Colección completa (I)

Por Shad-cco



El Primigenio observó sentado en su exótico trono al borde del final de los tiempos, que era a su vez el principio; un lugar extraño, más extraño que los sueños febriles de los artistas; a su alrededor levitaban las historias, ecos de la eternidad, verdadera luz que iluminaba la existencia.

A diferencia de sus compañeros Centinelas del Tiempo, El Primigenio prefería lo simple, lo confiable, por eso sus historias se mostraban en forma de objetos; en su colección existían cosas tan sorprendentes como una espada flamígera unida al alma inmortal de mil dragones, y otras tan efímeras y mundanas como un simple diario londinense.

—Conjunto de hechos macabros... —dijo mientras atraía el periódico con cierta nostalgia, con una voz tan imponente, que incluso cuidó de no interrumpir la vigilia de sus hermanos.

Al leer la portada, un sentimiento entre miedo y odio buscó eclipsar sus sentidos, pero el Centinela se mantuvo tranquilo, estoico. Sabía bien que sin la maldad no podía existir el bien.


«Monstruoso acontecimiento en el Museo de Cera Clockwork

Famoso artista se quita la vida


Londres, 15 de julio de 2016. A las 9:00 horas del día de ayer fue encontrado el cuerpo sin vida de Benjamín Clockwork, también conocido como 'El escultor del mal', en el taller de su museo ubicado cerca de la avenida Revenant, en las inmediaciones de Bolter Street.

Un crítico del artista, el señor Raymond P. Jonhson, visitó el museo para cuestionar con Clockwork algunos asuntos relacionados a las obras exhibidas en la tercera galería, pero sus continuos llamados al taller no hallaron respuesta.

Jonhson estaba por retirarse cuando resbaló con una sustancia oscura que escurría debajo de la puerta, su preocupación aumentó al pensar que se trataba de sangre, e inmediatamente llamó a los guardias del museo, quienes se vieron en la obligación de forzar la cerradura para ingresar, ya que el taller carecía de otros accesos viables. Al ver lo que se ocultaba detrás, dos centinelas sufrieron episodios de ansiedad y tuvieron que retirarse, un tercero que apenas podía articular palabra avisó al encargado del museo, el profesor Robert Armitage, quien contactó a las autoridades.

El cuerpo de Clockwork, convertido en un bulto carmesí de carne desollada, se hallaba de rodillas en el centro del taller, el rostro había sido mutilado y los ojos removidos. Junto al horno se encontraron diseminados jirones de piel perteneciente al artista que, vistos desde cierta perspectiva, formaban un escalofriante símbolo esotérico.

De manera inexplicable y que genera numerosas dudas debido a las espantosas implicaciones, el hombre habría pasado una hora y 45 minutos desollando su propio cuerpo con un abrecartas hasta que murió por la pérdida de sangre. La sola idea de que algo tan grotesco pudiera ser llevado a cabo por un hombre octogenario como lo era Clockwork sería inverosímil, de no ser porque el suceso fue grabado con una cámara colocada en una de las esquinas del taller y que seguía encendida para el momento en que los guardias ingresaron al taller.

En el metraje puede verse a la víctima cortando su carne mientras mira a la cámara con expresión ausente y canta en bucle "Come together", arrastrando las palabras; para el final del video, sus balbuceos dejan de tener sentido y derivan en chillidos ahogados.

Sobre un escritorio con montañas de papeles y demás dibujos a lápiz se encontró una libreta en la que el artista garabateó sus últimas palabras, lo hizo después de extirparse los ojos, segundos antes de morir.

La libreta, lejos de contener información útil, resulta un galimatías de anotaciones incoherentes y delirios absurdos que, en efecto, confirman el perturbado estado psicológico en que se hallaba el artista, he aquí los extractos más legibles:


Constelación eterna, necesita de mí, mató a mis enemigos, ahora puedo pensar.

Libertad.

A mi taller llegaron las pequeñas almas, uno de los primeros engranajes para la gran máquina.

Poder.

No es suficiente, siento los susurros en mi cabeza, está dentro de mí, pero ahora yo estoy en todas partes.

Conocimiento.

