60: Asesinas
Capítulo dedicado a @BegoniaDeFrey por haber ganado el tercer lugar en el concurso de disfraces de Halloween del grupo de Facebook ♡
María Betania
—Necesitamos cigarros —le dijo Soto a María rascándose la cabeza en señal de ansiedad como si la caspa estuviera abriéndole huecos en el cráneo.
—Mi papá está dejando de fumar y ya no puedo robarle —gruñó María al dar una patada violenta al suelo que levantó una nube de tierra y multiplicó su mal humor.
—Deberíamos probar con la marihuana, es más natural. Capaz así no nos morimos de cáncer.
María, obstinada y sin tiempo para esos chistes, contestó diciendo:
—¿Por qué mejor no probamos con una verga en el culo?
—¿Eso qué tiene de natural, María? Debe sentirse como cagar para adentro.
—¡Qué asco, Soto! Concentrémonos en pensar a quién vamos a extorsionar para que nos compre cigarros hoy.
—Oh... podemos ir a tu casa y comer hasta vomitar para mantener un día libre de nicotina.
María miró a su amigo con el ceño fruncido y una ceja arqueada.
—¿Estás en drogas, Soto?
—¿Podemos o no? —insistió el muchacho, quien seguía en proceso de alborotar su cabello al no tener nada más qué hacer con su ansiedad, dándole así una apariencia semejante a un montón de alas de un cuervo.
—Está bien, después de clases vamos a comer a mi casa —accedió María en un suspiro sin desistir de su plan interno de extorsionar a algún mocoso de primer año para que le comprara cigarros.
—Oye... Por cierto... ¿has visto que Sina ahora está en mi sección?
María, incómoda por el cambio de tema, dijo:
—Nop, no sabía.
—Pues... Sí —Jesús Soto no quería hacer contacto visual con su amiga, así que empezó a limpiarse el sucio arrancado de su cuero cabelludo que quedaba en sus uñas—. Hasta tenemos una evaluación en pareja juntos.
—Ya.
—Y... creo que aprovecharé la oportunidad para arreglar las cosas entre nosotros.
María volteó hacia él con los ojos abiertos de sorpresa.
—Tipo... ¿volver a ser novios?
—No, no. Me refiero a... salvar la amistad.
—Ah, ya.
—Porque... ella no es mala persona, ¿sabes?
—Sé que no.
—Y es muy buena amiga —agregó Soto, sus ojos fijos en sus zapatos que jugaban con las hormigas de la tierra.
—Ajá.
—Y tú... —Mientras hablaba, seguía enterrando la punta de su zapato en el nido de hormigas, pero con mucha más concentración—. ¿Estarás bien con eso?
—¿Y yo por qué? Es tu decisión.
—Sí, pero...
—Soto —cortó ella con un suspiro cansado.
—¿Qué?
—No te ofendas, pero no me interesa hablar de tu ex justo ahora, ¿sí?
—Sí, claro.
—De hecho —dijo al levantarse y sacudir sus manos en el pantalón de liceo que tanto odiaba—, deberíamos irnos ya. No tengo muchas ganas de entrar al resto de las clases.
☠🖤☠
Esa tarde en casa de María, mientras Soto cortaba un trozo del bistec, embelesado con expresión de horror al ver cómo sangraba, le dijo a su amiga:
—María, esta vaca está viva.
—Soto, cómete la mierda esa si no quieres que mi mamá te ponga de árbol de navidad este año.
Mientras su amigo reía de la obstinación de María, el padre de la chica entró hecho una fiera a la sala. Estaba rojo hasta el cuello, sus venas brotando en su frente de manera alarmante. Génesis, su hija mayor que justo los visitaba esa tarde, dejó el tenedor y lo miró con atención y cautela, como quien mira a una bomba a punto de detonar.
La madre, quien desafortunadamente estaba a mitad de un bocado, tuvo que tragar a fuerza, ayudada por un vaso de agua. Y la abuela miró en todas direcciones con su tensión disparándose.
