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━━━━━ FOUR ━━━━━

━ ۵ ━


EL CLIMA Y SUS ESCALANTES HABÍAN EMPEORADO durante la noche dentro de la habitación. La tormenta de nieve ya azotaba la comarca desde el norte, parte del Blackcrom se hallaba recubierta de nieve según los hombres que arribaron desde el primer minuto de la mañana. Llevaban los hombros borneados de gélidos vástagos de hielo recibiendo tempranamente al invierno más helado desde la última vez hacía cien años. Némesis, envuelta entre las cobijas cubriendo la esbelta silueta pálida vestida con prendas masculinas miraba por la ranura de la puerta la sublime belleza del hielo en finas capas adornando el suelo hasta desaparecer el aceitunado color del pasto.

Los pronósticos de tal fenómeno no pintaban para algunos días, sino para la mitad del año, como lo habían vivido los ancestros a la luz de las fogatas quemando cualquier cosa que pudiese brindarles un ápice bochornosos capaz de mantenerlos con vida lo que fuese a durar el suplicio dentro de los agigantados espacios de sus moradas recubiertas de piedra hasta el más mínimo detalle.

Días anteriores a la nevada, durante la noche de percibía el relente haciendo tiritar a quien se le ocurriera abandonar el fuego a tales horas nocturnas. Y de solo acordarse de su estado en el castillo resintió un escabroso frío subiéndole por la espina. Pasar esas noches en vilo mientras el fuego ardía con los troncos no era suficiente, no bastaba hasta que fracción del cuerpo yacía recubierta por las cobijas. De alguna forma, la gélida sensación entraba por los nervios del cuerpo, congelándolos a tal punto de permanecer perpetuo cuál estalactita. Mientras que en los hombres como Lars la situación cobraba un significado completamente distinto.

Salvajes fundamentados a las bajas temperaturas, amaestrando sus cuerpos hasta que una brizna helada no fuese a hacerles más que cosquillas en el pecho desnudo. Esos hombres eran preocupantes, resistentes cual hierro enfundado en una vaina tibia en constante movimiento, calentando los músculos sin más que una pesada sensación de ardor alrededor del pecho, eso era lo que mantenía con vida a toda una cuadrilla danesa. La imperante sensación de seguir más allá de sus propias capacidades y resistencias.

La puerta se abrió, entrando ademas del danés cubierto por pieles de feroces bestias un umbral cuyo albor revoloteaba en torno a su atosigante figura masculina, respirando agitado por el vaho liberándose de sus fosas y labios resecos, víctimas de la frigidez exterior. La puerta a sus espaldas se cerró cuál sonoro golpe, permitiendo al joven de largos cabellos cobrizos entrar hasta la cama, acomodando sobre esta un par de prendas de la misma índole que aquellas que su gente portaba con normalidad en torno a esas fechas.

—Conseguí estas con un vendedor de Blackcrom, fueron baratas— reconoció, mirando de soslayo la tiritante figura femenina mirando por el herraje descuidado de las paredes, asomándose a su vista un par de copos gélidos volviéndose nada en el aire.

—¿El frío alguna vez se irá?— instigó, apretando la manta con ambas manos entremetidas por el pecho.

No necesitaba mirarlo para conocer de ante mano la respuesta de escasas palabras a punto de ser proveída en bandeja de plata.

—La tormenta viene desde el norte, los viajeros dicen que allá está mucho peor. Los caballos perdieron las patas al caminar. Se les congelaron, llegaron apenas treinta mercaderes a Cynsir al aparecer los primeros rayos de luz.

—¿Cuantos tenían que llegar?

—Según los heraldos, cincuenta y cinco— respondió, pidiéndole que se acercara con un gesto meticuloso por parte de su mano.

Némesis obedeció, aproximándose a su encuentro, admirando desde encima de las largas pestañas el ropaje traído desde afuera, conseguido a partir de un par de bolsas de plata robadas de los caballos cerca del castillo, siendo el de él, el único que cargaba con más de diez atadas bajo su barriga todo el camino.