Una luz que se extiende, obsequio para mis semejantes, vida eterna, la oscuridad no me detendrá. No necesito voz ni rostro, mi muerte es solo el primer paso.

Ascensión.


El suicidio se da cinco días antes de que la nueva colección de figuras fuese revelada al público. El señor Armitage, principal socio y encargado del museo, aseguró que la exposición no será postergada.

"Benjamín era un hombre excéntrico, pero también un gran artista. Londres podrá maravillarse con su última y más grande colección, es lo menos que podemos hacer para honrar su memoria", explicó para el Daily Edge.

Este acontecimiento se perfila como el más impactante y espantoso de la última década. La naturaleza mórbida y odiosa de las obras de Clockwork no hace más que empeorar la situación; muchos detractores de su arte consideraban sus trabajos como los delirios de un loco sádico, peligroso y malvado. Cosas terribles se han comentado sobre el diabólico realismo de sus figuras de cera; desde pactos con demonios, hasta el secuestro de niños como fin de tributo a los extraños dioses que, se dice, adoraba en secreto. Lo que es más, la mayoría de críticos agradecen no tener que ver nunca más la repulsiva figura de Clockwork con su cuerpo de buitre decadente y ojos chispeantes de malicia».

Ahí terminaba la noticia, pero El Primigenio seguía observando con intensidad el periódico, que se transformó e iluminó para revelar las fatales consecuencias de la nota. ¿Qué era aquel misterio terrible que lo invitaba tan insistentemente a descubrir la verdad?

Museo Clockwork.

Robert Armitage posó sus negros ojos sobre el lujoso Rolls Royce que se acercaba atravesando calles mal iluminadas, modelo Red Phantom. Todas las piezas y hasta el más diminuto detalle había sido diseñado a capricho de la dueña, su valor debía rondar los 20 millones. El color del automóvil cambiaba con la luz de las farolas, por momentos era negro, a veces vino y, con mayor frecuencia, rojo sangre. Rotulado con oro en un costado se leía el nombre, Boudica, haciendo alusión a la poderosa reina guerrera.

Lyra Corwen resultaba ser la propietaria del ostentoso vehículo, aliada de la realeza, una de sus compañías, y la más famosa: Corwen and Rollo, poseía numerosos hoteles, plazas comerciales, condominios, edificios, carreteras, escuelas y castillos a lo largo y ancho de toda Europa.

La asistente de la empresaria, una amable señorita que se presentó como Sam, contactó al señor Armitage de último momento para agendar una visita al museo, explicando que su patrona quería ser la primera en degustar la nueva colección; el hombre aceptó cuatro visitantes a cambio de una generosa donación.

El Rolls Royce se detuvo frente al museo, ronroneaba como un gigantesco gato rojo. Primero descendió el chófer, un imponente caballero que no debía rebasar los 35 años, media poco más de dos metros, su cabello negro revelaba vistas puntuales al peluquero, rostro atractivo, varonil y agradable; iba vestido con un fino traje oscuro que resaltaba una envidiable musculatura, digna de un fisicoculturista comprometido con el oficio.

Abrió la puerta a las pasajeras. La siguiente en dejarse ver fue una estudiante, tendría cuando mucho 15 años, blanca y cabello cobrizo, vestía un uniforme del Colegio Belisarius; su expresión, al contrario del chófer, demostraba hartazgo.

—Detesto los malditos museos, mierda para raros... —se quejó rechinando los dientes mientras restregaba los pies en su ridículo berrinche.

Apenas terminó de hablar, sintió que alguien le jalaba la oreja. Detrás de la niña apareció una melena de rizos rojos; al enfrentar a la atacante se encontró con un rostro pecoso y encantador que sonreía.

—Nada de palabrotas, Coraline.

La joven se retorció como un cachorro atrapado en una trampa para osos.

—¡Sam, suéltame, sanguijuela pedazo de mierda! —exclamó, apartándose con un fuerte manotazo.

La pelirroja la miró, tenía ojos claros e inteligentes.

—Tan agradable como un jodido dolor de muelas...

—¡Suficiente! —interrumpió una voz que se alzó penetrante y silenció a ambas cual si hubieran escuchado las trompetas del apocalipsis, incluso el profesor Armitage sintió un escalofrío ascender desde sus talones hasta la columna.

