* 2 *

Esmeralda estaba ansiosa por conocer al revoltoso Leonardo. Su madre había hecho una reunión familiar para informarles acerca de la llegada de su amiga junto con su hijo. Esmeralda debería dejarles su habitación e iría a dormir con Coti por unos días, hasta que ellos consiguieran un sitio donde quedarse. No le gustaba demasiado la idea, pero no había nada que pudiera hacer, en su casa, a los padres no se les discutía.

Pero guapo no era suficiente para describir al chico, era alto, de pelo lacio, largo y castaño oscuro anudado en un rodete desprolijo, tenía los ojos verdosos y achinados y un hoyuelo se le marcaba en la mejilla derecha apenas hacía un movimiento de la boca. Era muy delgado, pero tenía los hombros anchos y un tatuaje enorme le atravesaba todo el brazo derecho. Se veía algo rebelde, desaliñado y temerario, pero eso, a Esmeralda le pareció divertido.

Subieron al bus mientras la pequeña Coti le contaba a Leo sobre lo divertida que era la ciudad, con sus playas y su gente, que se conocían todos y que pronto se haría de muchos amigos en la escuela. Leo no le prestaba mucha atención, su mirada vagaba por el camino y las casas que se veían sencillas y campestres. Había mucha gente en bicicleta y mucha caminando, hacía calor, pero la brisa del mar se llevaba esa sensación de agobio que solía experimentar en la capital. El olor a sal ya le picaba en la nariz y una sensación de que quizá no todo sería tan malo se le instaló en la mente.

—¿Eres una especie de cantante de rock o algo parecido? —La aguda y persistente voz de Constanza lo trajo de regreso.

—No... es decir, toco la guitarra, pero... no soy un cantante de rock ni nada parecido —explicó.

—¿En serio? ¡Esme canta! —dijo y miró a su hermana—. Quizá podrían hacer un buen dueto —añadió.

—No lo creo, Coti —respondió Esme algo avergonzada, ese chico le resultaba intimidante y empezaba a sentirse incómoda.

Lo nervios hicieron que se pusiera a sudar, odiaba que eso le sucediera, primero las manos, luego el cuello y pronto el cabello se le empezó a pegar en la frente. Leo la miró y sintió repulsión, esa chica era realmente obesa y él se preguntaba cómo es que no hacía nada para evitarlo. Las chicas que él acostumbraba a frecuentar vivían a dieta y se creían gordas incluso cuando no tenían absolutamente ni un solo gramo de más. Su teléfono sonó y lo sacó para ver el mensaje, era de Vicky.

«Espero que te portes bien allá, me molesta la idea de que te quedes en casa de una chica. Estás en la playa, hay bikinis, cuerpos bronceados y mucho sol...»

Leo levantó la vista para mirar a Esme, su frente estaba perlada por el sudor y respiraba agitada. Sonrió tratando de aguantar la risa que le causaba el mensaje de Vicky y se dispuso a responderle.

«Si vieras a la chica en cuya casa viviré, pondrías tu mano en el fuego por mí».

Esme odió esa sensación, estaba segura de que el chico se estaba burlando de ella. Odiaba esas miradas, odiaba sentirse de esa manera, como si la gente hablara a su alrededor, como si su aspecto fuera un tema importante de conversación como si el ser gorda le diera al resto el derecho a burlarse. A veces intentaba pensar que aquello solo sucedía en su cabeza, que en realidad la gente no se reía de ella sino de alguna otra cosa. Por ejemplo, Leo podría estar riéndose de un chiste que alguien le mandó por mensaje, pero luego la vio mirarla y advirtió la repulsión en sus ojos, la sonrisa burlona en sus labios, y bajó la cabeza en un intento de que aquello no le afectara y tratando de convencerse a sí misma que no era de ella de quien hablaba.

«¿Muy fea?». Preguntó Vicky y Leo sonrió.

«Mucho...».