La mirada de ella no lucía convincente, permitiéndose levantar las prendas apenas con una mano, si, eran cálidas y definitivamente no pasaría penumbras si las llevaba puestas, pero de hacerlo, esa imagen que tenía sería la de una danesa, nada respetable y temida por más de uno. Quizás así nadie la tomaría en serio como hacían hasta ese entonces, y al parecer, Lars lo notó. Percibió la duda en sus orbes ardiendo como el fuego mismo hecho para calentar los días de nevada.

—Sabrán que no eres danesa. No debes preocuparte por eso, cualquiera que se acerque a ti mirará las facciones perfectamente tizadas en tu rostro y no prevalecerá ninguna duda de tu paradero.

Apretó vehemente la afelpada prenda, asintiendo sin más que grata decisión en la mirada. Aceptando por vez primera la razón más grande para su supervivencia, esa que no la dejó dormir gran parte de la noche, trayendo consigo pesadillas y ríos interminables de sangre corriendo en arroyos bajo sus suelas. Si quería continuar debía ser capaz de sobrevivir en la hostilidad del mundo antes de que esté la devorara hasta los huesos.

—Póntelo encima de lo que llevas puesto, quedarás más segura— mencionó—. Te esperaré afuera junto al herrero, tiene un mapa de la comarca, ahí sabremos que tan lejos está tu tío.

Accedió sin rechistar, aguardando al esperado sonido de la puerta que indicara su soledad nuevamente, de tal forma que la manta cayó en un manojo de lana tras de sí, facultando ambas manos a la tarea de vestirse con el ropaje. La parte baja estaba hecha de lana, mientras que la superior constaba de una densa y felpuda piel de oso, recubriendo los hombros, cuello y listones atados finamente a los broces delanteros, inhibiendo cualquier tipo de gélido ambiente traspasando sus límites permitidos.

Los pantalones eran holgados, ajustándose a las fibras rugosas y duras de los botines finamente doblados. Formando una suela resistente a los suelos, atándose a la pantorrilla con el pantalón metido. Solo así se obtendría la movilidad requerida para realizar alguna tarea, como lo era huir de los enemigos o alzar una espada sobre la cabeza antes de blandir la hoja contra el contrincante.

Cerca de la salida miró sobre su hombro, apareciendo nada más que el repudiado sentimiento de la debilidad amenazando por derrumbarla a su merced, cosa que ni en sus más grandes pesadillas permitiría. Era una mujer, si, pequeña, delgada y asustada, pero eso jamás la detendría. Si necesitaba fortalecerse lo haría, y si para hacerlo requería sentir sangre corriendo en sus manos, entonces tomaría el sacrificio. Saltaría al precipicio sin vuelta atrás. Desde esa noche algo en ella falleció. Algo que no regresaría si se quedaba mirando la nieve devanando por los llanos.

Era una mujer, una mujer incapaz de doblarse bajo la mirada violenta de un hombre.

Abrió la puerta ante su salida, pisando fuerte la escarcha formándose apenas a la intemperie, aplastando el albor entumeciendo sus piernas con cada pisada sobre el hielo haciéndose paulatinamente una capa dura sobre el pasto. No obstante, alcanzó a percibir nuevamente la tierra aplastándose bajo de si, llegando a donde Lars, inclinado sobre la meseta de trabajo del herrero miraba el gran mapa hecho en un largo pedazo de cuero, marcando cada pequeño pueblo colindante a los reinos próximos, siendo estos detrás de las montañas de Neänvor, el lugar más frío de todo el hemisferio. Ni siquiera los carroñeros hambrientos irían a buscar comida por esos territorios. Los rumores decían que tan pronto como un ser humano caminara por ese hielo tan denso, los huesos de sus piernas se congelarían, rompiéndose con el andar continuo sin haber avanzado siquiera la mitad del límite de ambas montañas. Mucho menos haber alcanzado el camino en medio de los riscos, donde por las noches se escuchaba el aullido de los únicos lobos vivientes en el sitio.

