17: Sina y Axer

Sinaí, miércoles al anochecer

En la espera de un nuevo autobús que pudiera llevarme de vuelta a mi casa, me sentí tan sola que no pude deshacerme de la sensación de que me observaban a pesar de que no había ni un alma a mi alrededor. Esperaba que fuese solo mi mente sugestionada por la inquietante novela que acababa de leer de un tirón.

Temía que me robaran, violaran y mataran, y no necesariamente en ese orden.

Era consciente de que en toda la zona había un límite en los horarios de los autobuses, ninguno pasaba después de las 7 de la noche, y no tenía para pagar un taxi. Sin embargo, pronto llegó el que supuse sería el último que pasaría hasta el día siguiente.

Corrí a él y me asomé por su puerta abierta. El chófer era un viejo que ni me prestó atención, estaba demasiado concentrado en su cigarro. Pero qué se podía esperar de un tipo como ese si tenía una gorra del equipo de béisbol de Magallanes.

Quise subir, pero apenas di un paso en el primer escalón al interior noté que el bus estaba casi vacío, sin luces, y con un agrio olor a licor tan concentrado que me embriagó con solo respirar aquella podredumbre nauseabunda.

Corrijo: no era olor a licor, era olor a borracho.

Todas aquellas características las habría pasado por alto y me habrían intimidado mucho menos si aquel lugar estuviera desierto, tal como temí en primera instancia. Pero al echar un segundo vistazo forzando mi vista sin lentes, logré identificar entre las sombras al fondo un cuarteto de borrachos, sentado en par, unos detrás de los otros.

Uno de ellos era delgado con sonrisa lasciva. No de esas que te describen en libros como Cincuenta sombras de Grey o Maravilloso desastre, que te hace querer que te maltraten. No. Era la sonrisa de un hombre que quería hacer contigo toda clase de perversidades, y no precisamente contigo sino a tu costa porque da bastante igual si lo consientes o no.

Su mirada sucia me detallaba de arriba abajo, no tenía ni que lamerse los labios para producir ese mismo efecto de baboso repulsivo.

Otro de ellos se veía mucho mayor, con el uniforme de los mecánicos de la Planta de Coorpoelec. Andrajoso, con el pelo grasoso y una pinta de que no había tirado con su mujer en un año. Me veía como los guardias venezolanos ven a las carajita de 15 años: como zamuros a carne fresca.

Los otros dos eran los de atrás, más difícil de detallar por las sombras, pero estaban casi encaramados en los asientos de los de adelante para poder devorarme con los ojos.

En resumen, que no iba a salir virgen de ese autobús si me atrevía a subirme.

Retrocedí el paso que había dado con intensión de salir corriendo sin importar que tuviera que amanecer en esa parada de ser necesario.

—¿Te vas a montar o no? —preguntó el chófer con impaciencia.

—El que la va a montar soy yo —comentó uno de los babosos acabando con la entonación de una carcajada. Sus amigos lo siguieron.

Tragué en seco y mis nervios salieron a relucir, entorpeciéndome.

—Eeehhh... no, recordé que... No, gracias.

—Que se suba —dijo el tipo con la sonrisa lasciva. El problema fue la autoridad que desbordaba ese tono, como si diera por hecho que sí o sí tuviera que obedecer, como si no hubiera más opción posible que esa porque él lo decía y así debía hacerse.

Me volteé, decidida a irme, pero su voz me recorrió la espina dorsal manteniéndome paralizada.

—Te dije que te subas.

Me giré para verlo, considerando si sería una buena idea salir corriendo de ahí. Pero el chófer no decía nada. ¿Y si iba con ellos? ¿Y si me perseguía y me subían a la fuerza? ¿Y si al correr les demostraba lo aterrada que estaba?

—Súbete.

Sé que de explicar es bastante extraño, que pareceré una estúpida, una idiota; pero si hubieran estado ahí, si hubiesen sentido lo que yo, si hubiesen tenido que reaccionar en el calor del momento, con el miedo atenzando los sentidos y no con el frío racional de quien lee los hechos sin haberlos experimentado... habrían entendido mi parálisis.

Miré el conductor, como buscando ayuda en él, pero este se limitó a mirar hacia la carretera, pisar el acelerador para hacer al bus roncar, y echarle una profunda calada a su cigarrillo.

Tuve que subir, rogué a todos los santos que conocía estar siendo prejuiciosa, racista o algo por el estilo, haber interpretado mal la situación, que todo saliera bien. Estaba cagada.

Me senté adelante, al lado de la puerta, pensando que me podía lanzar a la carretera en caso de que cualquiera intentara algo.

Me dejaron tranquila durante un rato, sin embargo, era por completo capaz de sentir sus miradas, sus pensamientos obscenos, ambos enfocados en mí.

