Parte única
Bruno se esforzaba por dejar el escaparate de la ferretería en la que trabajaba, en la zona de Chamberí, con aspecto navideño. La ferretería había ido pasando de padres a hijos. La abrió el abuelo allá por los años setenta, luego su padre se hizo cargo, y ahora Bruno aprendía el oficio para que pasara a sus manos. No es que fuera lo planeado, pues él habría preferido algo distinto, como esas tiendas frikis con videojuegos, camisetas y todo un despliegue de merchandising encantador referido a cada uno de ellos.
Afuera hacía frío. Madrid se había levantado aquella mañana con menos tres grados. El hombre del tiempo había amenazado con la visita de la Borrasca Eloy, la que haría tiritar a todos aquellos que se atrevieran a poner un pie en el exterior, que sería la gran mayoría, al fin y al cabo.
Mientras colgaba una estrella enorme en tonos plateados, mucha purpurina y lucecitas de colores que refulgirían una vez les dejaran hacer su función, una muchacha pelirroja, de cabellos rizados que acariciaban su cintura con su longitud, unos ojos azul mar y pecas cruzando su rostro, como la mismísima Vía Láctea, pasó por delante y lo miró por un momento. Bruno casi se cayó de la menuda escalera a la que se había aupado para colgar el gigantesco adorno navideño en la parte más alta de los techos del escaparate. Trastabilló un poco, aunque logró enderezarse.
—¡No me jodas! —gruñó feroz, hacia su cuello, sintiendo deslizarse un sudor frío por su nuca con el sobresalto.
Volvió a buscar a la mujer, asomándose lo que puso desde el cristal. Le fue imposible. Hasta donde le llegaba la vista, la hermosa visión, ya no se alcanzaba a ver.
—¡Bruno!
Mateo, su padre, lo llamó desde dentro.
—Voy, papá.
Terminó de enganchar el hilo con aquel clavo, dándole al martillo. Luego, se bajó de la escalera para ir en busca de su padre.
Dejó la escalera donde no molestara. Buscó con la mirada a Mateo, pero no lo encontraba. Se movió por las secciones hasta dar con él.
—¿Qué pasa, papá?
—Necesito que le enseñes árboles de Navidad a un cliente. Tengo una señora que está esperando a que le saque la medida de una persiana para su casa. Y no quiero hacerla esperar.
—Claro, papá.
Porque allí no solo era ferretería. Porque a su abuelo siempre le había hecho gran ilusión que entrasen artículos de toda clase, y más aquellos con referente a la Navidad. Que nunca faltasen durante la mágica temporada. Vicente se había llegado a vestir de Melchor, incontables veces, para las cabalgatas. Carmencita, su esposa, lo había acompañado, vestida de Paje Real. Eran tal para cual. Por lo que, lo del espíritu navideño, venía de serie. Mateo sentía la misma ilusión que su padre, y Conchita, la esposa de este, lo apoyaba en cada una de sus ideas. Así que, ¿cómo no disfrutar de estas hermosas fechas?
Susana trasteaba en la trastienda. Era la hermana mayor de Bruno. Ayudaba en la tienda por las mañanas, y estudiaba en la universidad por las tardes. Bruno era más vago para cualquier estudio. Tan solo se había sacado un FP básico de electricista y poco más. Algo me servirá, se decía como si se hubiera sacado un máster importante.
Caminó a paso firme hasta el mostrador. La ferretería estaba llena de gente. Había una pareja mirando unas lámparas de salón, otra pareja más joven, buscaba entre los moldes de cocina alguno adecuado para su gusto. Bruno pensó que serían unos de aquellos cocinillas con una página de cocina, seguramente, a medio hilvanar en Facebook. Resultaba bonito imaginar la vida de la gente que se dejaba caer por allí. ¿Por qué no? A veces se creía demasiado mayor con este tipo de pensamientos. El quedarse estancado allí, en aquella tienda. Los fines de semana era más de sofá y manta, después de que Julio, su mejor amigo, se casara con una morena preciosa y no tardaran en tener niños, y el resto de amigos hicieran ya su vida, similar. Tan solo quedaban allá que allá para tomar unas copas durante una tarde, o alguna esporádica comida, y poco más.
Casi le da un soponcio cuando vio, delante del mostrador, a la pelirroja de antes. La garganta se le secó. Las manos le sudaban. Se sacudió el uniforme de trabajo buscando parecer más aceptable. Luego se arregló el cabello con los dedos. Carraspeó detrás de ella. Olía divinamente a flores y a jabón de vainilla.
—Ho... —le salió la voz aflautada. Carraspeó para aclararla—, hola. ¿En qué... qué puedo ayudarte?
Ella sonrió y una supernova explotó en el interior de Bruno.
—Aquel —señaló ella hacia un árbol de Navidad en tonos blancos—. ¿Puedes darme el precio?
Este asintió, entre la fascinación y el atontamiento.