«Según mi papá en la oscuridad no hay mujer fea, así que igual... mantente alejado». Dijo Vicky a cuyos celos Leo estaba acostumbrado.

«La oscuridad no sería suficiente, debería ser algo así como un agujero negro que me tragara». Bromeó y volvió a reírse.

—¿Qué te da tanta risa? —preguntó Coti.

—Nada... cosas mías —añadió y guardó el celular.

—¡Ya llegamos! —gritó la niña emocionada.

Leo siguió a las niñas e ingresó a la casa donde ya estaba el pequeño auto en el cual seguía preguntándose cómo cabían todos. La casa se veía sencilla pero confortable y apenas ingresaron Magalí los recibió con agua fresca y luego le dijo que Bea se había ido a tomar un baño.

—Esme, acompaña a Leo al cuarto —indicó y la muchacha aceptó.

Odiaba que su madre pensara que podrían llevarse bien, ¿por qué los adultos creían que dos personas podrían ser buenos amigos solo por tener la misma edad? Eso era estúpido, era obvio que ella y Leo no tenían nada en común, y aunque estaba segura de que a Tefi —su mejor amiga— se le caería la baba cuando lo viera e insistiría para que se uniera a su grupo, estaba claro que el chico no lo haría, y estaba claro también que veía a Esme como la mayoría de los chicos la veía o quizá peor.

Sin decir palabra lo llevó al cuarto, Leo ingresó y observó la cama con sábanas y cobertores rosa, los muebles blancos y las cortinas en tonos pasteles.

—¿Es tu habitación? —inquirió y ella asintió sin encontrar las palabras—. Parece la de una niña pequeña —murmuró al ver osos de peluche y algunas muñecas ordenadas sobre un estante. Esme sintió que se hundía de la vergüenza.

—Bueno, al final del pasillo está el baño, ahora tu madre lo ocupa, pero... —Se encogió de hombros—. Me voy, te dejo descansar —dijo y salió nerviosa trastrabillando por el camino al punto de casi caer justo cuando llegaba a la puerta.

Leo rio divertido al darse cuenta de su efecto sobre la muchacha. Estaba acostumbrado, a las chicas le gustaba ese aire de chico malo y guapo que mostraba en su ropa, en su andar, en su actitud. Según el Chin,o a las chicas les gustaban los chicos rudos pues pensaban que podían cambiarlos y aunque eso no fuera cierto, era un punto a tener en cuenta a la hora de conseguir lo que querían con ellas para luego dejarlas.

Leo pensaba que él tenía razón, sin embargo, él quería a Vicky y no pensaba engañarla, eso era algo que su padre le había enseñado desde siempre. Él había amado tanto a Beatriz y Leo había crecido en medio de esa familia consistente, llena de amor, de respeto... hasta que todo se desmoronó. Sin embargo, Vicky era su esperanza, ella lo quería y no le había mentido nunca, él tampoco lo haría, no después de conocer el poder destructor de la mentira. Por eso no la engañaba aunque el Chino insistiera, después de todo sus amigos no tenían compromiso con nadie, él sí: con su futuro, con sus sueños, con Vicky.

Observó la habitación de la chica y pensó que parecía un pastel de cumpleaños, recargada y con muchos tonos infantiles. La cama era inmensa y cómoda, entonces pensó que era lógico, solo en una cama así de grande cabría semejante cuerpo.

Esme salió al jardín del fondo donde tenía sus rosales. Caminó hasta los pimpollos amarillos que empezaban a florecer y los acarició con ternura. Suspiró, ese era el único sitio donde encontraba paz, donde calmaba la ansiedad que constantemente invadía su alma. No sería fácil convivir con ese chico allí. No era fácil enfrentarse a los chicos de la escuela, no era sencillo vivir en una ciudad costera y no poder ir a la playa por temor a mostrar su cuerpo y ser una vez más objeto de burla, no era sencillo conocer gente nueva y preguntarse qué pensarían de ella, si acaso les agradaría. No era fácil ser ella, así que su casa y sus rosas solían ser su refugio, pero ahora ese refugio estaba invadido por un chico que parecía aborrecerla.

