1.2.3
I.
En la sala de clases hay un chico que siempre ha sido más retraído que él, más tímido, y de una utilidad mucho más insignificante y sin valor; la diferencia principal, entre ambos, es que a Kyungsoo ni si quiera se le acercan. No lo miran, solo murmuran, muy callados y entre ellos, creyendo que por aquello el objeto de sus susurros no tiene idea de lo que sucede a su alrededor. Un puñado enorme de ineptos, de estúpidos que él detesta, aborrece y lo demuestra con el fino arte que ha perfeccionado desde el punto más inocente de su vida; el rechazo inmediato, la transmisión de insultos sucios a través de sus enormes ojos incluso a la tierna edad de los diez dedos.
Pero sucede que a este otro sujeto, que podría pensarse en un principio muy igual a él, es en realidad todo lo contrario; y a él si se acercan los demás. No con intenciones positivas ni limpias en lo mínimo. No sabe su nombre, no sabe el nombre de nadie, a Kyungsoo no le interesa, pero cada vez que ve a este chico, enclenque y débil, hay un susurro en su oído comentando lo asqueroso que es una existencia como esa, un gusano que a nadie le interesa más que como un bolso de maltrato. Vamos, Kyungsoo, demuéstrale lo inútil que es, le secretea la voz que se ha albergado cómodamente en su cabeza, cada día, a cada momento como una alarma sin poder ser puesta en pausa. El intentar hacer caso omiso a lo que se le dijese estaba comenzando a dejar su efectividad, y ese tal Jongin continuaba insistiendo, hablándole hasta que respondía o había alguna señal de que en verdad puso algo de atención de lo que se le comentaba.
Así sucedió, que por alguna razón, durante el anaranjado reflejar el cielo sobre el paisaje casi vacío de la sala de clases, obedeció—así sucedió, la primera vez, que mientras el chico pasaba a su lado con rostro de horror permanente, cayó de cara al suelo por un pie que se puso en su camino en el instante menos esperado y dos manos lo empujaron al suelo. Se sintió bien; ese color carmesí en la nariz, el quejido adolorido, la vida que sintió como una corriente eléctrica en su cuerpo cuando se encerró en una cabina del baño justo después del incidente.
—Te gusta, ¿no? Te encanta.
—Cállate.
—No lo niegues, vamos. Aprende a reconocer lo que piensas.
—No me gusta.
—Tan solo mira esa sonrisa en tu cara.
Su mano vuela a sus mejillas, a su boca, tocando el débil tirar de una orilla en una mueca que, ciertamente, debía ser una expresión de júbilo disimulado. Qué era aquello; Kyungsoo no lo sabía, pero desde ese momento, comenzó a responder más seguido a la misteriosa voz de su cabeza.
II.
El maltrato hacia el chico se volvió el primer rito que disfrutó una vez a la semana. El otro ya se había dado cuenta de esto, que cualquier día de la semana, cuando ya se hubiese ido la mayoría, aparecería Kyungsoo desde donde menos lo esperaría, lo atraparía tapándole la boca, lo llevaría a algún lugar cerrado, vendaría su boca con un pedazo de tela y, con un disfrute repugnante, golpearía su puño contra su cuerpo un par de veces. Nunca eran tantas, no más de seis, en una ocasión solamente fueron diez, pero cada golpe le provocaría un espasmo o convulsión, arrancaría lágrimas de sus ojos, mucosidad de sus fosas nasales y saliva por la comisura de sus labios. Y el chico, en verdad, se asustaría más del rostro desfigurado del otro, de su sonrisa, de su expresión de placer y palabras amenazantes más que de los nudillos estrellándose en su cara.
—Si alguien se entera de que soy yo, te voy a matar. ¿Entiendes? —diría Kyungsoo, justo en su oído, con aire caliente, dientes apretados y respiración agitada, apretando su piel con fuerza sobre las marcas de las uñas que antes habían sido dejadas allí. Los ojos serían tan penetrantes, tan fríos y oscuros como bóvedas al mirarlos, que el maltratado sabía la seriedad de la amenaza; que no sería dejada vacía, como los demás que ya habían incluso dejado de tocarlo al darse cuenta de que había algo mucho peor con su atención en él. Algo, porque el hacer tanto mal a alguien, en el grado en que Kyungsoo lo estaba haciendo, ya había dejado de ser humano.
