte perdón. Ha sido muy amable de tu parte, no tenías por qué hacer tanto trabajo —exclama apenado el vecino sin dejar de ver la carretilla. Te dije que te dejaras de mover, si te esconden en un sótano va a ser tu culpa—. Acabo de hacer el desayuno. Es pan focaccia con algo de queso y jamón, también tengo algo de fruta fresca. ¿Gustas pasar?

La puerta incluso se abre un poco más  y las bisagras chirrían. Tiene la pinta de ser la persona que le pone veneno a la comida, ¿no lo crees, Rob? Pero sinceramente se me antoja el pan. ¿Te gusta el pan, Rob? Apuesto a que sí. A todo el mundo le agrada el pan. 

—Lamento lo que sea que Maximino te haya hecho. 

Creo que no pasaremos por pan, pero no me mires a mí, Rob. Estoy tan confundido como tú. No sé de qué rayos habla Sol. Le acaban de preguntar si quiere de desayunar. Yo creo que se confundió.

—¿Discul...

—Si hay algo en lo que estoy segura —le interrumpe Sol—, es que todos los hombres que venían a la casa buscando a mi abuelo, querían matarlo.

Estás en un lugar interesante. Te recogen muerto y te regresan medio vivo, tenemos a un psicópata y a la nieta de un asesino. ¡Todo en la misma calle! 

El rostro del vecino no oculta la confusión y Sol aprovecha el silencio para empujar una vez más la carretilla y avanzar con apuro. Adiós, pan focaccia. Una pena, te habría agradado el pan. Sol te detiene frente a un portón alto de madera y mete su mano sana en uno de sus bolsillos buscando lo que supongo son las llaves.

O un arma para poder pelear contra el vecino que está caminando en esta dirección.

Ella saca un enorme llavero con decenas de llaves, enseguida se da cuenta de que te destapaste. Parece que estás bien, sigues con los lentes bien puestos y los labios entreabiertos. Te vuelve a cubrir de inmediato y regresa a las llaves.  

—Espera —exige Rafael.

Las llaves están marcadas con puntos de diferentes colores. Supongo que esta es una de las desventajas de tener cuatro cerraduras diferentes para el portón de entrada. Pese a que está el extraño un par de pasos atrás, Sol introduce la primera llave amarilla.  

—No deberías dejar la puerta abierta —exclama Sol—. Ni siquiera la emparejaste. La calle está escondida, pero no es suficiente como para que te acomodes así. Hace dos meses aventaron una hielera al jardín de los que viven a tu lado.

¿Una hielera con comida?

—¿Con dedos?

¿Qué?

—Una cabeza —corrige Sol.

Oh.

—No es buena idea que vengas a buscar a Maximino —continúa Sol—. No le agradan las visitas de viejos amigos.

Una sonrisa divertida se asoma de los labios del extraño, se cruza de brazos como si estuviera expectante de la siguiente acción. ¿Se habrá dado cuenta de ti Rob? ¿es este el momento donde uno corre? Qué mala suerte. Rob, si tenemos que escapar, te dejaremos aquí de carnada. No te lo tomes a pecho. 

—No tienes que mentirme —habla Rafael.

No sé si he sido yo, o el tono de su voz se ha agravado un poco.

El llavero se resbala de las manos de Sol, ya llevaba dos seguros abiertos. Debería de aventarte, Rob. Rafael no es el único con capacidad de asustar, si te ve así de muerto y le hablas, seguro que se calma.

—Maximino no está —asegura él—. ¿No te cansas de prender y apagar la luz de su habitación para simular que sigue ahí dentro?

—¿No te cansas tú de querer hacer crecer un jardín entre los muertos?

Las cosas no parecen bajar de tono aquí, Rob. Solo falta que empieces a gruñir tú también. (Por favor no lo hagas). Sol recupera las llaves del suelo y respira profundamente antes de volver a intentar abrir las cerraduras. 

No te pregunté hace rato, ¿se siente cómoda la carretilla? ¿O te estás ahogando con las bolsas de plástico? 

—No sé dónde está. —Parece que Sol se enfada aun más al insertar la tercera llave, gira el seguro con una energía que podría romper el cerrojo—. Si no te molesta, quisiera que fueras discreto. Únicamente Lobo y yo sabemos que se fue. 

—¿Entonces estás sola?

Yo no cuento, pero tú debes de valer como la mitad de una persona. Así que, sola no está. 

—¿Planeas atracar la casa? —pregunta.

—No era a lo que me refería —se excusa Rafael—. Solo ten cuidado.

Se despide con diversión ondeando la mano y vuelve a caminar hacia su casa. Tan misterioso el sujeto como tú, Rob. Sol cierra la puerta y espera a escuchar las pisadas de Rafael alejándose un poco más para moverse. De inmediato vuelve a darte aire, te saca de la carretilla y te apoya contra la pared de la cochera. No respiras, no palpitas. Pero la estás mirando. 

Sh.

Eso es Rob, Sh. 

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