Capítulo único.

Máximo de palabras: 3000

Frase: "Lo malo de la soledad es que piensas más, recuerdas más y es más doloroso."

*~*~*~*

Suspiro por enésima vez en el día. La situación estaba muy por encima de lo que podía aguantar. 

Afrontar la muerte de un amigo es fácil. Al menos, comparado con la otra opción. Ver al que una vez fue tu mejor amigo, riéndose, burlándose y viéndote como un ser inferior, era malditamente insoportable.

Desde donde estaba sentado -al final del salón, como siempre- podía ver su mueca de burla. Lo estaba disfrutando y eso me dolía más de lo que él podía imaginar. Pero no podía hacer nada. Ya todos lo sabían y reaccionar ante sus comentarios y burlas sólo empeoraría mi situación.

Lo único que podía hacer era soportarlo. Por todo un año.

Suspiré otra vez.

Cómo dejé que esto pasara era toda una incógnita. Tenía la virtud de ser fríamente calculador, por lo que no dejaba nada en manos del azar. Cada movimiento que hacía, cada acción que realizaba, estaba previamente planificado. Al contrario que mucho de mis compañeros, yo sí pensaba antes de actuar. Pero un solo desliz bastó para que él descubriera mi secreto.

Y en ese momento pensé que me entendería. Pensé que los ocho años de amistad significarían algo para él. Pensé que no se atrevería a divulgar mi secreto. Estaba muy equivocado.

Era obvio que no había visto las señales, esas señales que evidenciaban la falta de reciprocidad. Él jamás me había defendido en una pelea, jamás me había invitado a jugar a la play a su casa, jamás me había mandado un texto para otra cosa que no fuera pedirme la tarea...

Idiota de mí pensar que éramos amigos, hermanos. Antes de arrancarme los pelos del cabello, el timbre sonó, sacándome de mi frustración. Aunque un nuevo sentimiento se instaló dentro de mí. No quería salir a los pasillos, no quería enfrentarme a la gente.

Si ya antes sufría demasiado abuso, seguro ahora sufriría el triple. Y ningún profesor podía librarme de eso. Cuando la profesora me apuró para que saliera del salón, para cerrarlo y por fin disfrutar de sus diez minutos de descanso, ya me había resignado. Debía pasar que lo que debía pasar.

Me puse serio. 

Una muralla me rodea, me dije a mí mismo.

Espalda erguida, cara de póker y ceño fruncido.

Nada me debe afectar.

Ya me había preparado mentalmente para el acoso, por lo tanto, al traspasar la puerta, me sorprendió lo que ocurrió. O, mejor dicho, lo que no ocurrió. Nadie me miraba, es más, cada persona hablaba con su respectivo grupo. Se oían risas, pero no eran de burla. Pasé al lado de ellos y mayor fue mi asombro al ver que las personas no se corrían como si tuviera lepra.

Algo no estaba bien pero en mi letargo no pude asimilarlo. Fui a mi lugar de siempre, al fondo del pasillo. Me senté en la esquina y tranquilamente comencé a observar a todos. Se había hecho una costumbre. Memorizaba cada rasgo y acción de mis compañeros. Se preguntarán, ¿acaso me aburría en los recreos? Obviamente si, pero en parte también lo hacía por supervivencia. Ya había descifrado las posturas y gestos de mis abusadores y en cuanto ellos los adquirían yo salía disparado para el baño o me acercaba a algún profesor. La minoría de las veces no lo anticipaba y caía en sus redes. Sin importar qué me dijeran nunca demostraba mis emociones. Había una muralla entre ellos y mi persona.

Por desgracia ese día flotaba en una nube y no pude evitarlo.

Cuando me tiraron algo encima se me vino el alma al piso. Era colorido y de una tela suave al tacto. La tomé y abrí, curioso por saber qué era. Por desgracia, pude reconocer la silueta de un vestido.

Mierda.

—Pensé que esto te quedaría bien —dijo mi ex mejor amigo—. Según me dijeron, este color realza el celeste de tus ojos y te hace ver más femenino. ¿No estás feliz por tener algo tan lindo entre tus delicadas manos de mujer?

