2. La niña.


Caminaron durante unos minutos más, hasta que pudieron percibir una mirada vacía sobre sus organismos, la cual hizo que se paralizaran y sintieran frío en sus pechos. Se sentía como si una aguja estuviera atravesándolas, pues parecía que el corazón hacía un esfuerzo para mantenerse funcionando y mantenerlas con vida.

Cururi fue la primera en salir de ese trance, y al volver en sí por completo, bajó la mirada y giró su cabeza unos noventa grados para encontrarse con el origen de la falta de sentimiento en el ambiente. Había una niña, acostada sobre el césped a unos escasos cinco pasos del puesto de manzanas, que utilizaba una especie de costal –roto mires por donde mires– como ropa, muy sucio, y que dejaba ver el estado de pobreza, no, mejor dicho indigencia, en el que vivía esa pobre criatura no mayor a siete años. Su rostro estaba demacrado, pues tenía las mejillas chupadas, como si no hubiera comido desde quién sabe cuánto –lo que sí era seguro es que era mucho tiempo–; y sus ojos apenas si podían abrirse, pues tenía ojeras y deseos de dormir, y no exactamente una siesta, pero si se observaba con atención, se podía apreciar que eran hermosas joyas de color verde. Su cabello estaba aún peor, pues a pesar de presentar hermosos cabellos rubios cortos –como si fuera un chico, pues ese corte era más común en el sexo masculino que en el femenino–, estaban completamente sucios, así que su cabeza parecía un pedazo de oro recién sacado de excavación, lleno de tierra, polvo y seguramente restos de césped en el que estaba durmiendo, su flequillo, que era un mechón hacia la izquierda, también estaba sucio. Era un estado lamentable. La pelirroja sintió como su corazón sufría un pinchazo y empezó a experimentar una opresión en su pecho, y sus ojos estaban a punto de llenarse de lágrimas. Era demasiado sensible ante esas cosas. Así que con toda la bondad del mundo, y sin miedo de tal vez ensuciarse el vestido rojo notable de clase alta que llevaba, se agachó y le extendió la mano a la niña.

—¿Qué te sucedió, pequeña?— dijo con una suave voz, esperando que la niña tomara su mano.

Garaci, ante la voz de su amiga, salió de su trance, y se agachó al lado de la niña tan rápido como la liebre de un cuento que le contaba su madre. Allí, la liebre competía contra una tortuga en una carrera, y la criatura con grandes orejas obviamente estaba ganando, sin embargo, por creída se tomó una siesta al lado de la meta, pues a sus ojos era imposible que una tortuga, un ser tan lento como su oponente, le ganara, pero sin saberlo le dio tiempo a la tortuga de adelantarse y ganar la carrera. Un cuento muy gracioso que le enseñaba a no subestimar a los demás.

Miró a la niña con preocupación, como si realmente fuera de su familia y la conociera. —¿Dónde están tus padres?— le preguntó con una gran velocidad, y si no fuera porque ella procesaba lo que decía, seguramente ni ella misma se hubiera entendido.

La niña se frotó los ojos, y levantó la parte superior de su cuerpo del suelo, para mirarlas. Eran dos lindas chicas, que a simple vista no matarían una mosca ni aunque les pagaran para hacerlo, pero por obvias razones se sintió algo asustada ante la idea de que alguna de ellas –o ambas– le hiciera algo.

—Garaci, no creo que sea momento para preguntar eso.— dijo Cururi, apoyando su mano izquierda en el hombro derecho de su amiga, tratando de calmarle un poco los humos. Ella sabía que ver a personas en esa situación era demasiado para su amiga, y aunque a ella le diera gran dolor e hiciera algo –o al menos lo intentara– por aquellos que vivían de ese modo, nunca pudo superar el efecto que eso emitía en la castaña, y por esa misma razón la alejaba lo más posible de eso. —Hay que ayudarla.— ante el asentimiento de cabeza de su acompañante, volvió a mirar, con dulzura, a la pequeña rubia que tenía frente a sus ojos. —Cariño, ¿qué te sucedió?— le preguntó nuevamente.

Ella solo las miró con dificultad, y cuando estaba pensando sobre qué decirles, perdió el conocimiento y cayó sobre los brazos de Garaci.

Ambas jóvenes adultas se alteraron, pues temían lo peor. Así que la castaña cargó el cuerpo de la pequeña y ambas comenzaron a correr hacia la casa de la pelirroja, por dos razones:
•estaba más cerca;
•tenía mejores recursos para alimentarla que la casa de la campesina.

