* 40 *
Enero se fue y febrero también. Rápido para quienes disfrutaban de sus vacaciones de verano y no tenían ganas de regresar a clases, lento para quienes sufrían alguna pena, como era el caso de Nahuel y de Aneley.
Ella se sentía mucho mejor, Estela estaba siendo de mucha ayuda en la reconstrucción de su persona y se lo agradecería eternamente. Había conseguido un trabajo durante las tardes en una cafetería y con eso podía pagar sus sesiones, además estaban por iniciar de nuevo las clases y podría comprarse sus útiles. Maylen y su padre también estaban bien, su hermana había ido a pasar casi todo el verano a Puerto Guinea, a casa de su tía y ya estaba de regreso para el inicio de clases. Su padre, seguía esforzándose en salir adelante.
Durante todo el verano, Aneley no vio a ninguno de los chicos del grupo de Max, era probable que todos hubieran viajado, tenían dinero y solían hacerlo, pero aquella tarde, Max y Sebastián llegaron a la cafetería.
—Así que ahora trabajas aquí —dijo Sebastián—. Te queda bonito el uniforme —añadió.
—Ya déjala, estoy aburrido de ella, tenemos que buscar sangre nueva este año —zanjó Max con tono divertido. Fue entonces cuando Alan ingresó al local y saludó a sus amigos estrepitosamente.
Aneley sintió que le temblaban las piernas, que el estómago se le comprimía y que un sudor frío bajaba por su espina dorsal. El miedo la hizo presa y los recuerdos de aquel día le cayeron como un balde de agua fría.
Él la miró, ella bajó la vista, él se volteó y vio a sus amigos.
—Vamos a otro lugar —pidió.
—¿Por qué? Acá sirven buen café —dijo Sebastián.
—Porque quiero —zanjó y salió decidido. Los demás lo siguieron.
Aneley volvió a respirar.
Esa misma tarde de domingo, Nahuel regresó a la ciudad, iba a quedarse solo una semana y luego regresaría a Nueva Esperanza para cursar todo el semestre por allá. Kristel lo esperaba ansiosa en el pórtico de su casa y apenas lo vio llegar, corrió para abrazarlo.
—Te he extrañado —dijo y él le devolvió el abrazo.
—Yo también —respondió.
—¿Cómo estás? —preguntó su hermana y lo vio a los ojos para poder descifrarlo por ella misma.
—Bien... todo igual —respondió él.
—Vamos adentro, te preparé algo que te gustará —añadió su hermana y lo acompañó.
Después de un rato, insistió para salir a pasear, pero lo cierto es que Nahuel no quería hacerlo, no quería cruzarse con Aneley porque sabría que desfallecería, no se sentía listo para volverla a ver y esperaba que durante toda la semana no se la encontrara.
Lo cierto es que el lunes, debía ir a la universidad para retirar unos papeles y ese mismo día, era la inscripción de los demás alumnos.
Aneley y Kristel se encontraron en el ingreso del edificio y caminaron hasta las oficinas de admisión, allí había una fila larga de alumnos tramitando sus horarios y sus inscripciones a las materias que cursarían ese año.
—¿Está bien? —inquirió Aneley al colocarse en la fila lista para esperar.
—Así parece —respondió Kristel—. Pero tienes que ir a verlo, Ane, debes decirle la verdad.
—No sé si sea buena idea, Kris. El tiempo ya pasó, las cosas ya no tienen vuelta atrás, el daño que le hice es demasiado grande y ni siquiera él podría perdonar todo el sufrimiento que le causé. Además, Alan está por aquí y no quiero problemas, Nahuel volverá a viajar y lo mejor es que esté tranquilo —respondió.
—Odio cuando crees que tienes el poder de organizar la vida de los demás. Debes aprender a dejar que cada quién tome sus decisiones. Hice un trato contigo y te daré hasta el miércoles para que tú le digas la verdad, no importa lo que pase luego, él merece saber que tú le mentiste cuando le dijiste que no lo amaste jamás. Si no se lo dices, le diré yo, Ane, lo siento —añadió.
Alan, Max y Sebastián, salían ya del edificio cuando Nahuel se los cruzó.
—Miren quién volvió —bromeó Max divertido, pero Nahuel los ignoró apurando la marcha. Escuchó risas tras de sí, pero no les prestó mayor importancia. Caminó hasta la oficina donde debía pedir su certificado de estudios y lo tramitó, entonces fue a pagar a la caja y cuando estaba de regreso, vio a su hermana con Aneley paradas en la fila de inscripciones.