Quise no haber reaccionado. Quise haber puesto mi mente en blanco. Quise no haber levantado la cabeza. Porque en cuanto lo hice y vi esa estúpida sonrisa en su rostro, la furia se apoderó de mí. Tomé impulso y en menos de lo que duró un pestañeo me abalancé sobre él.

Mis manos se posicionaron sobre su garganta. Con una fuerza que no sabía que tenía, empecé a apretarlo. Le borraría esa sonrisa, me dije.

Sentía a mis compañeros intentar agarrarme los brazos para quitarme, pero no podían. Y yo no los dejaría. Ese bastardo me las pagaría. Una patada en la cabeza fue lo único que me hizo parar. El último pensamiento que rondó en mi cabeza antes de desmayarme fue que necesitaba otro amigo.

*~*~*~*

El dolor que sentía en todo mi cuerpo me había dejado estático, casi sin aire. No podía moverme, pero podía ver todo lo que ocurría a mi alrededor. Las personas iban de acá para allá. Podía escuchar a las máquinas con su usual pitido, el constante ajetreo de los zapatos, el barullo de conversaciones distorsionadas.

Giré mi cabeza para un costado porque tenía la sensación de estar siendo observado por alguien. Y no me sorprendió ver a mi hermana mayor con cara de sufrimiento.

—No me mires así.

—Lo siento pero no tengo otro modo de ver a una persona en tu estado.

— ¿Para qué viniste?

—Para verificar que las palabras de tu escuela eran ciertas —Dudé en mirarla ya que su voz transmitía la mayor de las tristezas y no quería sentirme peor de lo que estaba—. No me puedo creer que los dejaran hacerte esto —La miré y tenía los puños cerrados y los labios re apretados—. Inútiles.

Asentí en silencio. Realmente lo eran. Pero no podía culparlos, todo había sido mi culpa. Si tan solo lo hubiera previsto nada de esto habría ocurrido.

Yo y mis manías. ¡Esto era lo que siempre había querido evitar! Que la gente me conociera, que descubriera mis secretos, que los revelaran. Nunca había confiado en las personas, no desde que madre nos había abandonado para irse con otra mujer. Mi hermana se había encargado de criarme pero eso no había quitado el estigma de abandono. Cuando la tristeza me embargaba, lo único que podía hacer para distraerme era ponerme un vestido.

No lo hacía por problemas de sexualidad sino por diversión. Pura diversión. Ponerme un vestido me hacía recordar tiempos pasados, cuando mi hermana y yo jugábamos a la hora de la siesta, cuando no había escuela, cuando no teníamos muchas preocupaciones. Yo reía porque ella también lo hacía, y jamás le vi lo malo. Incluso ahora en la adolescencia, estando plenamente consciente de la actualidad y siendo más raciocinio, lo seguía disfrutando.

Pero a causa de ello todo se había desmoronado. A causa de ello ya no tenía mejor amigo. A causa de ello el bulling era peor. A causa de ello ya no sentía ganas de vivir.

Sacudí la cabeza. No debía tener esa clase de pensamientos. Mi vida era demasiado importante, y tanto fuera porque me adoraba demasiado, no debía pensar en esas cosas. El bulling jamás había sido una buena razón para quitarme la vida. Podía llegar a vivir ochenta años, por lo que la secundaria ni siquiera abarcaría el diez por ciento de mi vida. Podría parecer un tormento ahora pero estaba seguro que cuando mirara hacia atrás, las burlas y el acoso se pasarían en un pestañeo.

Sólo debía aguantar. Y sacar músculos.

Pareció una eternidad, pero por fin me dieron de alta. Me recetaron algunos medicamentos y me advirtieron de las cosas que no podía hacer. Las tres costillas rotas me impedían hacer muchas cosas y el yeso en mi brazo izquierdo no dejaba de provocarme picazón. Realmente no estaba del todo mal y la aparente tranquilidad que irradiaba puso en guardia a mi hermana.

— ¿Estás bien? —preguntó mientras empujaba la silla de ruedas por las puertas del hospital. Si alguna persona hubiera pasado por allí realmente se habría compadecido. La cara amorotonada, el yeso y la silla de ruedas no me favorecían en nada... ¡Y realmente no estaba tan mal!

—Si, ¿por?

—Estás muy tranquilo.