Entre las sombras difuminadas del Rolls Royce emergió otra mujer, cuya increíble apariencia eclipsaba los límites de lo imposible. Todas las personas que habían tenido el raro privilegio de conocer a Lyra Corwen en persona coincidían en una cosa, la belleza de la empresaria era tal que haría chillar de envidia a Afrodita.

Alta, de piel rosada rebosante de vida, cuerpo fino y sensual; su cabello dorado, hermoso igual que el amanecer en el paraíso, descendía por los hombros como dos ríos de oro. El mirar a sus pupilas color miel era asomarse a los atardeceres perdidos en la memoria del romance; sus dientes, de hermosura inigualable, centelleaban detrás de los labios rojos.

Si bien Samantha, su asistente, resultaba notablemente linda, su belleza no era nada a comparación de Lyra, lo suyo era algo antinatural. Afrodita, Venus, Lakshmi o cualquier Miss Universo, no pasarían de mugrosas campesinas en comparación.

Alguien así no debería existir.

—Compórtense —dijo, señalando a sus acompañantes; la pelirroja asintió mientras tragaba saliva y Coraline refunfuñó, irritada.

Presumiendo una imponente gabardina de cuero se dirigió a la entrada del museo. El encargado la miraba anonadado. Aquella mujer era un ángel o un demonio, quizá ambos. La aguja de sus tacones producía golpes atronadores con cada paso.

El encargado del museo sintió un impulso ciego y casi incontrolable de arrodillarse ante ella, la presencia de Lyra era avasalladora para los sentidos, y combinado con la magnífica fragancia de su perfume, habrían doblegado a cualquier hombre común, a cualquier ser humano.

—Disculpe a las señoritas, tienden a ser desquiciantes —dijo la empresaria, dando un golpecito al aire. Él apretó los labios, inquieto; la voz de la rubia era música angelical que subyugaba sus sentidos.

—Usted debe ser Lyra Corwen —replicó de manera ansiosa—. Hablé con su secretaria por teléfono, es todo un placer conocerla en persona, soy el profesor Robert Armitage, orgulloso gerente del museo.

La pelirroja se cruzó de brazos.

—¿Secretaria? Disculpe, prefiero el término: asistente personal.

Corwen le dedicó una sonrisa dulce al hombre.

—El placer es mío, profesor Armitage, como ya sabe, ella es Samantha Gray, la asistente personal —enfatizó—, y Sebastián Chalmers, él se encarga de mi seguridad —denotó un peculiar acento inglés algo arcaico, los empleados saludaron con la cabeza—. El pequeño monstruo gruñón es Coraline Malevolgia, mi sobrina. —Señaló a la adolescente que los acompañaba, ella le sacó el dedo medio a Robert.

—Púdrete, anciano decrépito —lo insultó sin razón.

Lyra suspiró.

—Deberá disculparla. Igual que otros jóvenes de su edad, es una imbécil maleducada, obviamente se crió en América, ese sitio solo cosecha narcisistas e idiotas.

—Dicen que la pobreza vuelve todo horrible. Con la riqueza no es distinto —comentó Chalmers con un peculiar asentimiento, la dicción y tono del hombre demostraban gran erudición.

—No le preste atención, no vale la pena...

Armitage esbozó una extraña sonrisa. En serio eran individuos pintorescos; él, por otro lado, parecía ordinario, un tanto viejo y desalineado. Al igual que hacía con los visitantes habituales, les dio la bienvenida correspondiente.

—Si su deseo es ver cosas extrañas, impresionantes, aterradoras, han llegado al lugar indicado. Bienvenidos al museo Clockwork —anunció con arrogancia, señalando el siniestro edificio detrás.

De color gris oscuro, la arquitectura resultaba similar a una vieja catedral del siglo XVII; acabado gótico y triste, con grandes vitrales exóticos en lugar de ventanas. En el centro, una muy amplia torre apuntaba al cielo, era bien sabido que ahí se encontraba el taller de Clockwork, lugar donde el artista había decidido acabar con todo.