—Resiste por favor, pequeña...— mientras corrían, observaban el puesto de manzanas por última vez. Si no fuera que lo más importante ahora era no dejar morir a esa criatura, la castaña le habría reclamado quién sabe cuántas cosas a la dueña del lugar nómada de compra. ¿Cómo era posible que estuviera prácticamente ignorando a alguien en tal estado cerca de ella, cuando perfectamente podía al menos darle una manzana? ¿O al menos algo de agua, o sombra? Pensando en que agradecía que ella y Cururi estuviesen cerca, siguió su camino.

Pudieron sentir una ola de murmullos y preguntas por parte de todos los que dejaban atrás, seguramente culpándolas del estado de la rubia, pero obviamente no tenían tiempo alguno para perder enfrentándose a todos los aldeanos que se cruzaran en su camino. Una vida podía estar a punto de acabarse, y ellas podían ser la diferencia para que eso no sucediera.

Se fueron tan rápido, que no notaron una singular conversación entre dos mujeres, las cuales llevaban abundante comida en sus cestas, donde hacían las compras, con la dueña del puesto de manzanas, ya que observaban con curiosidad a ambas chicas.

—Oye, ¿tú viste a esa criaturita ahí?— preguntó una mujer, la cual un vestido simple de color blanco, su cabello era café, y su flequillo tapaba sus ojos.

—¿Eh? ¿Desde hace cuánto estaba ahí? No la vi ni de reojo.— habló la dueña, la cual tenía cabello corto negro, piel tan blanca como la nieve, y bellos ojos azabache. Su vestido constaba de dos colores, azul en la parte superior, y de la cintura para abajo de un bello amarillo pálido.

—¿Verdad? Me pregunto cuándo llegó ahí.— dijo una hermosa mujer de cabellos morados oscuros, atados en una coleta, y ojos también morados, el aspecto que deberían normalmente tener los asmodeanos. Aunque claro, ya no muchos eran así. No eran personas racistas como los Elphes como para no querer tener hijos con alguien que no tuviera las características de la raza de su nación. Después de todo, los de Elphegort despreciaban a los Netsuma, hasta tal punto de seguramente haber sido su culpa que el clan se hubiera extinto en su totalidad, ahogando sus aldeas en mares de fuego. —Por cierto, ¿esa de allá no era Bucciano Garaci?

—¿Ah? Sí. Suele venir aquí con Cururi-san.— respondió la vendedora con, al parecer, cariño hacia esa chica castaña. —Me ayuda de vez en cuando con las cajas más pesadas. Es un cielo.

—¿Un cielo? No se lo niego, es buena chica, me ayuda limpiando mi casa, y obviamente le pago lo que merece.— se puso en tono secreto y preocupado. Cómo si no fuera un secreto a voces lo que todos opinaban sobre la nombrada. —Pero, tenga cuidado con ella...— habló la de cabello café.

—¿Eh, por qué?— preguntó la vendedora. Era nueva en Lisa A, así que no conocía la reputación que esa chica tenía.

—Porque... es la hija del alcohólico del pueblo, ya sabes, al que se le murió la esposa.— susurró la mujer de ojos azules. —Le recomiendo que tenga un ojo bien abierto con ella. Ya conoce el dicho: de tal palo, tal astilla.

...

La pelirroja abrió la puerta de su casa, sin esperar ni por un minuto a que alguno de los pocos criados que tenían a su disposición ella y su familia –ya que había que ser sinceros, para una familia acomodada, siete criados era lo mismo que nada, y más aún para otros como los nobles, duques o señores feudales– lo hiciera por ella.

—¡Señorita Cururi y joven Garaci, ¿qué suce- — dijo uno de los mayordomos, pero fue interrumpido por la pelirroja. Cabe aclarar que de los siete criados, cinco eran hombres y dos mujeres, ya que esas dos atendían a Mily y a Cururi. Las razones de la mayoría de hombres se debía a la mayor fuerza que el sexo masculino presentaba para las tareas, además que con todas las desapariciones que últimamente sucedían, era más rentable contratar a hombres, pues a este punto ya cualquiera pensaba que tener penes en los genitales evitaba que te fueras y abandonaras el trabajo.

—¡Abdel, prepara una cama y un baño! ¡Y traigánme ya un almuerzo nutritivo! ¡Ahora!— pidió con la voz rota la chica de coleta. Antes de que el hombre pudiera preguntar, volvió a gritar. —¡Ahora dije!