—Es que a decir verdad esto —dije señalando mi pecho y levantando mi yeso—, no es nada. Soy muy consiente en que pudo haber sido peor.

No la podía ver pero la imaginé haciendo una mueca. Que me conformara nunca le pareció bien, más siendo yo tan inconformista.

Cuando llegamos a casa la frialdad me atacó. Como siempre, no había nadie. El living se hallaba deprovisto de vida, ni siquiera el televisor llenaba el lugar. La cocina relucía y estaba impeclable, pero no destilaba más ese aire de amor y cariño. Jamás me había quejado de la comida de mi hermana -creo que sin ella me habría muerto de desnutrición-, pero no había comida como la de tu madre.

— ¿Querés que te cocine algo en especial?

No quería hacerle sentir mal pero no tenía apetito.

—Nah, está bien. Sólo quiero ir a mi pieza a descansar un poco.

Y sin esperar alguna respuesta me fui. A mi santuario. Al único lugar que creía pertenecer.

Una vez que razoné cómo subirme a la cama sin que ninguna parte del cuerpo me doliera, abrí un cuaderno que estaba oculto en mi mesita de luz.

Lo guardaba para estas ocasiones, para cuando demasiados pensamientos se atoraban en mi cabeza y no podía decirlos al mundo, sin que me criticaran y sin que cuchichearan. Agarré la lapicera negra -porque no había money para una pluma- y empecé a dibujar. No lo hacía espectacularmente pero peor era nada. Pronto los dibujos de convirtieron en garabatos, y los garabatos en letras. Cuando me di cuenta, las letras comenzaron a tener significado y coherencia. Leí lo que había escrito y sin dudas era un reflejo de lo que sentía y pensaba.

Lo malo de la soledad es que piensas más, recuerdas más y es más doloroso.

¿Realmente estaba solo? ¿Acaso mi familia no estaba en esta misma casa? ¿Acaso mis compañeros no me acompañaban a la escuela? Es verdad que ellos sólo me hablaban para pedirme las respuestas de las pruebas y las tareas de clase. ¿Pero eso no significaba que me tomaban en cuenta, que no era invisible a sus ojos?

Y, al igual que con la cuestión de mi ex mejor amigo, tarde me di cuenta que realmente estaba solo. Mis compañeros me ignoraban y me molestaban. Ningún profesor estaba de mi parte, ni siquiera sentían compasión por mi persona. En mi casa los fantasmas eran mis padres y mi hermana un ente andante. No tenía amigos ni nadie con quien compartir tiempo de ocio.

Si el vacío que sentía en mi pecho no hubiese estado, tal vez nunca habría descubierto el verdadero significado de la soledad. Sin dudas era el inteligente más bruto...

Las ganas de salir corriendo de mi habitación me estaban desquiciando. Pero simplemente no podía. Si me movía, las costillas me dolerían. Y realmente tenía miedo de morir desangrado internamente. Quería pero no podía. La ironía de la situación era palapable. Mientras otras veces rogaba por una excusa para quedarme en la cama, ahora usaba todas mis neuronas para encontrar una manera de salir sin morir. El exterior me aterraba -la cantidad de muertes intrahospitalarios no era nada comparado con las estadísticas de muertes fuera del hospital-, pero no tanto como el interior de mi pieza. Algo allá fuera me llamaba y ansiaba saber qué era.

Estar postrado en la cama sin dudas me había abierto la mente. ¡Necesitaba un amigo con urgencia! Una libreta no podía responder a mis dudas. Una libreta no podía entender la situación en la que se encontraba mi familia. Una libreta no podía discutir conmigo.

¡Que importaba que no tuviera los mismos excelentes gustos que yo! Quería a alguien para hablar de todas las estupideces que salieran de nuestras mentes, ¡y sin que nadie nos dijera nada!

Y, sobretodo, quería a alguien que me entendiera. Que entendiera que lo mío no era travestismo. Que entendiera que no me sentía una mujer atrapado en el cuerpo de un hombre. Que entendiera y que aceptara que lo mío era sólo por diversión.

Quería un amigo y punto. Lo quería ahora, pero debía ser paciente. Esta persona, chico o chica, aparecería en el momento oportuno.

Pero por como va la sociedad ahora, mejor lo espero sentado...

O acaso vos, ¿querés ser mi amigo?


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