—Claro. Sí.
Se movió hasta el mostrador tecleando en el ordenador que había a un lado de este.
—Bien, ese tamaño vale treinta y siete euros con cuarenta céntimos. Si lo quieres más grande, el precio... el precio va subiendo —habló, con la lengua algo trabada.
—Ese me gusta —volvió a sonreír ella. Su voz era dulce. Como si no fuera humana.
—¿Entonces, te lo llevas?
Ella asintió.
—¿Y para decorarlo? ¿Qué puedes ofrecerme?
—La parte de decoración de árboles... —carraspeó nuevamente—, está allá —dijo después, señalando hacia la sección adecuada.
Agradecía que la gente no fuera directamente a los grandes bazares asiáticos. Que gastasen su dinero en los comercios tradicionales que, si bien no eran tan baratos, distaban un pelín del resto de los comercios.
—Gracias —dijo ella, ladeando la cabeza de una manera graciosa. Si no fuera por su descarada imaginación, diría que ella trataba de flirtear con él. Pero la realidad, seguramente, no era esa.
Bruno ayudó de mientras a otros clientes con sus dudas, compras, en el envoltorio del artículo con papel de regalo. De vez en cuando, alargaba la vista hacia aquella mujer hermosa que parecía irreal, etérea, una divinidad. Volvió a secarse la garganta con tan hermoso espectáculo.
—Oye, ¿me vas a cobrar o no? —se interesó el cliente, un señor entrado en años que fruncía el ceño peligrosamente.
—Oh, claro, señor. Ya voy.
—Pues gracias —gruñó, furibundo.
La chica pelirroja se puso a la cola. En un momento, la tienda se había llenado de nuevo. Cuando Bruno se atrevía a mirarla, ella le dedicaba otra sutil de sus sonrisas, que lo desarmaban, que conseguía que le temblaran las manos, causando algún pequeño estropicio. ¡No podía estar pasando! ¡Pero es que debería de estar pasando porque la situación era alucinante!
Se pellizcó con disimulo en alguna ocasión. Estaba más que despierto. El pellizco dolía, y el tropiezo de su rodilla contra un lateral del mostrador de madera, también.
Le tocó el turno a la muchacha. Ella no dejaba de sonreírle. Él se dispuso a hacer lo mismo, aunque con un gesto más contrito y poco natural a causa del nerviosismo. ¿Por qué de repente tenía tanta suerte?
—Me quedo con esto. ¿Crees que le irá bien a mi nuevo arbolito? —consultó ella, señalando la caja pesada que arrastraba junto a ella, como podía, siendo tan delgada.
Bruno puso su atención en la caja de bolas de distintos colores, y en la otra de campanitas doradas y plateadas.
—Yo soy más de bolas irisadas para este tipo de árboles.
—¿Irisadas?
—O las de grandes lentejuelas similares a las escamas de un dragón.
—¡No he visto de esas allí ! —protestó ella, molesta consigo misma por su despiste.
—Ven. Acompáñame —salió del mostrador, andando a grandes zancadas. Ella lo siguió—. Están aquí —señaló él, cuando estaban llegando a la sección de decoración navideña.
Cogió un par de cajas de aquellas y se las mostró.
—¡Oh, son preciosas! —le dio la razón ella abriendo de par en par la boca y los ojos, con enorme admiración.
—Estas y esas van a quedar fenomenal en tu árbol —la aconsejó.
—Estoy de acuerdo contigo.
—Entonces, ¿cuáles nos llevamos a caja? —Ella se tocó con el dedo la barbilla de una manera graciosa. Luego señaló el par de cajas que se iba a llevar—. ¡Fantástico! —celebró él, por su veloz modo de decidirse.
Caminaron hasta el mostrador. Pasó por el lector de infrarrojos el código de barras de las dos cajas, y el del árbol.
—Me llamo Marta. —Eso interrumpió la serie de sonidos que estaba produciendo el cacharrito del lector, con Bruno observándola, descolocado. Ella se sonrojó—. Vaya, qué embarazoso —se quejó, llevándose las manos a sus rojizas mejillas.
—Bruno —dijo él, con una media y confusa sonrisa.
—Bruno —él asintió—. Bruno García. Lo sé —asintió nuevamente, dándose la razón a sí misma. ¡Eso sí que lo descolocó! ¿Cómo lo sabía? Ella volvió a sonreír—. Bruno García —repitió el nombre del tirón—, llevo mucho tiempo intentando hablar contigo y no encontraba el modo, o la casualidad.
—¿Qué? ¿Dónde escondes la cámara oculta? —la acusó, dudando.
—No hay cámara oculta, Bruno . Solo una chica sencilla que planeaba como decirle al chico que le gusta, que le gusta de verdad.
A Bruno casi se le cae la bolsa ya llena con las dos cajas de adornos, que sujetaba.
—¿Te estás quedando conmigo?