María era la única que pareció no notar su entrada al momento, todavía con la sombra de la sonrisa por el chiste reciente de su amigo.
Si tan solo supiera con la eficacia que esa diversión sería borrada de su rostro sin dejar rastro.
—María.
—¿Sí, papá?
Al voltear, la preocupación ya se traducía en el rostro de la chica. El tono de su padre había sido una demanda nada agradable que decía mucho más que una docena de palabras.
—Explícanos esto.
Su padre puso sobre la mesa un sobre de papel blanco con un pequeño recuadro donde podía leerse el nombre de la clínica a la que pertenecía y de la paciente.
María supo enseguida qué era, pero no tenía voz para contestar.
—Dinos, María Betania —insistió el padre, apenas controlado para no perder la calma.
—No es lo que parece, papá.
—Estás embarazada.
Soto dio los primeros signos de estar presente en aquel incómodo momento familiar al atragantarse con un bocado de arroz y empezar a toser de forma descontrolada al punto en que su nariz comenzó a moquear y sus ojos se tornaron llorosos.
—No, no... —interrumpió María desesperada.
—¿Embarazada? —intervino la abuela con los ojos abiertos casi tanto como la boca de Génesis, su otra nieta.
—Que no, abu. Es un malentendido, se los juro.
—¿Sí? —El padre recuperó el sobre que había puesto en la mesa, pero el movimiento de su brazo fue tan brusco y sorpresivo que María se sobresaltó como si esperara recibir un golpe de su parte—. ¿Entonces cómo explicas esto?
—Tiene una explicación...
—Carla —prosiguió el padre, refiriéndose a la mujer de la clínica— pasó por aquí a dejar este regalito. Me dice que estaba desalojando la clínica porque se mudará de local y que justo consiguió tu resultado debajo de algún mueble, con telarañas, porque es de hace semanas, y vino a traérnoslo para que te lo entregara porque, al parecer, lo dejaste allá cuando fuiste a hacerte... ¡la maldita prueba!
—No maldigas en esta casa, Mauricio —pidió la madre, hablando por primera vez, en un hilo de voz tan tenue y frágil que parecía a punto de romper en el más desolador de los llantos.
María pensó que Carla era una maldita, una sucia, una chismosa y poco profesional. Deseaba haber nacido en otro país donde la gente se dedicara a hacer su cochino trabajo sin caer tan bajo.
Soto, por su parte, se removía en la silla sin saber qué hacer. Se debatía entre levantarse e irse, ya que en definitiva estaba interfiriendo en un íntimo y muy delicado momento familiar, pero a la vez prefería casi ni respirar para que todo pasara volando sin que nadie notara su presencia.
—Esa prueba está mal. Es un error, un falso positivo...
—Sabía que dirías eso. Y supongo que Carla también, porque casualmente dejó caer el dato de que esta es la segunda prueba. La de confirmación, ya que la primera también dio positivo.
«Maldita perra».
María estaba en una encrucijada sin salida fácil. El simple hecho de haber ido a hacerse una prueba de embarazo decía más que una declaración bajo juramento. La delataba como mentirosa, rompía su máscara de niña honesta e intachable delante de su familia, puesto que la última vez que fue al médico con sus padres por su supuesto resfriado, el doctor le preguntó delante de ellos si era sexualmente activa, a lo que respondió declarándose virgen, como era usual. Solo unos días después, el 3 de diciembre, cumplió la mayoría de edad al fin.
Virgen hasta los dieciocho, o eso pensaron sus padres.
Hasta que Carla llegó a cagarla.
Y esa solo era la cima del iceberg contra el que estrellaría toda su vida.
—No estoy embarazada —juró por última vez María.
—¿De cuándo es el resultado? —preguntó la madre. Seria, sin hacer contacto visual. Sus ojos fijos en el plato frente a ella.
—De hace unas semanas —dijo el padre—. De cuando faltaste al colegio porque supuestamente estabas resfriada, seguro —conjeturó.