—Lamento lo que sucedió —mencionó la rubia al recordar el horrible suceso—. Benjamín y yo llegamos a hablar en una o dos ocasiones, él era...

—Un viejo depravado —comentó Coraline, fingiendo estornudar. Al instante se llevó un vigoroso codazo de parte de Sam.

—Cállate, no interrumpas —le ordenó, apretando los dientes.

—Es lo que dicen en Twitter, ¡estúpida zorra ignorante! —reclamó mientras le regresaba el codazo.

Lyra le dedicó una mirada asesina, la joven se tambaleó. Sin embargo, Robert ignoró el incómodo e imprudente comentario, centrándose en las palabras de la empresaria.

—Ben jamás la mencionó, señorita Corwen —dijo, receloso.

—Fue hace tiempo —se adelantó a explicar—. Es la primera vez que vengo de visita al museo. Usted no lo sabe, pero mi gusto por la extravagancia, en lo que respecta al arte, es legendario.

—La señorita Corwen tiene una hermosa propiedad en Walworth Rd, donde colecciona obras de arte, de ser posible nos gustaría adquirir algunas piezas. —añadió Samantha.

—Ah, el puto castillo —murmuró Coraline por lo bajo.

—No habíamos venido por ciertas inquietudes, ya sabe, lo que apuntan los rumores: obras sangrantes, empleados de actitud perturbadora, extraños desmayos, desapariciones, ataques al corazón, susurros inexplicables; es curioso que esa fama atraiga tantos turistas...

Armitage asintió, invadido por una diversión secreta.

—Es comprensible que existan chismes y maledicencias, les invito a descubrir la verdad. Por favor, síganme.

Antes de continuar Lyra miró su automóvil.

—Chalmers, necesito un gran favor.

—¿En qué puedo servirle, señorita Corwen? —inquirió de inmediato.

—Quiero que cuides a Boudica; a pesar de la aparente tranquilidad, este vecindario se ha tornado peligroso, no inspira confianza.

El hombre la miró y sonrió.

—Así lo haré —dijo con una reverencia.

—Una cosa más.

—¿Sí?

—Nadie entra al museo hasta que terminemos, ¿entendido?

La sonrisa de Chalmers se afiló y sus ojos brillaron como fríos estanques de plata.

—Yo me encargo. Nadie va a molestarla.

Pasaron un bonito pero melancólico laberinto interior hasta unas sombrías gárgolas que adornaban el recibidor y taquilla del museo. Al entrar, Lyra se quitó la gabardina, tendió la prenda a Sam y ella la colocó en un perchero, añadiendo además su propio abrigo. La empresaria vestía un escotado vestido de encaje, confeccionado especialmente para ella e igual o más costoso que un auto deportivo. Su embelesadora apariencia arrebató suspiros voraces a los empleados y guardias alrededor. Resultaba sorprendente el número de individuos que había ahí, eran al menos quince, iban con un gracioso uniforme color marrón.

La empresaria se dirigió a Robert.

—Imaginé que tendríamos mayor privacidad —comentó, molesta.

—Acordamos que esta era una visita privada, profesor Armitage —reclamó Samantha—. Teníamos un trato. —La pelirroja frunció el ceño, su molestia fue notoria—. Por eso insistí en que la visita fuera a medianoche.

—Les suplico me perdonen —dijo el gerente, encogiéndose de hombros—. Están preparando todo para mañana, esperamos críticos y turistas de todo el globo. No se preocupen por el personal, van a retirarse en pocos minutos.

Sam miró a su jefa como a la espera de aprobación, ella se dio unos golpecitos en el labio y asintió renuente.

—Veamos esa nueva colección, profesor.

El hombre sonrió, demostrando entusiasmo.

—Nuestro objetivo es la cuarta sala, Ben la tituló "Destino".

—Habrá que recorrer las demás exposiciones para llegar a ella —intuyó Lyra.

—Correcto, será un preludio glorioso. Cuidado, señoritas, no por nada este es considerado el museo de cera más aterrador del mundo.