Al cabo de un rato volví a oír la voz de el de la sonrisa.

—Oye, vente.

Hice como que no escuché nada y seguí con la vista al frente mientras las lágrimas me salían solas y mis uñas perforaban la piel de mis manos. Seguir mirando al frente esperando que el camino pasara volando hacia mi casa.

—¡Dijo que te vengas! —exclamó uno de los otros con su voz pastosa por la ebriedad.

Los ignoré de nuevo.

Silencio total fue lo que siguió, y cuando empecé a pensar que se habían cansado de molestarme, mientras aguantaba la respiración y rezaba con todas mis fuerzas al Dios de mi infancia, sentí los labios de uno de ellos en mi nuca justo al mismo tiempo que sus palabras me rozaron el oído al decirme.

—Te estamos llamando, bonita.

—No quiero ir —repuse, esperando que no viera las marcas de las lágrimas en mi cara.

—Te sentirás más cómoda en mis piernas, bebé.

«Y tú en el infierno», pensé.

Pero una nunca dice esas cosas cuando está a punto de ser agredida, una lo que dices es "diosito, a mí no".

—Vamos... —me extendió la mano.

Entonces rompí en llanto y le di la mano, lo acompañé hacia al fondo del pasillo sintiendo el bamboleo del bus, pensando en que luego de eso definitivamente me suicidaría. No podría aguantar con otra marca más, no una como esa.

Se sentó y me hizo un gesto para que me posicionara sobre sus piernas.

Mis sollozos se intensificaron y empecé a temblar de hombros para abajo.

—Sshhhh. No hay nada qué temer, no te haremos daño. Ven —repitió las palmadas sobre sus piernas—. Ven aquí, conmigo. Te cuidaré.

—De hecho... ella no puede sentarse con usted —dijo una voz a mi espalda. No me aventuré a voltear, estaba paralizada de pavor.

—¿Me dices por qué?

—Porque se va a sentar conmigo, obvio.

Su acento... Hablaba español pero quedaba claro que no era su lengua materna. Puede que fuera inglés, y sin embargo había algo en su pronunciación muy característico. Secuelas del ruso, por supuesto, porque quien hablaba, y sin necesidad de girarme a confirmarlo, era Axer.

—Ella se va a sentar con nosotros y este no es un tema abierto a discusión —repuso el tipo que me llevó hasta su asiento—. De hecho, pensamos en divertirnos mucho durante el camino. ¿No, preciosa?

No dije ni una palabra. Creo que ni respiraba.

Axer no me tocó, ni dio un paso. Seguía a mi espalda, de frente a los tipos. No lo miraba a excepción de su silueta reflejada en el cristal oscuro de la ventanilla. Solo se alcanzaba a discernir que tenía puesto un blaiser.

—Disculpe, pero no quiero tener problemas. Si algo me jode la existencia son preliminares como usted cuando en pro de la practicidad podrían saltarse. Dan igual los medios, el fin siempre será el mismo.

—¡¿Qué?!

—¿Se lo he dicho en ruso?

—Niño, no te quiero partir tu cara bonita, ¿sí? Deja a la chica y vuelve a tu puesto a hacerte la paja.

—Señor, si se lo vuelvo a repetir...

—¿Qué? ¿Qué harás?

Entonces el tipo se paró, dejándome a mí en medio de los dos como el queso de un sándwich, interfiriendo en el duelo de miradas que tenían en ese momento.

—¿Ha escuchado hablar del gato de Schrödinger?

Yo sí, por supuesto. Y solo con la mención del mismo pude recuperar la suficiente lucidez para voltear por unos segundos y mirar a Axer mientras hablaba.

La oscuridad del bus opacaba los reflejos de su cabello que parecía por completo de un castaño claro. Su sonrisa era educada y amplia, como un cerebrito orgulloso de serlo que le explica a su profesor más odiado en plena clase, dónde se equivocó en sus ejercicios.

Tenía hoyuelos en las mejillas que se profundizaban cuando hablaba o sonreía. Tenía. Putos. Hoyuelos. En. Las. Putas. Mejillas. ¿Podía ser más perfecto?

Su corbata de ese día era plateada con estampado de pitón, y su bleiser verde esmeralda. Se veía como un modelo de Valentino.

Puto.

Gesticuló con sus manos como un alumno prodigio en medio de una exposición mientras le explicaba al tipo:

—Es la paradoja más popular de la física cuántica, señor. Habla de un gato en una caja con una válvula de veneno y otra de oxígeno, aunque existen varias versiones. El gato podría abrir ambas o ninguna; pero mientras la caja esté cerrada, para nosotros desde afuera el gato podría estar tanto vivo como muerto. Intrigante, ¿no? Solo cuando se abre la caja se podría confirmar el estado del gato.