—Resfriada con vómitos —agregó Génesis entre dientes.
—Tú cállate, perra —ladró María a punto de lanzarse encima de su hermana con un tenedor.
—Tiene razón —convino el padre—. Es verdad. Está más preñada que la madre de Cristo.
—Pero te apuesto a que esta vez no le podremos echar la culpa al espíritu santo —intentó bromear la abuela, pero nadie tenía ánimos de reír, ni siquiera Soto. Salvo Génesis, que tuvo que morderse la boca y agachar la cabeza para que no la descubrieran.
No es que disfrutara de la situación de su hermana... O tal vez sí, pero no porque le divirtiera verla en aprietos. Simplemente estaba muy complacida de confirmar la existencia del karma, luego de que María siempre hubiese sido alabada y premiada como la correcta, luego de que la juzgara y condenara por los errores de su pasado que ahora ella cometía.
Nadie podía culparla. Y quien podía hacerlo, estaba demasiado absorta en idear un escape de esa situación que podría dejarla sin cabeza.
—Entonces... —carraspeó la madre—. ¿Tú crees que esa prueba es de esa vez? ¿De cuando estaba resfriada y faltó a clases? ¿Antes de las vacaciones de navidad?
—Sí. La prueba es de unos días después de llevarla al médico y que dijera que no es sexualmente activa. Nos mintió, en la cara de un profesional. ¡Nos humilló! Nos vio la cara de pendejos... ¿Quién es el padre?
—Papá, yo no...
—¡¿Quién es el condenado padre, María Betania?!
—Mauricio.
Cuando la madre llamó al esposo por su nombre, su voz estaba tan herida, tan cautelosa, como si estuviera a punto de dar una fúnebre noticia. Y al voltear el marido y verla a sus ojos llorosos, su boca abierta sin poder reunir la fuerza para terminar de empujar las palabras que la asfixiaban, este casi quiso correr a ella para abrazarla y darle el pésame.
—¿Qué...? ¿Qué pasa? Habla, querida, ¿qué...?
—No está embarazada.
—Pero... No puede ser que le creas, Marcela. ¡Se hizo dos pruebas! ¡Dos positivos! Carla lo confirma. No puedes seguir tragándote todas sus manipulaciones, ya no es una niña...
—Mauricio. —El padre calló de inmediato ante el segundo llamado de su mujer—. No está embarazada.
Fue el momento en el que María Betania empezó a llorar, y su madre tuvo que hablar por encima de su llanto.
—Yo lavé sus sábanas manchadas de sangre. He visto los envoltorios de toallas en la papelera, y sé que me robó de mi paquete cuando se acabaron las suyas. Ha estado tendiendo su periodo.
—¿La estás encubriendo o algo?
Soto, al ver que el llanto de su amiga se hacía desgarrador, insoportable incluso para el alma más insensible, desistió de su idea de mantenerse al margen y la abrazó con la fuerza que ella necesitaba que alguien la sostuviera en ese momento para no caer al vacío, a ese del que no hay retorno.
—No la estoy encubriendo, Mauricio. Te creo. Le creo a Carla. Pero... ya no está embarazada.
El silencio que siguió fue absoluto, agónico y asfixiante, solo opacado por los sollozos de la adolescente en la mesa y los siseos de su amigo que intentaba calmarla. Hasta que la abuela, comprendiendo lo que se había insinuado, empezó a hiperventilar.
En su ataque respiratorio, la madre tuvo que acercarse a la anciana para darle palmadas en la espalda e intentar auxiliarla echándole aire con un plato como abanico.
Génesis salió disparada en busca del inhalador del asma, apresurada por los gritos de histeria de la madre. El padre, en cambio, se llevaba las manos a la boca abierta por donde apenas respiraba, comprobaba en su frente su temperatura como si temiera estar al borde de un desmayo y se rascaba el cuello de donde largos chorros de sudor caían a su antojo. Su conmoción podía sentirse en la atmósfera que lo rodeaba, nadie se atrevería hablarle en un momento así, y él tal vez no escucharía, puesto que sus ojos estaban fuera de órbita.