Su mundo se detuvo por un instante cuando sus miradas se cruzaron, ella estaba tan bella como siempre y no parecía estar mal, de hecho, se veía bastante bien. Aneley sintió que se le aflojaban las piernas, lo único que quería hacer era correr hasta él, abrazarlo y besarlo, decirle que lo amaba con el alma y que necesitaba que la perdonara, que haría lo que fuera para que olvidara lo sucedido, pero entonces él bajó la vista y caminó en dirección contraria.
—¡Síguelo! ¡Ve tras él! —exclamó Kristel y Aneley negó.
—¿Qué le diré? No sé qué decirle —respondió y se encogió de hombros.
—Dile la verdad, Aneley, podrías empezar por eso —añadió Kristel.
—Camino hasta él y le digo, oye, te mentí, las cosas no fueron como te dije, en realidad fui abusada, ¿algo así? —inquirió y la muchacha que estaba delante de ella en la fila la observó con asombro. Kristel puso los ojos en blanco y suspiró.
—Vamos, anda, dile algo, ya sabrás qué cuando estés en frente. Síguelo, Ane —insistió—. Deja esto, yo me encargo de inscribirte —añadió sacándole los papeles que traía en la mano.
Aneley caminó un par de pasos con inseguridad y volvió a mirar a Kristel que le hizo un gesto para que lo siguiera, la muchacha asintió y caminó por el lugar donde Nahuel se había marchado.
Afuera de la universidad, Max, Sebastián y Alan estaban sentados fumando en las escaleras. Nahuel maldijo por lo bajo, lo verían al pasar y no tenía ganas de saber de ellos. Caminó lo más alejado que pudo, pero Sebastián se levantó para hablarle.
—¿Y? ¿Cómo va todo, Einstein? —inquirió parándose delante de él.
—¿No tienes nada mejor que hacer que molestar? —respondió Nahuel intentando adelantarse.
Aneley llegó justo cuando Max se levantaba para ir junto a su amigo Sebastián, por un lado sintió miedo, Alan aún estaba sentado en las gradas y al verlo sus piernas se petrificaron.
—¡Mira quién viene! —dijo Max al verla—. Tu noviecita nada santita —afirmó y los dos rieron. Alan se levantó al verla y se acercó a sus amigos.
—Vamos, dejémoslos tranquilos —zanjó.
—¿Y a ti qué demonios te pasa? —inquirió Sebastián. Aneley no entendía por qué Alan hacía eso, le parecía imposible que estuviera cumpliendo su promesa.
—Es en serio, será mejor que vayamos a inscribirnos —dijo Alan una vez más.
En ese mismo momento, una patrulla de policías estacionó justo en frente a la universidad. Todos los alumnos que estaban fuera, incluso los tres chicos, Aneley y Nahuel, observaron a unos oficiales bajar de la unidad. Uno de ellos señaló entonces a Alan y rápidamente se acercaron a él.
—¿Alan Ramos? —inquirió el oficial y este asintió confundido—. Debe acompañarnos a la delegación —zanjó el policía.
—¿Yo? ¿Por qué? —preguntó el muchacho.
—Queda usted arrestado por abuso sexual y tenencia de estupefacientes —afirmó, entonces uno de ellos colocó una mano sobre su hombro y el otro le tomó de los brazos para colocarle las esposas. Alan se dejó hacer, estaba nervioso y confundido. Observó a Aneley y ella bajó la mirada. Max y Sebastián se quedaron inmóviles en sus sitios, todo rastro de sonrisa se les había borrado del rostro mientras oían a uno de los oficiales recitarle los derechos. No pasó ni cinco minutos y un auto de la prensa se detuvo tras la patrulla y los flashes comenzaron a abarcar la zona. Alan era hijo de un importante político y eso sería una gran noticia.
Los oficiales lo metieron en el auto, sus amigos subieron a otro más y los siguieron, Nahuel se quedó allí acomodando en sus pensamientos todo lo que había sucedido, entonces una idea se le cruzó por la mente y observó a Aneley, que estaba parada en la puerta, con las manos temblorosas y los ojos llenos de lágrimas.
—¿Ane? —dijo al acercarse, pero ella no lo miró—. ¿Ane? —insistió. Entonces ella levantó la vista y cuando sus ojos se encontraron él supo la verdad.
Como si una daga le atravesara el corazón, Nahuel sintió enfado, frustración, impotencia, rabia, tristeza y dolor, mucho dolor. La simple idea de imaginarse a Aneley teniendo que pasar por eso convirtió el dolor que ya tenía en otra clase de angustia. Miles de preguntas pasaban por su mente.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¡Diablos, Aneley! ¿Qué demonios?... No entiendo nada —zanjó.
—Perdón... Sé que no tengo perdón, hice todo mal, Nahuel... Lo siento. Lo único que te pido es que me escuches —añadió—. Necesito que lo sepas todo.
Bueno, ya se empiezan a aclarar las cosas al fin.
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