Pensó en todos los chicos y chicas que conocía. Algunos la ignoraban por completo, era como si el solo hecho de ser gorda le sacara todo su valor como persona, como si esos chicos y chicas simplemente no creyeran que ella podría aportarles algo a sus vidas. Otros la veían como la hermana incondicional, esa que estaría allí siempre, pero que de alguna forma no tiene vida propia y debe vivir a través de las cosas que les suceden a los demás, era como si por su sobrepeso la gente no creyera que a ella pudieran pasarle cosas.

Cuando Antonio le pidió que fuera su novia, nadie lo podía creer, era como si se preguntaran si Antonio estaba bien de la cabeza, si acaso era un chico normal. Así que hacía mucho tiempo que Esme había decidido apartarse de todos y querer solo a quienes le querían. Y esos eran su familia, Antonio y Tefi.

Tefi, o Stefany, era su compañera desde el jardín de niños y habían sido siempre muy buenas amigas. Aunque Tefi era hermosa, delgada, alta, de piel morena y cabello negro, a ella nunca pareció importarle el cuerpo de su amiga, de hecho, solía incitarla a vestirse de forma más sexy y provocativa, haciendo que la misma Esme se preguntara si acaso ella no la veía como era.

Antonio era un chico a quien había conocido en la catequesis de los domingos, era bueno, trabajador, le llevaba un par de años y trabajaba en la pescadería que quedaba frente al muelle. Estaban de novios hacía un año y Esme estaba muy enamorada. A él nunca le había importado su físico y solía decirle que era muy bella.

—¡Esme! —La llamó su madre desde la casa.

La chica caminó hasta allí y su madre le dio una bandeja donde había jugo y sándwiches.

—Llévaselos a Leo y Bea, es probable que estén hambrientos. —Esme suspiró agobiada, su madre la tendría así por todos esos días, sirviendo a las visitas, porque ella era así, servicial hasta el extremo y la comida siempre era su mejor forma de solucionar todos los problemas.

Esme obedeció y cuando llegó a su cuarto, observó la puerta abierta. Entonces vio a Leo acostado en su cama con los zapatos puestos y un cigarrillo en la boca.

—No puedes fumar en mi habitación —dijo y entró para colocar la bandeja sobre la mesa de noche.

—No vi ningún cartel que lo prohíba —comentó Leo y luego tomó a una de las muñecas del estante cercano—. Mira, a ella le gusta —añadió y colocó el cigarro en la boca de la muñeca con diversión.

—No necesito poner un cartel, es mi habitación y no puedes fumar aquí —zanjó la muchacha mientras comenzaba a odiar ese chico. Leo sonrió y tomó un sándwich.

—Si te doy mi parte, ¿me dejas fumar en tu cuarto? —dijo pasándole la comida.

Esme sintió las lágrimas aglutinarse en sus ojos y no supo qué decir. La humillaba y ella no sabía cómo reaccionar, nunca había sabido.

—¡Leo! ¡Apaga eso! —Beatriz ingresó al cuarto. Leo rodó los ojos y apagó el cigarrillo sobre el plato que Esme había traido.

—Gracias, Esme —dijo Bea al ver aquello.

—De nada... yo... me voy —añadió la muchacha y salió apresuradamente, necesitaba llorar y ya no podía contenerse.

—¿Qué le hiciste? —inquirió Bea y fijó su vista en Leo.

—¿Yo? ¿Por qué yo siempre tengo que ser el que hace algo?

—Ya te lo dije, Leo. ¡Compórtate! —zanjó Bea.

—Mejor me voy a conocer este pueblucho —dijo el muchacho y salió de la habitación enfadado.

Bea suspiró agotada y se recostó en la cama luego de abrir las ventanas para que saliera el humo del cigarro. Eso no iba a ser sencillo. 


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