—Vivo es vivo y muerto es muerto —contestó el hombre, irritado.

—E imagino que le costó mucho llegar a esa deducción tan elocuente y brillante, pero me temo que esta teoría va por otro rumbo. El punto, señor, y en pro de hacérselo entendible a su... intelecto, es que justo ahora nos encontramos en una paradoja tal como la que planteó Schrödinger. Usted se pregunta: "si no dejo que la chica se siente con él... ¿qué pasará?" Uff, qué decirle. Mientras la caja esté cerrada puede ser que no ocurra nada si se rehúsa o se pone obtuso con mi petición, como puede que... ocurran... muchas... muchas... cosas.

Ambos pasaron un momento en silencio, como si el hombre asimilará sus confusas palabras. Axer acabó por añadir:

—Señor, no necesita entender de física para saber que, por el bien de todos, usted incluido, es mejor dejar la caja cerrada. Al menos por hoy, ¿no?

El tipo se me quedó mirando de arriba a abajo y al final bufó.

—Llévatela. Ni que estuviera tan buena.

Dicho esto, y caminando como si viviera dentro de un sueño o transitará un universo paralelo, me senté junto a Axer en la otra hilera de asientos.

—Gra...

—¿Dónde están tus lentes?

Aquella pregunta de su parte solo podría significar una cosa: él me reconoció.

¡Él me reconoció!

—Yo...

—Consigue otros, te vas a joder la vista.

Fue lo último que dijo por la siguiente media hora. El bus avanzó y en todo el trayecto no pronunciamos ni una palabra más. Lo miraba de soslayo, pero él seguía con la vista al frente, aunque algo me decía que su atención, al menos parcial, estaba enfocada en los hombres de al lado.

¿Qué hacía aquel papucho en un autobús público?

—Te juro que voy a hundir al maldito chófer del autobús —declaró, aunque al decirlo en inglés tardé un momento en comprender el significado de sus palabras.

—Yo...

Quería continuar la conversación, escuchar su voz con ese acento delicioso el resto del camino si era posible, pero, ¿qué podía decir? Lo único que se me ocurría era: ¡Vamos, sí, húndelo!

Al final acabé por recostarme de la ventana tratando de ignorar el efecto embriagador que implicaba tener a Axer tan cerca y su aroma a limpio tan revoloteando en mi nariz.

Poco a poco, entre el silencio y el viaje, me fue arrollando el sueño. Cabeceaba de vez en cuando, mis párpados parecían pesar una tonelada. No encontraba qué hacer para mantenerlos abiertos, y mi esfuerzo por conseguirlo era muy consciente y casi sobre humano. Al cabo de un rato cabeceando, de pronto las luces se me fueron y desfallecí, cayendo dormida de lado.

Para mi desgracia, me clavé de cabeza en la entrepierna de Axer.

Me levanté de golpe sintiendo como el sueño escapaba de mí a toda prisa, dejándome sola con mi vergüenza el muy maldito.

—Yo... perdona, te juro que no...

Se veía serio. Nada como los protagonistas de Wattbook que responderían algo como «Si quieres me lo quito para ti» o «Oh, con que querías ver de cerca, si quieres te lo acerco a la boca para que lo midas».

Y, como si no pudiera cagar un poquito más las cosas, en medio de los nervios y la vergüenza, en lugar de disculparme con decencia, lo que dije fue:

—Dime que lo que sentí fue tu teléfono.

Enrojecí completa, con ganas de abrir la ventana y lanzarme por ella. ¿Por qué tenía que ser tan estúpida?

Si en situaciones normales ya era un desastre, a su lado yo parecía creada por el guionista de Tom y Jerry. Con la suerte de Tom, por supuesto.

Entonces lo escuché contestar al fin:

—Hasta ahora no han inventado uno de ese tamaño.

—¿Qué?

Me sonrió con malicia como el listillo que acababa de joder a un depredador hace un segundo, solo con sus palabras. Me estaba derritiendo en vida.

—Pensé que así podría bojarte el rubor de las mejillas —explicó.

«Lo que deberías bajarme son las pantaletas».

—No creo que esté funcionando —acoté, a pesar de mis puercos pensamientos.

—Sí, lo noté. —Volvió a su semblante serio y la vista al frente—. Mi padre quería que buscara acción esta noche. Cuando le cuente...

Esta vez sí logró relajar la tensión. Esa fue la primera carcajada que compartimos.

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Nota:

Axers, lo siento, les tengo que confesar que Axer me calienta más que el sol de ciudad Bolívar al mediodía 🤤

¿Qué les pareció el capítulo? ¿Quieren más?

¿Qué piensan de Axer y Sina?

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