—¡S-Sí!— sin perder nada de tiempo, él, junto a otros criados que se encontraban presentes en ese salón, salieron corriendo para obedecer las órdenes pedidas.

—¡Y un vaso con agua! ¡Por favor!— pidió la castaña, sin importarle parecer una irrespetuosa.

Ante el asentimiento de varios empleados, la llevaron corriendo a la habitación de la chica, donde acostaron a la niña e hicieron lo posible por despertarla. Cómo nada funcionaba, decidieron utilizar el vaso con agua para tirárselo en la cara, a ver si obtenían algún tipo de resultado. Para su grata sorpresa, la niña abrió los ojos asustada y confundida, mientras miraba alrededor en busca de respuestas. Cuando cruzó sus inocentes esmeraldas con las ventanas del alma de ambas mujeres, la pequeña se espantó y se hizo hacia atrás, como si quisiera escapar. —¿Q-Quiénes son?— las miró por unos momentos antes de que su expresión pasara a ser de absoluto terror. —¡¿Son secuestradores?! ¡¿V-Van a venderme...?!

Las dos féminas menores de veintidós años empezaron a negarlo todo, esperando que ese ser se calmara y las escuchara.

—¡¿Dónde estoy...?! ¡Tengo miedo! ¡Mamá!— empezó a llorar la rubia, haciendo que Garaci tuviera deseos de, aunque fuera un momento, cerrarle la boca. Sí, ella sabía que la infante debía estar aterrada por estar en un lugar desconocido, con personas desconocidas, casi muerta de hambre y sed, y con el rostro y cabello empapado por el agua que le acababan de arrojar, pero aún así quería que se callara para poder explicarle.

—¡N-No pequeña! ¡No somos nada de eso!— la dulce pelirroja trataba de sonar convincente para que así pudieran atenderla sin problemas. —¡Garaci, ayúdame!

La joven castaña se quedó petrificada, sin tener idea de qué hacer. ¿Qué podría hacer ella, quien ni siquiera podía calmar a su padre borracho? ¿Cómo le iba a hacer con una infante, que a esa edad, alterados podían ser peores a los adultos por todos los gritos y pataleos que tiraban al ambiente? Esas criaturas eran una de las principales fuentes de contaminación auditiva del país –o del mundo–. —¿Qué quieres que haga yo?— preguntó algo alterada. La cara de la adorable niña estaba repleta de mocos y lágrimas, pero en cuanto dirigió su mirada hacia Garaci, su rostro pasó a ser de asombro. Sus ventanas del alma estaban abiertas y dejaban entrar el sol, pues estaban brillando, y su boca estaba abierta, de tal forma que poco a poco fue formando una sonrisa, y a todo eso se sumaban los pómulos, que se tiñeron de un tierno carmesí. —¿Eh?

—¡Colores!— levantó su pequeña mano derecha y señaló con su dedo al flequillo que la joven Bucciano portaba. Esta, algo confundida, miró un momento hacia arriba y entonces cayó en cuenta. Realmente, en todo lo movido de la situación, se le había olvidado por completo que sus cuatro colores en esos mechones que cubrían su frente eran lo favorito de los niños de su ciudad. —¡Tiene muy bonitos colores señorita!

Su rostro algo molesto pasó a ser una sonrisa, y sin dudar se acercó a la pequeña lentamente, para que pudiera entrar en confianza. —¿Te gustan?

—¡Sí! ¡Son muy bonitos!— ante esa respuesta, Garaci acercó un poco sus coloridos cabellos para que los dedos de la rubia pudieran tocarlos y así reconfontarse con su suavidad. Una de las pocas cosas que aún continuaba del legado de su madre era su extremo cuidado con el cabello de Bucciano, pues solo los mejores peluqueros que atendieran a los Leim posaban sus manos sobre esos mechones, y ahora también lo hacía esa niña, quien si se lo preguntaban por cómo estaba en ese momento, no debía saber nada sobre cuidados de cabellera. —Tan suave...— habló enternecida la dueña de ojos inocentes –y ahora brillantes a más no poder– de tono esmeralda al sus dedos entrar en contacto con los cuatro colores que le estaban levantando el ánimo.