Cuando Génesis volvió con el inhalador y la abuela al fin pudo respirar de una salvaje bocanada, la anciana rompió en llanto desconsolado, como si frente a sus ojos estuviese el espectro del cadáver de un ser muy amado.
Jamás se había visto así. Así se pequeña, de desolada y herida. Negaba a la vez que pedía clemencia a Dios en susurros apenas posibles de traducir, porque temía por el alma de la asesina sentada en la mesa. La niña de sus ojos.
Al ver a su madre llorar, el señor Mauricio volvió a la realidad y decidió tomar el timón del asunto.
Impactando sus manos contra la mesa, hizo que su hija de un respingo le partiera la boca a Soto, quien tenía la cabeza recostada contra la suya para consolarla.
—¡¿Ves lo que has hecho?! —gritó Mauricio a su hija, quien intentó responder algo, pero solo salieron balbuceos y saliva salpicada.
—No le grites, por favor —sollozó la abuela casi sin aliento, su pecho seguía muy trancado.
—Mamá, tú no te metas —dijo Mauricio con más calma, conteniéndose. Quería evitar que a su madre le diera un ataque que todos pudieran lamentar.
—Mira lo que le has hecho a tu abuela —dijo entonces la madre, quien acariciaba a su suegra con lágrimas que le llegaban hasta la mandíbula.
—¿Qué hicimos mal, María? —exigió el padre volviendo hacia su hija—. ¿Qué no te dimos? ¡Dime!
—Papá, yo...
Pero ella solo sabía cómo seguir llorando, nada más.
—Eras nuestra niña. Te dimos todo lo que pediste. Todo lo que no pudimos darle a Génesis por jóvenes e inexpertos, lo tuviste tú.
—¡Génesis también lo hizo! —gritó María a toda voz—. ¡¿Quieren ignorar eso ahora?!
—¡El aborto de Génesis fue un accidente! —discutió la madre a gritos, roja de una ira incontenible que la llevó a ponerse de pie y hacer tambalear la mesa con todo y vajilla.
—¡Y el Ratón Perez existe, también! No sean ingenuos, yo la vi, ella...
—Cállate la maldita boca, perra envidiosa —intervino Génesis, levantándose también, pero inclinada sobre la mesa a un solo impulso de saltar encima de su hermana.
—¿O qué? ¿Me vas a matar a mí también?
—¡¿Con qué maldito moral dices eso?! —discutió Génesis al borde de una carcajada—. Acabas de abortar.
—¡Pero yo soy una niña! Tú tenías marido, casa disponible y padres que te apoyaron en tu embarazo, solo no quisiste hacerte responsable porque querías seguir cogiendo con los amigos de...
—Ahora sí te mato, zorra.
Y, tal cual juró, Génesis de un brinco se montó en la mesa, caminando por encima de los platos hasta alcanzar a su hermana, a la cual arrastró al piso agarrándola por la melena rubia que supuestamente ella tanto envidiaba.
Las dos en el piso se mordieron, maldijeron y humillaron destapando toda clase de secretos acumulados desde la infancia que compartieron. María le abrió la cara a su hermana con sus uñas y Génesis le propinó un rodillazo en la entrepierna que casi la hizo crujir.
Mientras rodaban por el suelo aferradas cada una al cabello de la otra, Soto se lanzó a separarlas, pero recibió un golpe en el ojo que lo lanzó al suelo chillando, con miedo a que la uña que logró atravesarlo lo hubiese dejado tuerto.
Tuvieron que interferir ambos padres para separar a las fieras. Una vez estuvieron a más de un metro de distancia, agitadas, con marcas de rasguños, mordiscos, moretones en potencia, y el cabello hecho una jungla salvaje, al fin la madre pudo intervenir hablando.
O a gritos.
—¡Se me calman las dos, maldita sea!
