Maldición

La Orden de la Cruz capturó a herejes de Saled y la comunidad no tardó en sublevarse, pero los caídos superaron a quienes escaparon al abrigo del bosque. Enardecidos, querían una solución de su líder; no deseaban ser cazados como bestias de nuevo.

—¿Por qué debemos estar enjaulados, Neko? —inquirió airada la mujer a su lado.

—Tamara...

—Nuestros dones no son una maldición. ¡Debemos enseñarles!

—¿Perpetuando la guerra? —contestó el hechicero.

—¡Son ellos o nosotros, Neko!

—¡Sí! —Se oía entre el bullicio—. ¡Hay que luchar!

—¡No! —vociferó Neko seguido de un imponente rugido que acalló cada sonido en el bosque—. ¡Debemos coexistir!

—Ellos tienen el mundo... ¡¿y nosotros qué?! —replicó Tamara con altanería y una bandada de cuervos graznó sobre sus cabezas.

Una vez más los murmullos de disconformidad hacían coro mientras las temerosas madres abrazaban a sus niños.

—Te importa más esa chiquilla que tu gente —añadió la mujer en un susurro que captó la atención de Neko. Luego se dirigió al castillo con una perversa sonrisa, dejando al hechicero entre la multitud.

¿Conocía su secreto?, ¿sería un riesgo para Uriel? Ambas preguntas surcaron la mente de Neko. Tamara era su mano derecha; aunque contuvo las ansias de aniquilar a la humanidad, podría intentar algo contra Uriel. Él buscaba equidad; Tamara, venganza y supremacía.

Neko desconocía que ella guardaba para sí sus propios oscuros secretos.




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La negrura arropó a los amantes furtivos, pero la ilusión se desvanecía; no hubo cánticos, relinchos ni siquiera trotes equinos que alertaran al hechicero, solo la voz del capitán asaltó a la pareja por sorpresa:

—Excelente plan, Uriel.

Neko contempló atónito ante su traición a la desconcertada joven que negaba desesperada junto a él, pero el hechicero se rehusó al tacto de su traicionera amada.

Se convirtió en pantera y consiguió esquivar el ataque propinado por la espada sagrada del capitán, aunque no salió ileso, aquella tenía el poder de infringirle un daño real del que no sanaría enseguida.

—¡Padre, no! —gritó Uriel, aterrada ante cada embate contra el enorme felino.

Cuando Neko cayó, víctima de un nuevo ataque, Uriel intentó detener la mano de su padre; pero en un arrebato, el hombre le atravesó el abdomen y alcanzó el pecho de Neko. Las gemas se desprendieron de su collar y quedaron regadas en la tierra, retomó una lastimera forma humana.

—¡¡¡Urieeeeel!!!

El rugido del hechicero silenció la noche que se iluminó por flamas emergentes de su cuerpo y abrasaron a cada soldado alrededor, solo quedó en pie el tembloroso portador de la espada.

—Lo mejor es amar y ser correspondido... —murmuró Uriel en los brazos de Neko.

—Eso he aprendido contigo —contestó él entre lágrimas.

Los agonizantes dedos rozaron la piedra azul y una ansiedad invadió a Uriel, necesitaba aferrarse a su amado; Neko lo notó y sin más, se desgarró el pecho de un zarpazo.

El capitán cayó de rodillas y no contuvo la arcada al ver a su hija devorar el corazón de Neko. Los cuerpos se tornaron cenizas sobre la sangre de ambos y unas voces fantasmales hicieron eco en el viento:

—Por la eternidad... 

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