* 15 *




Aneley ingresó al salón sintiéndose agotada, no había pasado una buena noche y tampoco le esperaba un buen día. Maylen estaba fuera de casa, en aquel campamento al que debía ir con la escuela, y su padre había amanecido enfermo, le tocó cuidarlo desde muy temprano por lo que no pudo descansar nada. Le dolía la cabeza y sentía hambre, no había podido desayunar porque no le había dado tiempo, pero no podía faltar a la primera clase porque no le iba muy bien en Matemáticas y ya no quedaba nada para el examen.

Se sentó en una silla que encontró libre y recostó su cabeza en la mesa, sentía que el mundo se daba vueltas y que el estómago se le revolvía un poco. Alguien colocó su mano en su hombro y ella levantó la vista para ver de quién se trataba.

—¿Estás bien? —Era Kristel, que se sentó a su lado y colocó su mano en la frente de su amiga, la verdad era que se veía bastante pálida.

—No, me duele la cabeza —explicó la muchacha volviendo a guarecerse entre sus propios brazos.

—¿Quieres que te acompañe a la enfermería? —preguntó su amiga.

—No, no quiero faltar a clases porque no entiendo mucho y ya falté el otro día —explicó.

Kristel no objetó aquello, pero se sintió preocupada. Un rato después, el profesor ingresó al salón seguido de Nahuel, que traía una sonrisa triunfante en el rostro.

—¿Y este? —inquirió Max al verlo.

—El Señor Quiroz formará parte de esta clase desde hoy —explicó el profesor—. Pase a sentarse —le dijo entonces.

Max y sus amigos cuchichearon algo, Kristel lo miró sonriente y Aneley levantó la vista intentando enfocarlo para regalarle una sonrisa. Nahuel caminó hasta el asiento libre detrás de su hermana y se sentó al tiempo que el docente comenzaba su clase.

Desde atrás, Nahuel observó lo mal que se veía Aneley, estaba muy pálida y se sobaba constantemente el cuello y la sien, el chico sintió cierta preocupación y lo único que deseó fue que terminara la clase. Ya solo quedaban diez minutos para que eso sucediera, y hacía unos cinco que Ane se había quedado dormida sobre su libro. Kristel se movía nerviosa a su lado intentando que el profesor no lo notara, pero todo lo contrario sucedió.

—Creo que la Señorita Salcedo está tan entretenida en mi clase puede pasar a explicarnos mejor este ejercicio —zanjó el profesor.

Kristel despertó a su amiga de un codazo y esta sin entender mucho lo que sucedía, observó primero a la chica y luego al docente que se acercaba mientras con las manos le pasaba un plumón.

—Por favor, hónrenos con su sabiduría, ya que esta clase le resulta tan aburrida —dijo el maestro.

Aneley tomó el plumón y se dirigió al pizarrón. Estaba lleno de números y símbolos y por un momento le pareció que bailaban. No entendía absolutamente nada, así que se volteó y observó al maestro.

—No sé cómo resolverlo —dijo con sinceridad.

—Entonces, ¿no debería estar un poco más atenta a la clase? —preguntó el profesor.

—Lo siento, tuve una mala noche —añadió la muchacha.

—¡Que conste que no fue conmigo! —dijo Max en tono de burla y todos rieron.

—¡Ni conmigo! —añadió Sebastián.

Aneley sintió enfado, rabia, y frustración. Iba a sentarse de nuevo cuando el timbre que marcaba el cambio de hora sonó.

—Pueden guardar sus cosas —dijo el profesor—. Usted, viene conmigo —añadió observando a Aneley.

La chica afirmó con desgano y siguió al docente. Nahuel salió del salón pues la siguiente hora tenía clases en otra aula. Vio que el docente la llevó a la sala de profesores y de allí no supo más. Iba a ingresar a su clase cuando pensó que no podía dejarla así, decidió perder un par de horas e ir a esperar que Aneley se liberara de esa forzada reunión.

La vio salir cabizbaja y dirigirse a los tocadores seguida del profesor que giró en otra dirección. Nahuel esperó que sonara el cambio de hora para ir hasta donde la muchacha había partido. La puerta del tocador estaba cerrada y supuso que estaba allí, esperó unos minutos, pero ella no salía, así que preocupado, golpeó la puerta.