Cururi se acercó con una sonrisa, conmovida por tal escena. Finalmente su amiga disfrutaba pasar el rato con una niña pequeña, ya que siendo sinceros, no era demasiado fanática de los niños de esa ciudad. Un motivo tenía, ya que siempre los menores repetían cosas que sus padres decían, por lo cual sin saber algunos siquiera lo que significa, ya hablan de que ella es una alcohólica que lo único que quiere es beber y puede lastimar a cualquiera con tal de conseguir bebidas.

Pero todo ese ambiente se vio interrumpido por la puerta de la habitación, la cual se abrió de repente, dejando ver a un sirviente de nombre Jamal. Parecía estar con prisa, pues su rostro denotaba exasperación, además de que este estaba cubierto por un sudor que lo hacía brillar un poco debido a la luz de las velas de la habitación. Su cabello castaño estaba completamente desordenado, como si hubiera corrido una maratón o hubiera tenido una noche de diversión, y a esto lo acompañaba que su camisa blanca estaba arrugada y su pantalón negro estaba en el final lleno de lodo. Respiraba de forma entrecortada. A Cururi le pareció guapo, pero no era momento de pensar en ello.
Debido al ruido, la niña se alejó del cabello de Bucciano y comenzó nuevamente a tener miedo.

—¡Jamal, ¿qué sucede?!

—¡Señorita Cururi, aquí está la comida que pidió!— habló tratando de recuperar el aire, mientras extendía su mano izquierda con dirección a la hija de los dueños de la casa para que observara con atención la bandeja llena de frutas, verduras, carne recién cocinada en el fuego, agua, jugo de frutas, bocadillos, y hasta un pastel de postre, dejando en claro que la habían obedecido. —Aquí tiene...— habló ya un poco más recuperado.

La joven Leim se tomó un poco su tiempo para analizar los alimentos con su mirada, y luego de estar unos segundos así, levantó la mirada y le sonrió alegre a Jamal. —¡Muchísimas gracias!— al ver esa curvatura de labios de forma que mostrara felicidad y agradecimiento, simplemente no pudo evitar sonrojarse, pues estaba siendo iluminado por algo completamente hermoso. —¿Hay algo más que debas darme o decirme?— dijo mientras tomaba la bandeja de plata en sus manos, cuidando de no dejar caer nada, mientras Garaci trataba de calmar nuevamente a la pequeña. Al ver que el castaño peinado perfectamente hacia atrás y de metro setenta no le respondía, volvió a hacerle la misma pregunta.

Ante la repetición, reaccionó completamente avergonzado. —¡No, nos vemos!— y sin más, con toda la cara roja y con nervios a flor de piel, se fue corriendo. Cururi le miró algo extrañada y simplemente negó con la cabeza luego de suspirar. Ella no era estúpida, y sabía lo que podía generar en los hombres heterosexuales –o en las mujeres lesbianas, como Lolan, o bisexuales– en ocasiones, pero ella realmente no estaba interesada. Solo tuvo a pocas personas en su corazón como enamoramiento y noviazgo, pero ninguna duró más de tres años –su última relación y la más larga que ha tenido–.

Dejó ir esos pensamientos y cerró la puerta con el pie, y no con tanta fuerza, para luego dejar la bandeja en la mesita debajo del pequeño candelabro de pared para unirse a Garaci al intento de calmar nuevamente a la pequeña.

La castaña se acercó con una sonrisa y le habló suavemente. —Ya pequeñita, no hay nada que temer.— le sonrió, esperando así que el temor por el estruendo se fuera al verla. La niña, quién estaba escondida detrás de unas mantas de la cama, dejando ver la parte superior de su cabeza, temblaba ante la sola idea de volver a sufrir un ruido fuerte cerca de ella. Tanto Cururi como Garaci estuvieron un rato allí, intentando calmarla, hasta que después de aproximadamente media hora lo lograron, haciendo que la dueña de ojos esmeralda se acercara temblorosa a las dos féminas que estaban en sus veinte y veintiún años, quiénes le sonrieron. —¿Cuál es tu nombre, dulzura?

—N-No debo hablarle a extraños...— dijo con la voz quebrada, preparada para volver a esconderse o huir si la situación lo ameritaba. Garaci tenía ganas de tirarse al piso de lo estúpido de la situación, pues antes esa criatura se estaba por tirar prácticamente sobre ella para tocar su cabello, pero recién ahí las consideraba extrañas. ¿Cómo se suponía que funcionaba la mente de esa rubiecita? ¿Y cómo la habían criado?

