Capítulo I
Mark
A través de la ventana del auto, podía ver el edificio de ladrillos rojos con un extenso jardín, así como las nubes grises que se cernían sobre él. Un clima que le encantaba. Se acomodó a su manera su cabello negro, ligeramente ondulado, se remangó la camisa y desenredó el colgante de corazón vendado que siempre llevaba consigo, preparándose para salir del vehículo con su mochila sobre su regazo. En cuanto su hermano frenó y apagó la música sabía exactamente lo que diría.
"¿Estarás bien?"
"¿Por qué no iba a estarlo?"
"Esa no es una respuesta."
"Pues tenía que intentar variar, como la otra tampoco es aceptable."
"Mark, es en serio."
Desde que las clases habían iniciado unos días antes, no lo dejaba irse sin antes hacerle la pregunta y obtener algo más que un monosílabo por respuesta, con un tono y mirada que se asemejaban mucho más al de un padre que al de un hermano mayor.
"Perdón. Es que solamente... me molesta que me trates como si fuera de porcelana, no me eches en cara nuestra vida entera porque sabes que no es a lo que me refiero."
"No puedes esperar que después de unas vacaciones en las que no salías de tu cuarto ni para comer y te quedabas a dormir en la azotea no me preocupe por ti."
"Estoy bien, dejé eso hace unas semanas, no me va a pasar nada. Ahora ¿Puedo irme antes de que se me haga más tarde?"
"No regreses a casa tarde, ya lo sabes."
"Claro, cómo digas." Respondió, un poco fastidiado.
"Ten un buen día."
Mark se encaminó a la escuela y sólo le dedicó un asentimiento de cabeza a Taeyong, que tenía que irse rápido a su trabajo como cuidador de la casa de un hombre rico, quien le pagaba lo suficientemente bien como para que no tuvieran preocupaciones económicas. Mark siempre le agradecería a su hermano por cuidarlo y proveerlo tanto como había podido durante los últimos cinco años, luego de que su madre los abandonara este había tenido que renunciar a sus estudios y dedicarse a mantenerlos a ambos, y había hecho un mucho mejor trabajo que el que esa fría mujer habría podido jamás. Ambos sabían muy bien que nunca estuvo en sus planes tener que hacerse cargo de nadie. Si algo podía agradecerle a ella, era el haber esperado unos años a que crecieran, en lugar de dejarlos en algún basurero o parque en cuanto vieron la luz del día, porque de haber sido así no se tendrían el uno al otro.
Entró en el edificio y se dirigió hasta su casillero, la lluvia ya caía con fuerza sobre la pared de cristal en el lado contrario del pasillo, y eso ayudo a que pudiera soportar ver la foto de él y su amigo de la infancia, Lucas, en el fondo del casillero sin querer dejar escapar lágrimas de dolor. Aun así, nada habría logrado que se deshiciera del mal hábito que tenía desde que poseía memoria: pellizcarse los labios hasta que estos sangraran. Se chupó la sangre que cubría sus dedos y sacó las cosas necesarias de ese espacio, para después salir corriendo hasta su clase de literatura al oír la campana.
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Yuta
No había asistido a ninguna clase esta semana, y podría haber seguido así, de no ser porque tomó mucha manipulación mental obtener su lugar en esta preparatoria, y aunque no había hecho daño a nadie con eso, se negaba a que ese conjuro hubiera sido realizado en vano. Durante ciento sesenta años en la tierra, había recibido educación vampírica por parte de una institutriz, por lo que nunca había ido a ningún colegio Escarlata como otros de su especie. En parte por eso había decidido comenzar una vida como estudiante humano, pero en realidad lo hacía para mantener una rutina, que aunque mediocre y nada gratificante, le hacía distraerse un poco del hecho de que se estaba muriendo, y de que no le importaba mucho ese hecho. Si alguien alguna vez preguntara , no se arriesgaría a pensar mucho más allá de unos justos siento setenta años, mismos que de tener suerte, llegarían en poco menos de tres meses.
Había llegado a la escuela una hora antes de que su horario comenzara, para vagar un rato por los alrededores y volver a acostumbrarse a ese lugar en el que ya había tenido un año de estancia. Estaba en la esquina de la última fila de asientos en el salón para literatura, ya casi estaban ocupados todos los asientos, por personas con las que no había intercambiado una sola palabra todavía, y así lo mantendría. La campana había sonado hace nada, y la profesora, una mujer alta y de larga cabellera rubia cuyos ojos verdes obviamente eran gracias a unos lentes de contacto, ya estaba iniciando la sesión.
Mirando por la ventana a su izquierda, Yuta se encontró con la tranquilizante visión del patio mojado y los árboles de la lejanía siendo mecidos por el viento. Le gustaba la lluvia, aunque siempre había preferido el brillo del sol, pero incluso este había dejado de entusiasmarle tanto después de lo ocurrido hacía un año, cuya marca aún lo embrujaba a diario. Su ensoñación se vio interrumpida por un regaño de la profesora hacia un impuntual.