—¿Ane? ¿Estás bien?

—Sí... —respondió apenas.

—¿Puedo pasar? —preguntó el chico y la muchacha abrió la puerta.

Nahuel pasó y la observó lavándose la cara y parte del pelo.

—¿Estás bien?

—No me siento bien, estoy agotada y me duele la cabeza. El profesor me dio unas tareas que creo que no terminaré ni en tres años, debo ir a trabajar en la tarde y mi papá está enfermo. No creo poder... no creo poder... —dijo y entonces abrazó a Nahuel.

El chico se quedó algo paralizado ante la sorpresa de aquel gesto, pero pronto la envolvió en sus brazos y acarició su espalda.

—Te ayudaré, iré a ayudarte con el trabajo y luego haremos la tarea en tu casa, ¿quieres? Yo la haré por ti... verás que todo se soluciona —prometió.

—No es justo, no quiero que hagas eso. —Negó sin despegarse de su pecho, allí se sentía a salvo.

—Yo quiero hacerlo —respondió Nahuel—. ¿Tienes hambre? —inquirió entonces y la muchacha asintió.

—No desayuné...

—Vamos, te invitaré algo —dijo y ella lo observó.

—¿Y tus clases? —inquirió confundida.

—No me perderé de gran cosa —sonrió el chico.

Aneley asintió porque sentía que desfallecería en cualquier momento, salieron de la universidad y fueron al bar que se encontraba en la esquina. Allí el chico pidió un café, jugo, cosas dulces y saladas y llevó todo a la mesa.

—¿No crees que exageraste un poco? —preguntó Aneley y Nahuel rio.

—No, necesitas comer —respondió tomando asiento a su lado.

—¿De dónde conseguiste dinero para todo esto? —Quiso saber la muchacha.

—No preguntes y come —ordenó el chico.

Aneley se llevó un bocado a la boca y luego lo observó de nuevo.

—Ahora dímelo —insistió.

—Alana me pidió que le hiciera una tarea... y yo no trabajo gratis —sonrió el chico.

—Esa chica Alana y tú pasan mucho tiempo juntos —dijo Aneley y él solo negó.

—Somos buenos amigos, nada más —explicó.

Comieron en silencio hasta que Aneley sintió que el dolor de cabeza se esfumaba y que su cuerpo recuperaba algo de energía. Miró a Nahuel y sonrió mientras se acariciaba el estómago.

—Estoy llena, gracias... gracias, de verdad —dijo y el chico sonrió.

—Es un placer poder hacer algo por ti...

—¿Volvemos a clases? —preguntó ella.

—¿No quieres hacer algo un poco más divertido? —dijo el chico y ella frunció el ceño, aquella actitud era extraña y mucho más en Nahuel.

—¿Qué propones? —inquirió.

—Sígueme —dijo el muchacho levantándose y ella lo siguió.

Nahuel le pidió a Aneley que lo esperara en la entrada de la universidad y se perdió en los pasillos por unos diez minutos, cuando regresó, traía la llave del auto de Fabio en su mano. Había ido a pedírsela a su hermana, que era la encargada del vehículo en el que ambos venían a la universidad cuando su hermano mayor no lo utilizaba.

—No sabía que manejabas —dijo Aneley sonriendo.

—Manejo hace mucho tiempo —sonrió—, pero le doy a Kristel la opción de hacerlo porque ella en realidad lo disfruta y a mí el tráfico me estresa —explicó.

Subieron al auto y el chico arrancó, Aneley se relajó en su sitio y colocó algo de música. Era increíble como en unos minutos su día estaba cambiando. Cerró los ojos para evitar pensar y sin darse cuenta se quedó dormida.

Casi media hora después, Nahuel la despertó con un leve toque en su hombro avisándole que habían llegado a destino. Aneley sonrió adormilada y bajó del vehículo, estaban en algún sitio de tupida vegetación que a ella le pareció un bosque.

—¿Dónde estamos? —inquirió.