La abuela, ahora sola en la mesa, lloraba todavía con más fuerza al escuchar las maldiciones que soltaban a diestra y siniestra en lo que antes había sido un hogar santificado. Clamaba a su Dios por clemencia, y por una resolución a todo ese escándalo que no destruyera la vida de nadie, y mucho menos a la familia en conjunto.
—No quiero escuchar ni una palabra más hacia tu hermana, María —sentenció la madre—. ¡Ni una!
—Pero...
—Ella no tiene la culpa de lo que le pasó, y jugar con su dolor, con ese trauma, esa pérdida que vivimos todos... ¿cómo puedes llegar tan lejos por salvarte el pellejo?
—¡Que no fue un accidente! Yo la vi, en serio...
—¿La viste qué? ¿Metiéndose un gancho en el útero?
—No, llorando como Magdalena. Ella misma me lo confesó ese día. No fue un accidente, lo provocó...
—¿Te parece justo lo que estás haciendo? —interrumpió su madre, lo que hizo que María sintiera muchísima más impotencia—. Traicionas la confianza de tu hermana, una confidencia que te hizo en un momento de dolor a carne viva, voluntariamente... ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué crees que estás ganando con eso?
—¿Es en serio?
María temblaba, de nuevo empezando a llorar. No podía creer que la dejaran como la mala de nuevo de toda esa injusta narrativa. Lo sentía como un complot, un juicio en el que ni siquiera tenía oportunidad de defenderse porque su abogado había decidido callar.
—Mamá, ella también lo hizo... ¿por qué solo me regañan a mí?
—Nadie te está regañando, María Betania —acotó su padre—, solo te hacemos ver lo que has hecho. Te pedimos una explicación, no un chisme sobre Génesis.
—Los errores que haya cometido tu hermana los cometió de adulta —intervino la madre—.
Tiene 25 años y, tal cual dijiste tú misma, una relación estable desde hace años. Ni siquiera vive aquí salvo los fines de semana. Además, cometimos errores con Génesis que recién estamos intentando solventar. Errores que no repetimos contigo y que crearon esa enemistad entre ustedes por dar la idea de que eres la favorita. Y no es así. Solo nos comprometimos a hacer las cosas mejor, ahora que sabemos cómo no hacerlas. Y mira como nos pagas...
—En algo te equivocas —dijo el padre—. María también es una adulta, ya cumplió 18 años.
—Papá... ¿qué estás diciendo? —musitó María en un hilo de voz.
—Ya es momento de que se haga responsable de sus actos como lo que es.
—¡Cometí un error, papá, nada más! Todos en esta vida...
—¿Un error? Un error es no habernos presentado un novio en toda la vida, mentir constantemente sobre ser virgen aunque hemos intentado ser muy abiertos contigo, y luego quedar preñada de quién sabe quién antes de terminar el colegio. ¡Eso es un error! Lo que tú cometiste fue asesinato.
Ante esas palabras, los sollozos de la abuela se intensificaron y Génesis tuvo que acudir a ella para limpiarle las lágrimas y los mocos, y para cuidar que no se desmayara.
—No digas eso, papá... —lloró María.
—¿Papá? Yo no soy tu padre. Te vas esta misma noche de la casa, sin excusas. Y yo que tú me preocuparía mucho más por el perdón de Dios que por el mío, porque quitar vidas como lo has hecho tú es una huella que no vas a borrar con lágrimas, jovencita. Ya no más.
—Papá, te lo ruego...
—Tus súplicas guárdalas para Dios. Y en serio vete, ya has hecho demasiado daño a esta familia.
☠🖤☠
—María, en serio, puedes quedarte en mi casa...
—Soto. —María se detuvo a mitad de la carretera apenas habitada por los vecinos que se asomaron a sus porches a escuchar el escándalo proveniente del interior de la casa de la adolescente—. No necesito tu ayuda, ¿okay? Gracias, de pana. Pero no, gracias. Vete a tu casa y déjame a mí resolver mi problema yo sola.
—Pero... ¿por qué no me habías dicho nada?