"Joven Lee, es la tercera vez esta semana ¿Quiere perder el veinte por ciento de su evaluación nada más empezar? Porque puedo adelantarme."
"No, le pido perdón. No se repetirá."
"Eso ya lo veremos. Ande, tome asiento de una vez."
El "Joven Lee" había captado la atención de todos por unos segundos, pero Yuta se le quedó mirando en todo su camino hasta su asiento, que estaba separado del suyo sólo por uno más, vacío. Era delgado, se vestía de forma simple y aunque se veía realmente movido por su descuido, a la vez era como si otra cosa completamente diferente ocupara sus pensamientos, una muy envolvente. Luego de acomodar su escritorio, sacó unos lentes negros de su estuche para ponérselos, y Yuta no pudo evitar notar que sus labios se veían muy rojos, como si hubieran sangrado hacía poco.
Durante la clase, la mayor parte de las participaciones, y esta era una materia que recurría mucho a ellas, fueron cortesía de "Lee", al parecer realmente dispuesto a enmendar sus faltas contra el tiempo. Inconscientemente, sus ojos siempre volvían a ese chico aun cuando había terminado de hablar, y era tal el empeño que se denotaba en sus gestos y manera de escribir, que Yuta lo encontró ciertamente atractivo.
Sacudió la cabeza y recordó que no tenía razón alguna para ponerse a pensar en eso, ni en nadie. No tenía el tiempo ni el derecho. Se forzó a escuchar a la profesora y a las intervenciones de los demás, intentando escribir algo en sus notas a lápiz sin ningún tipo de orden.
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Los vampiros llevaban ya dos siglos habitando muchos rincones del planeta, escondidos en sus propias comunidades luego de que Irkadya, su tierra de oscuridad fuera declarada inhabitable debido a la contaminación del vórtice rubí que rodeaba aquel vasto reino. Sólo quedaban algunas áreas protegidas por la gente de más recursos: los campos de Crymlet, un fruto rojo, similar a la granada que desde siempre había sido su único alimento vital. Los portales seguían abiertos, con lo que se podían intercambiar cargas de Crymlet entre Irkadya y la Tierra sin mucha dificultad, lo que facilitaba a los vampiros su vida en el nuevo mundo. Sin embargo, como con cada forma de vida, había épocas en las que no había frutos, y en ocasiones era necesario que las criaturas salieran a buscar humanos para beber su sangre y mantenerse con vida.
Era bien sabido desde hace siglos que la sangre humana era mucho más efectiva que el Crymlet para sus almas y siempre habían existido grupos de vampiros que iban a la Tierra para darse un festín y estar bien alimentados por años, otros lo hacían por mera crueldad.
La familia de Yuta trabajaba en los campos hacía generaciones, por lo que aún después de abandonar Irkadya nunca tuvieron necesidad de acabar con ningún humano, pero de haberla tenido Yuta tampoco lo habría hecho. Desde que había escapado de su comunidad no había podido comer nada de Crymlet, lo que sumado al mortífero en sus venas y a sus nulas intenciones de seguir caminando por el mundo, aceleraba su partida en demasía.
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Mark
Había recorrido hasta el fondo la enorme extensión del patio, adornado con múltiples flores en los jardines y con canchas para algunos deportes. El cielo se estaba aclarando una vez pasada la una de la tarde. Pocas personas quedaban en el lugar antes de que el siguiente turno comenzara. Estaba sentado en la superficie pintada de un aguamarina muy claro, abrazando sus rodillas y mirando fijamente una raqueta de bádminton tirada a pocos metros de él, el volante encima de su red.
No se atrevía a moverse, estaba seguro de que en cuanto lo hiciera, las risas de Lucas corriendo a través de la cancha luchando para asegurar su victoria en el juego, sus exclamaciones de pavor por perder contra él y sus pasos sobre el suelo, se desvanecerían como polvo. Siempre les había gustado jugar a bádminton juntos desde que tenían uso de razón, siempre se enfrentaban como si sus vidas dependieran de ello pero no sin dejar de reírse un solo segundo. Cuando terminaban y ambos tenían siete años, convertían las raquetas en espadas, en cetros generadores de burbujas explosivas, en edificadores de muros de plata o en espejos mágicos con los que se contaban historias, y competían para ver quién contaba la mejor. Desde que se había ido, todas esas memorias eran el amor en su manera más cruel, pues ya no estaba en este mundo. Quizá había logrado alcanzar el planeta desconocido lleno de magia que siempre le había prometido explorar juntos. Mark esperaba que lo hubiera encontrado.
Quizá algún día volvería a jugar, pero no sería ese. No creía poder tomar la raqueta todavía sin preguntar al aire desgarradoramente a dónde se había ido su amigo y por qué. Así que tomó sus cosas y se alejó de la cancha con la mente y el corazón vacíos.
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