—En el Parque Nacional La reserva, es un hermoso lugar —dijo el muchacho tomándola de la mano para que lo siguiera.

—Nunca he venido...

—Nosotros solíamos venir cuando éramos pequeños, jugábamos en las canchas que están más allá o íbamos a pescar al lago, en la zona que está habilitada para el pesque y pague —explicó—. Te traje aquí porque es un sitio que me ayuda a relajarme y pensé que necesitabas un poco de aire fresco, sol y árboles —sonrió.

Caminaron en silencio entre las sendas habilitadas para los visitantes, observaron los árboles y leyeron el nombre de cada uno que estaba escrito en madera rústica al lado de cada especie, escucharon a las aves trinar y se dejaron envolver por la brisa y los rayos del sol que se colaban entre las hojas. Entonces, llegaron a un sitio que estaba preparado para que las familias hicieran picnics, pero ese día no había nadie, no era temporada y además era entre semana, Nahuel caminó hasta uno de los bancos y se sentó en él.

—¿Me das los ejercicios que te dio el profesor de mate? —preguntó el chico y ella asintió pasándole la carpeta que traía guardada en la mochila. Eran diez ejercicios parecidos al de la pizarra que no pudo resolver. Nahuel sacó una hoja en blanco y en cuestión de minutos los tuvo listos—. Cuando tengas tiempo los trascribes con tu letra, el profesor conoce la mía y sabrá que te he ayudado.

—¿Los hiciste todos? —preguntó Aneley y el chico se encogió de hombros.

—Son sencillos, y hoy estás agotada, todavía te espera un día difícil y no es justo que te haya regañado por haberte quedado dormida, él no sabe por lo que atraviesas —suspiró. Aneley sonrió.

—Pero debo entender lo que hice, ¿no? Si me pregunta estaré en figurillas.

—Es sencillo, yo te explico —dijo el chico tomando de nuevo la hoja en sus manos.

Le explicó entonces los ejercicios, las fórmulas, los números y demás. Aneley lo miró asombrada, todo aquello era tan fácil para él y lo hacía de manera tan natural que era admirable. Recordó que su madre solía decirle que cuando uno hace lo que ama, simplemente contagia esa pasión por aquello que hace. Era cierto, las matemáticas no eran divertidas para Aneley, pero cuando Nahuel le explicaba algo, podría pasarse horas escuchándolo.

—¿Entiendes? —inquirió el chico y ella asintió.

—Prometo que un día que esté de mejor humor las haré yo sola y corregiré con lo que has hecho, así fijaré la información —sonrió—. ¿Cuánto te debo? —preguntó y él la miró confundido.

—¿De qué hablas?

—Dijiste que cobrabas, a Alana le cobraste —añadió ella buscando algo de dinero en su billetera, no creía tener nada, pero podría pagarle luego de su trabajo de la tarde.

—¿Estás bromeando? ¡Nada! —exclamó Nahuel negando con vehemencia—. No es lo mismo que le haga la tarea a la vaga de Alana que no la hace por salir con su chico a que te la haga a ti, te estoy ayudando porque no me gusta verte mal —añadió.

—Siento que te debo demasiado... ¿Por qué me ayudas así? —inquirió la muchacha luego de un rato de silencio—. No creo merecer todo lo que haces por mí...

—Te mereces todo y mucho más, Ane... ¿Por qué lo dudas?

—No lo sé... —Se encogió de hombros—. A veces pienso que merezco las cosas malas, no las buenas... después de todo es lo que la vida me da siempre...

—Pienso que todos merecemos cosas buenas, las cosas malas que nos suceden a veces son para enseñarnos a valorar lo bueno que tenemos —sonrió mirándola a los ojos.

—¿Por qué crees que pierdo a las personas que amo? ¿Debo aprender a no volver a amar a nadie? Yo valoraba a mamá y a Abel... no es justo que se hayan ido así...

—No conozco las verdades de la vida y del universo, solo sé que no es tu culpa, ni lo de tu mamá ni lo de Abel. Y creo que mereces cosas buenas, pero no les abres la puerta.

—No lo entiendo —dijo ella mirándolo.