Habían pasado al menos veinte minutos. Sebastián se hallaba de pie junto al Rolls Royce, con los brazos cruzados mirando al viejo y siniestro museo. De día, ese edificio era el único con actividad en todo Bolter Street, a su alrededor había una incalculable cantidad de fábricas abandonadas y negocios en ruinas, nada más que miseria. De haberlo visto desde el cielo, aquel museo le habría parecido una flor de cáncer que extendía sus negras raíces, matando e infectando todo a su alrededor, había algo ahí, algo malvado.

Ni un sonido se atrevía a perturbar la noche, no escuchaba autos ni tráfico lejano, ratas o insectos que ofrecieran compañía. El silencio era de cementerio. Chalmers palpó sus bolsillos en busca de alguna cajetilla de cigarrillos. Corwen le había prohibido fumar, pero ella no estaba ahí. Entonces vio lo que buscaba sobre el tablero del coche, aunque había algo extraño reflejado en el parabrisas. Una decena de ojos brillantes lo observaban desde las ventanas rotas en los pisos superiores del edificio ruinoso al otro lado de la calle. Al voltear, no vio nada. Comprobó de nuevo el reflejo y los ojos no estaban ahí.

Tomó los cigarrillos, fumar debía apaciguar sus nervios; sin duda estaba imaginando cosas.

Miró el reflejo, solo oscuridad.

—¿Ni siquiera usted ha visto una sola figura de la nueva colección? —preguntó Lyra mientras caminaban a la primera sala, antes había que atravesar un pasillo adornado con armas antiguas y pesadas armaduras medievales.

—No —confesó el hombre—. El secretismo de Ben respecto a este proyecto fue total, pasó años trabajando. Cuando terminó, puso las nuevas obras bajo siete candados y se retiró al taller de la torre. Una semana después, sucedió la calamidad.

La empresaria lo examinó, los ojos del profesor Armitage no reflejaban melancolía o tristeza, y por momentos parecían desprovistos de vida. Corwen era buena leyendo a las personas, pero no había nada que leer en él, estaba vacío.

—Si me lo permite, debo decir que es una verdadera belleza, señorita Corwen, jamás había conocido a alguien como usted —comentó el guía—. Hermosa más allá de las palabras.

Ella pareció sonrojarse.

—Ya basta. Si le dice a una mujer que es hermosa, el diablo se lo repetirá cien veces.

—No puedo evitar sentir curiosidad —continuó el profesor—. Admito que intenté investigar, pero no hay nada más que rumores disparatados sobre la familia Corwen y la manera en que amasaron su fortuna.

Estos rumores difusos hablaban de nexos familiares con personajes monstruosos, tales como Erzsébet Bathory, Gilles De Rais y Leonora Ravenclaw, que murió en la hoguera, acusada de devorar los corazones de media docena de infantes en el siglo XV; dichos lazos resultaban imposibles de comprobar, dada la poca información acerca del árbol familiar Corwen.

Lyra suspiró con gracia.

—Qué puedo decir, soy reservada con mis asuntos. Muchos se preguntan cómo una mujer tan joven posee tanto poder. La respuesta es simple: mi familia ha sido inteligente y hemos aprovechado hasta la más mínima oportunidad. No tengo problemas con la prensa o la justicia, se mantienen a distancia de mí y yo hago lo propio...

El profesor no pareció muy convencido con una explicación tan evasiva.

—Ya veo...

Llegaron a la primera colección de figuras; en la entrada había una placa dorada con la inscripción: «Heraldos del mundo antiguo».

Apariciones y pesadillas de todo tipo se exhibían en el laberinto que era la primera sala; no podían faltar los clásicos: quimeras, cíclopes, centauros, vampiros, banshees, demonios con alas de murciélago, dragones, fantasmas, sirenas, duendes, momias, ghouls. Cada obra se mostraba bajo efectos de luz sorprendentes y casi diabólicos.

—Impresionante, muy impresionante... —mencionó Sam al ser testigo del increíble realismo de las obras.

El artista responsable debía poseer un genio como nunca antes visto. Tenían olores propios que erizaban la piel. La asistente sintió el furtivo movimiento de las alas de un demonio, casi podría haber jurado que la criatura intentó emprender vuelo.

—Oh...

Mientras tanto, su jefa avanzaba indoblegable, riendo al pasar junto a las abominaciones hiperrealistas.