—Porque no era tu put problema. ¿Será por eso?
—Estás a la defensiva sin razón, no te he hecho nada, solo intento ayudar...
—Lo siento, en serio —cortó María sin nada de arrepentimiento en su voz—. Pero no estoy de humor para nada, menos para dar explicaciones como las que me estás pidiendo.
—Está bien, no te pregunto nada más, pero... Al menos déjame ayudarte, ¿sí? Quédate esta noche...
—Largo de mi vista, Soto.
—María, por favor.
El dolor era evidente en la voz quebrada de Soto, en sus ojos llorosos y fosas nasales temblorosas. Era lo incierto del destino de aquella amistad que había sido su sustento por años, era el temor de que, por no aceptar su ayuda, la vida de María pudiera destruirse en una noche de soledad y desespero. Era la maldita impotencia de querer hacer algo, y sentir cómo aprietan más fuerte las sogas que te atan las manos.
—Déjame ayudarte —rogó con la voz fracturada casi tanto como su pecho.
—Si no te vas ya no volveré a hablarte en mi vida.
—Al menos llámame si...
—¡Vete, mierda!
Soltando las lágrimas al fin, Soto giró sobre su propio eje, y comenzó a caminar al lado contrario de la carretera, camino a la parada del autobús que lo llevaría a su casa.
María no avanzó ni un paso más, aunque sabía qué imagen debía estar dando a los vecinos. Patética, despeinada, con la piel tan herida como el alma; los ojos hinchados, la nariz roja, el maquillaje regado por su rostro como el veneno en su sangre. Entre las uñas todavía llevaba residuos del rostro de su hermana, algún rastro de su melena castaña enredada en sus dedos. En los zapatos, adherido a las suelas, ensuciándose con la tierra y los escombros del asfalto, arrastraba los fragmentos de cada relación familiar destruida en aquel almuerzo; y en su espalda cargaba, sin poder dejar de sollozar por su peso excesivo, toda la culpa por las acciones cometidas, los secretos mal guardados y los dardos infestados que escaparon de su boca en pleno ataque de cólera.
Huérfana, desalojada y siendo la primera en la larga lista de personas que empezaron a odiarla ese día, María levantó su teléfono e hizo una llamada a alguien a quien había prometido nunca volver a acudir.
—Princesa, en serio lo siento, pero me agarras en una situación familiar un poco... complicada. —Al otro lado de la línea, María escuchó el eco de una discusión que, pese a no ser comparable con la que hubo recién en su propia casa, no carecía de cierta tensión—. ¿Podrías llamarme luego?
—Te juro que no te llamaría si no fuera... urgente. —Tuvo que carraspear al final para no volver a quebrarse—. Ya te debo mucho, lo sé, pero necesito un último favor.
—¿Qué te pasa? No seas ridícula, Tania, no me debes nada. Dime dónde estás, ¿qué necesitas?
—Nada, solo... Un lugar para pasar la noche. Si pudieras decirme de un hotel que pueda... no sé, cargar a tu cuenta... Te juro que te lo pagaré. —María suspiró, atribulada, y se pasó la mano por la frente—. O no sé, tal vez un amigo tuyo...
—¿Pero eres imbécil o qué? Dime dónde chert voz'mi estás, que voy a buscarte ya.
—No es necesario que vengas...
—No me digas, ya rastreé tu teléfono. Si te mueves de ahí te busco hasta debajo de las piedras, ¿está bien? Y si te encuentro te mato, te lo juro.
—Veronika, no es...
Pero la rusa ya había cortado la llamada.
•••••
Nota:
Esta mierda no se prendió, se está consumiendo y arrasando con todo a su alrededor. Favor leer sentados los capítulos que siguen a este, porque se viene y sin gorrito.
COMENTEN TODAS SUS REACCIONES Y TEORÍAS AQUÍ
Pd: si comentan mucho actualizo ya mismo, en unas horas, o mañana, o pasado. Depende de ustedes y sus ganas de leer.
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