Sin embargo, era el camino más rápido hacia el siguiente reino, Ankrumm. Hogar del batallón más grande y vasto de una nación, se decía el único reino de los nieve cuya posesión territorial abarcaba más allá de las montañas, albergando un temible espacio limítrofe para sus pobladores, además, el ejército bajo las órdenes del rey constaba de miles de hombres forrados de herraje prácticamente impenetrable, y hasta donde se tenía entendido, el ejército danés planeaba invadir Ankrumm después de invadir los siete restantes. Su sed por poder aumentaba cada vez que obtenían lo que querían, arrasando poblaciones enteras como alimañas imparables, pero la obra hecha en Ethelconn no tuvo esa índole. Jamás se planeó colonizarla, sino acabarla hasta sus cimientos, dejando el símbolo más grande del imperio en pie, el castillo.

Una razón mucho más mórbida y bruta existía detrás de la destrucción.

—Mi tío está en Ankrumm— señaló el mugriento dedo de la princesa sobre el mapa, kilómetros de distancia desde Neänvor—. Es el consejero real. Si llegamos hasta él podría brindarnos su ayuda.

—¿Para que? ¿Desplegar su ejército contra los que causaron eso en tu hogar?— rebatió—. ¿No lo entiendes aún, verdad?— adivinó, aparentando serenidad externa, cuando su interior estaba más que atacado—. El ejército danés avanzará siempre, no importa a quien busques en el norte, llegarán tarde o temprano y el ejército tan apabullante del rey se reducirá a una completa pérdida— un largo suspiro abandonó sus mullidos labios, trazando con la mirada el único vestigio de su pasado tan vívido que le hizo entrecerrar los ojos, hundiendo el índice en uno de los surcos evidentemente escondidos del mapa—. El campamento en Anvor, ahí sabremos el siguiente movimiento de la cuadrilla. Entonces podremos ir con tu tío y anticipar la movida.

—Te asesinarán— escandalizó, consternada por el semblante silencioso y tranquilo del hombre.

—No, aún no saben nada de mi paradero. Nadie ahí sabe con certeza a donde fui, ademas, esta es la mejor idea. No podemos correr directo a las puertas del reino para advertirles de una completa posesión sin conocer sus movimientos antes.

La cortina delantera del despacho se abrió abruptamente, mostrando al herrero inconsciente de los planes hechos y completamente formalizados.

—Nueve monedas por tus dos mejores caballos, herrero, es mi mejor oferta— lanzó la bolsa sobre la mesa, desbordando las brillantes monedas, mostrando un pavoroso fulgor reluciente.

—No sé que cosa estes por hacer, danés, pero más vale que sea una estupidez sensata.

¿Era sensato traicionar a los suyos por una princesa? No, por supuesto que no. Pero mientras los secretos de su pueblo quedarán en manos equivocadas lo haría en todas las vidas que Odin le permitiera vivir.

—Están en los establos, aceptaré seis monedas. Llévate a tu caballo contigo.

Tomó el trato respectivo, devolviéndole lo sobrante con una mirada indiferente.

—Hecho.

—Un segundo— solicitó, alzando la vista sobre el telón de su despecho, contemplando la volátil hoja hecha para un guerrero caído—. Lamento la pérdida de tu familia, fueron reyes sabios cuyas palabras siempre quedarán grabadas en mi mente. Continúa con lo que dejaron— musitó tras bajar la espada, posándola en las manos delgadas y temblorosas de la muchacha—. Ethelconn vivirá por siempre.

Sonrió, agradeciéndole apenas con un ligero suspiro, abandonando la plaza sin dilación. Yendo directamente a los establos aguardando dos caballos, el de Lars, y un precioso animal tan blanco como la nieve del mismo invierno recio.

—A galope llegaremos en dos días, ¿estás segura de poder continuar?

La pregunta cayó en medio de su mano acariciando el pelaje corto del animal, atentando a subir la mirada en medio de su sonoro bufido despidiendo vapor de su boca.

¿Tenía opciones? No, su vida comenzaba tan pronto como había terminado. Una nueva oportunidad aparecía delante de sus ojos y no tenía cara para rechazarla, ya no más.

—Lo estoy.

Respondió y todas las dudas desaparecieron volando de sus cavilaciones. Estaba decidida a lo que fuese a pasar de ahí en adelante.

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