—Me gustan, podrían hacer llorar de miedo a un niño.

—Es muy común por aquí, más en adultos —asintió Armitage.

Ella agitó un dedo.

—No conmigo, caballero. Me considero una mujer madura y con algo de mundo, descubrirá que no me asusto, ni escandalizo con facilidad.

—La felicito, para saborear el arte del Museo Clockwork se necesita una fortaleza mental superior al promedio.

Coraline notó que el ojo de un cíclope la seguía. Dio algunos pasos hacia atrás, pero ese ojo mantuvo contacto visual. Al mirar alrededor descubrió que cada criatura tenía la mirada puesta en ella; el cabello de serpientes de medusa incluso ondulaba retorciéndose con vida propia, cuando llegaron a sus oídos susurros ponzoñosos en una lengua que no comprendía.

Adiv al ama, etreum al a emet, im a nev nev.

—¡Ay! Mierda —dijo, sacudiendo la cabeza.

El terror estaba fulminando sus nervios, muchas figuras cambiaron de posición. El cíclope ya no la miraba, el ojo se había cerrado.

Enervada, decidió que no era buena idea seguir adelante.

—Al carajo, esperaré en el recibidor, odio los malditos monstruos.

—¿La bebita tiene miedo? —se burló Samantha, llegando a ella y dándole unas palmaditas en la cabeza.

La adolescente apretó los dientes, iracunda.

—Sí, al menos yo lo admito, lady gelatina.

La mayor miró sus piernas, estaba temblando de manera inconsciente, era como si su cuerpo le advirtiera de un peligro atroz, pero bajo ninguna circunstancia le daría la razón a esa enana fastidiosa.

—Hace frío, pensé que el museo tendría calefacción; resultó ser un maldito congelador.

—Hay algo mal con este lugar, apesta a malos presagios —mencionó su contraria en un tono serio—. No sé qué esté tramando Corwen, pero no es nada bueno...

Sam se carcajeó en su cara.

—Que ridículo. Si quieres irte, hazlo. Le diré a Lyra que la cobarde, pomposa e insoportable de su sobrina se cagó de miedo, ella entenderá.

Coraline bufó. Le dedicó ambos dedos medios, dio la vuelta y regresó al recibidor, ahí había grandes sillones, dispensadores de comida chatarra, entre otras cosas, y de momento no necesitaba de nada más para alcanzar la felicidad.

Ya pasaba de la media noche. Sebastián quiso comprobarlo con su reloj de muñeca; pero no vio la hora, solo pudo centrar su atención en el cristal, donde se reflejaron centenares de puntos blancos.

Una docena de túnicas negras se acercaban desde la oscuridad, podía ver pequeños puntos de luz en donde deberían estar los rostros, era como si los inesperados visitantes fueran grandes masas de pequeñas linternas disfrazadas.

—Delincuentes ocultos en la oscuridad —dijo sin perder la compostura, pensando que era una banda de ladrones.

Avanzaron amenazantes, sus pasos no producían sonido contra el asfalto, se deslizaban igual que serpientes.

—Alto, por favor. —Sebastián desenfundó un revólver S&W 500, pero no se detuvieron ante la amenaza.

Cuando la distancia entre el guardaespaldas y una de las figuras fue inferior a quince centímetros, se produjo la primera detonación; el monstruoso calibre del arma abrió un agujero en el torso del encapuchado más cercano, sin embargo, no cayó muerto como hubiera sucedido con cualquier criatura humana.

—Se lo advertí... —dijo el guardaespaldas.

La herida desapareció y la capucha de la túnica fue retirada. Al descubierto quedó el rostro de una mujer de cabello blanco y ojos azules, tendría una edad similar a la del observador.

Ohg-lasyrit ed sojih sol a nereih on aicneloiv al ed satneimarreh sal.

De súbito, las luces de las farolas explotaron; al mismo tiempo, la luz de luna, amarillenta y leprosa, aumentó su intensidad.

Chalmers dio un paso atrás, sorprendido.

—¿Pero qué cosa?

—Mi nombre es Ingrid, sacerdotisa de Tirysal-Gho —anunció la mujer con voz alegre—. Yo seré quien oficie tu sacrificio... 


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top