Leim le sonrió sentándose frente a ella en la cama, demostrando así que tenía mucha más paciencia que su amiga de toda la vida. —Tienes razón,— ante esas palabras, Bucciano estaba por reclamarle, pero la cabeza roja le ignoró. —perdón por asustarte así. Yo soy Cururi Leim, y ella es mi amiga, Garaci Bucciano.— luego de estas palabras, extendió su mano a las doradas hebras. —¿Ves? Ya no somos extrañas. Ahora, es tu turno pequeña.— y las acarició con delicadeza y ternura, como si tuviera miedo de hacerle daño.

—E-Eh...— la pequeña bajó la mirada, observando el suelo cubierto de una alfombra morada. ¿Por qué en esa ciudad había mucho púrpura? ¿Acaso era alguna especie de tradición? —Yo...

—¿Y tus padres?— preguntó Garaci, mirándola desde arriba –lo cual tenía sentido, era mucho más alta que ella–, a lo que solo pudo volver a tartamudear un intento de respuesta que, nuevamente, no las llevaba a ninguna parte. Sino fuera que lo de ahí era una niña, ya le habría dicho algo sobre el hecho de intentar ser claro. —¿Y?

—¡Garaci!— le reclamó la chica de alto nivel económico. —Entiéndela, es una niña confundida y temerosa.— le sonrió al ser de aproximadamente siete años. —Ahora mi amor, ¿cuál es tu nombre?— al ver que la niña volvió a dirigir su mirada al suelo, siguió con esa curvatura de labios amable y fue por la siguiente pregunta, con esperanza de que así, aceptara darles información y pudieran encontrarle pronto un lugar a la pequeña. —¿Dónde están tus padres? Podemos buscarlos si quieres.

—Yo...— la niña levantó la mirada, y cómo su voz estaba algo quebrada, ambas pensaron que estaba llorando, y la confirmación les llegó cuando vieron sus ojos verdes repletos de cristales en sus iris y pupilas, y con gotas saliendo de sus cuencas, mientras su boca se iba ligeramente hacia arriba para darle una expresión de tristeza.

Ambas se preocuparon y se acercaron con rapidez a ella, con unas miradas de angustia en sus rostros. -¿Qué ocurre?

—Yo...

—¿No sabes dónde están? ¿Y tu nombre?

—No lo sé... Yo no sé nada de eso...

Ambas féminas miraron asombradas a la niña cuando escucharon sus palabras. ¿Que no lo sabía? ¿Les estaba tomando el pelo, cierto? Garaci ya estaba por hacer esa pregunta, pero Cururi, como siempre, se le adelantó para hablarle con más delicadeza y sin atosigar a la pequeña.

—¿No lo sabes? ¿No sabes dónde están tus padres?— como respuesta, recibió un movimiento de cabeza de lado a lado, dejando en claro que era una negación. —¿Cómo se ven?— recibió lo mismo, empezando a preocuparse. —¿Sus nombres?— nuevamente lo mismo, causando que ella se sintiera impotente, sin poder hacer nada.

Garaci, sin poder entender cómo una niña, aunque fuera de pequeña edad, no podía saber ni siquiera quiénes la habían traído al mundo, estaba por reclamarle de un modo no muy suave, hasta que cayó en cuenta de algo: ella pasaba por lo mismo. Su mente no podía recordar ni el nombre, ni el aspecto de su madre. Lo único que tenía de ella, eran descripciones de su padre, que la llevaba a imaginarse una forma de mujer que correspondiera a esas características, pero incluso con eso no sabía con exactitud cómo era. Sabía que tenía ojos verdes, cabellos rubios muy claros, y al final de cada ciertos mechones de su cabello, distintos colores al final de este. Además, ella solía ser alegre y utilizaba mucho un sombreros negro al igual que vestido con moños rojos y botas. Pero eso solo era una descripción banal, que la hacía posicionarse en el mismo lugar que esa pequeña que lloraba. Ante ese pensamiento, suspiró y se acercó a ella con lentitud para luego mirarla con preocupación. —¿Y... tu nombre?

La niña solo negó, de nuevo. Ambas se miraron, y entendieron que pensaban lo mismo. No podían dejar que una criatura que no tenía idea de qué sucedía vagara por ahí sola, por lo cual, la amable pelirroja decidió entregarle la bandeja a la infante, quién comenzó a comer con velocidad, dejando en claro que esas chupadas mejillas no eran por nada, y quedó pactado que esa niña se quedaría en esa casa hasta que encontraran a su familia.



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