—Tienes miedo de volver a perder, de volver a sufrir, de volver a pasar por lo que pasas, entonces prefieres vivir en la tristeza, en la desolación, porque de esa manera te proteges creyendo que ya nada puede hacerte sufrir más de lo que ya has sufrido. Sin embargo, ver la vida desde otro ángulo, tener esperanzas, pensar que sí mereces las cosas buenas que te pasan, que sí mereces ser feliz, te genera ansiedad, porque sabes que si vuelves a caer, dolerá mucho más... Tienes miedo... es todo.

—Creo que debiste estudiar psicología —sonrió Aneley.

—Creo que allí no hay demasiados números —añadió el chico.

Aneley se acercó a Nahuel y recostó su cabeza sobre el hombro del muchacho, este gesto lo sorprendió de la misma forma en que le agradó. La rodeó con sus brazos e instintivamente plantó un beso en su frente. Aneley se pegó más a él, como si necesitara que su piel se juntara con la de él para recibir un poco de su calor y fuerza vital, estar con Nahuel le entregaba esperanzas, era el único momento en que creía que podría salir adelante. Nahuel sonrió al sentirla pegarse más a él y sintió que su corazón se aceleraba temiendo que ella pudiera oírlo.

Aneley se sorprendió al absorber el aroma del chico, una colonia suave mezclada con el aroma a árboles y tierra de la naturaleza, la hicieron sentir en paz. Aspiró para llenar sus pulmones de todo aquello y expiró con la intención de vaciar su alma de los dolores y tristezas que la aquejaban, volvió a intentarlo. El clima ya era más primaveral que invernal y eso le agradaba. Nahuel bajó la cabeza para volver a besarla en la frente y aspiró el aroma de su pelo, era entre dulce y frutal, no pudo precisar lo que era, pero le agradó tanto que sus manos comenzaron a entrelazar mechones de cabello entre sus dedos. Aneley podía sentir aquella caricia y cómo su cuero cabelludo parecía erizarse. Cerró los ojos sintiéndose viva.

Estuvieron así un buen rato, sin decirse nada, acercándose el uno al otro cómo si quisieran fusionarse en uno solo, como si necesitaran respirar el mismo aire. Entonces la chica levantó la vista para decirle nada más que «gracias», que era la única palabra que salía de su corazón en ese momento, pero no pudo hablar, se perdió en la mirada limpia y tierna del chico que la estaba observando también. Nahuel era dulce, era bondad pura, era tranquilidad, era paz, era esperanza.

Él seguía acariciando sus cabellos, y cuando la vio observarlo fijamente, se tomó la libertad de hacerlo él también. El ambiente se tornaba mágico entre ellos y él necesito acariciar con suavidad su rostro, pasar sus pulgares por sus cejas, delinear el contorno de las pronunciadas ojeras que la acompañaban desde hacía tanto tiempo, trazar caminos desde sus mejillas hasta sus labios. Aneley se dejó ir, cerró los ojos para sentir el tímido cosquilleo de las manos del chico sobre su piel, sus poros despertaban a su paso, sus caricias eran tan suaves que ella sentía como si se embriagara en sensaciones de placer. Nunca nadie la había acariciado de esa manera, como si la estuviera dibujando.

Nahuel la vio cerrar los ojos y disfrutar de su tacto, la vio también lamer sus labios humedeciéndolos y entendió que ella —al igual que él—, necesitaba más. Se acercó con cuidado y pegó sus labios a los de la chica.

Aneley se sorprendió al sentir la textura suave de los labios del chico aplastando los suyos, por un instante no supo qué hacer, él la estaba besando. El hermanito de su mejor amiga la estaba besando, sin embargo, se sentía bien, tan bien que ella necesitó seguir ese beso.

El beso fue largo e intenso, pero a la vez calmado y tierno. Una extraña conjunción que ninguno de los dos supo precisar. Aneley no abrió instantáneamente los ojos luego de haberse separado de él, y Nahuel la observó con temor a su reacción.

—Creo que debemos irnos —dijo el chico sin saber qué hacer. Aneley asintió. No sabía cómo sentirse respecto a lo que había sucedido, no sabía por qué lo habían hecho, no entendía por qué se había sentido tan bien.

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