Este, por supuesto, tenía cada posibilidad analizada; sabía que el chico, del cual finalmente habría guardado su nombre como Baekhyun, no diría nada, porque en realidad no tenía a quién decirle. Su madre lo había abandonado y vivía con un tío que apenas le dejaba algo de comer y una cama roñosa en una habitación llena de humedad.
No había empatía en él, no había pena ni arrepentimiento. Que Jongin lo incitara y lo felicitara por cada acto, cada mancha, arañazo, hinchazón en el otro cuerpo, se sentía como el abrir a una parte de él que hubo estado tratando de ser ignorada durante toda su vida, desde el principio de su consciencia, desde el despertar de su voz interior. No la de Jongin, sino la otra, la que existía con antelación, la que deseaba ver muertos a cada una de las personas que hubieron aparecido en su vida.
III.
Cuando Kyungsoo cumplió dieciocho años, comprendió que las fantasías de arrancarle la dermis a alguien, hacer lo que se antojase con un cuerpo, y el ver la vida huyendo de otros ojos no se compararía en nada a la realidad. Fue una suerte de impacto al principio, la incredulidad de haberlo hecho cuando, en realidad, no se trataba de la intención oficial. Fue una noche, no una tarde, porque Baekhyun había logrado escaparse de él lo suficiente, pero había decidido seguirlo después de clase y atacarlo una vez hubiese casi alcanzado el lugar donde vivía. Arrastrándolo atrás de unos matorrales, en una plaza malgastada y sucia, lo tiró sobre la tierra y amarró con más fuerza que la normal el paño a su boca. ¿Qué había creído? ¿Que podría escapar de él? La ingenuidad del chico lo exasperó en sobre manera, su sorpresa exagerada, su mueca de súplica fue lo que terminó por sulfurarlo y enceguecerlo por completo. Lo sintió como una falta de respeto hacia él, Jongin se lo decía, él mismo se lo decía, lo siseaba por sus dientes y Baekhyun lo escuchaba remeciéndose como nunca antes lo había hecho.
La fiebre de brutalidad fue un festín de quejidos camuflados y sudor, quemazón de músculos y enrojecimiento. El terminar fue una obra de arte en carmín y volúmenes, relieves inmóviles, una pasión desenvuelta de una forma inexplorada normalmente por el hombre.
—Qué hermosura. Mira lo que has hecho. Es precioso.
—Precioso...
—Baekhyun se ve hermoso de esta forma, ¿no lo crees? Por primera vez, es hermoso.
—Cállate.
—Puedes probarlo. No te dirá nada. Lo sabes.
Probarlo.
Kyungsoo no sabía que para ese entonces, cuando discutía con quien parecía ser nadie, el cuerpo yacía no tan solo desvanecido, sino que muerto. Y mientras sus manos movían ropa, pintaban con sangre y su cuerpo entraba en otra suerte de éxtasis gracias a murmuros que se sentían justo sobre su oído y la imagen del poder sobre la debilidad se representaba con su cuerpo y el otro, no se daba cuenta, en la oscuridad, que la piel no era caliente, que los ojos no pestañaban ni que la respiración se había cortado. Solo cuando lo agarra del cabello, a punto de explotar, y el cuello del chico alcanza tal ángulo que es imposible de pensar como normal, es cuando lo nota, cuando lo expulsa, y cuando se da cuenta de lo que ha hecho.
Es impresionante, en un principio; y su cerebro en blanco hace que su cuerpo se mueva por inercia, que revise si hay alguien cerca, para encontrar la noche totalmente vacía, que lo deje oculto y luego durante toda la madrugada se dedique a deshacerse del cadáver.
Sintió miedo, por primera vez en su vida, de que aquello le hubiese gustado.
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