—Me quiero quedar a tu lado —rezó, con aquellos que estaban cerca de ellos y que observaban la escena como si se tratara de la escena de una película romántica, y que terminaron aplaudiendo.
Marta se volvió a ruborizar.
—Lo siento. Qué embarazoso —se disculpó ella de nuevo. Sacó un papel. Garabateó en él —. Mejor, hagamos esto sin público. Es mucho menos incómodo —sugirió ella.
Bruno se pellizcó mentalmente. Estaba pasando. ¡Estaba pasando de verdad!
Le cobró el total de la compra sin perder aquella sonrisa torpe y tontona que se le había dibujado en el rostro desde el momento en que a ella se le había ocurrido declarársele.
El despertador sonó. Casi se cae de la cama con el sobresalto. ¿Había sido todo un puñetero sueño? ¡Paparruchas! ¡No podía serlo! Su teléfono sonó. Descolgó, aún medio adormilado.
—La puntualidad no es lo tuyo, ¿verdad mi vida?
—¿Marta?
—Llevo media hora esperándote. —Se escuchó una sonrisa dulzona al otro lado del auricular—. Te has dormido. ¡No puede ser contigo! —lo regañó tiernamente—. Sal de la cama y recógeme. Se supone que hoy es el día que libras en la tienda. Y vas a ser enteramente mío. Hay que comprar los regalos de Navidad.
Seguía perdido. Tenía que estar soñando. Pero era real. El teléfono era real. Su habitación lo era. Aunque la voz de ella continuara siendo dulce, hermosa, etérea, casi irreal.
—Bruno —lo llamó con unas notas deliciosas y aterciopeladas de voz—. Te quiero, Bruno García. Y si te preguntas si está pasando, pues sí, de verdad esto está pasando —confirmó la joven, al otro lado del hijo de voz.
El despertador volvió a sonar. La habitación estaba en silencio, a oscuras, con él, solamente dentro. El teléfono estaba en silencio. Se levantó con desgana. Eran vísperas de Nochebuena y tenía que trabajar.
Hoy tenía que decorar con un toque navideño el escaparate de la ferretería de su padre, en pleno centro de Chamberí. Se subió a la escalera, cargando aquella enorme estrella plateada, con purpurina y luces de colores que brillarían sin más tardar. Delante de él, de nuevo, la imagen de la mujer pelirroja, sus pecas, como la mismísima Vía láctea. Su cabello rojo como el fuego, su mirada azul mar. Entonces, casi se cae de la pequeña escalera, pero se pudo enderezar. Su mirada, desde dentro del cristal, ya no alcanzaba hasta donde la bellísima figura se había movido. Maldijo por lo bajo. Su padre lo llamó. Tenía que acabar de colgar la dichosa estrella dándole al martillo sobre un clavo, volviendo a subir a la pequeña escalera, y ver qué querría su padre, a continuación. Ojalá viera de nuevo a aquella hermosa mujer que había pasado por delante de él, etérea, hermosa, mística, casi irreal.
El despertador sonó de nuevo. La habitación estaba en calma, a oscuras, pero con una atmósfera diferente. La cama se sentía cálida. ¿Quién querría levantarse en pleno invierno, con la Borrasca Eloy anunciando fuertes bajadas de temperatura, y nieve? Pero tenía que ir a trabajar. Hoy tenía que abrir él la ferretería.
Palpó a su lado en busca del teléfono. Un gruñido dulzón se hizo eco en la oscuridad y Bruno abrió los ojos al máximo. Palpó al otro lado en busca del interruptor de la lamparilla de noche. Cuando esta se encendió, tuvo que ajustar un poco sus ojos al cambio brusco de iluminación. Y allí estaba ella, la pelirroja, con sus cabellos de fuego despeinados, esparcidos sobre la almohada. Con sus labios entreabiertos en un medio beso no dado. Con sus mejillas esteladas, sonrosadas. Refulgiendo serenidad; belleza. Bruno se pellizcó por centésima vez, para saber si aquello era real. Si no continuaría siendo un sueño. El pellizco dolió. Y la calidez de aquel cuerpo era humano. La zarandeó un poco para tratar de despertarla. Él tenía que irse a trabajar. Y ella tendría que irse a su casa, o no sabía en qué punto de este sueño se había despertado como para que se quedara. Ella se movió un poco y gruñó como una niña pequeña.
—Vale, Bruno, dame un poco de tiempo, por favor —farfulló con voz pastosa.
—Apresúrate, ¿quieres? Llego tarde al trabajo.
Ella abrió sus ojos color mar. Con la penumbra, se ensombrecían en un tono cobalto hipnótico.
—Lo sé. No te preocupes. Llevaré a Paula al colegio. Hoy me pondré a trabajar más tarde. Ya avisé a Braulio, mi jefe.
—¡Paula! ¡Vivían juntos y tenían hijos! Las comisuras de los labios se le elevaron con un entusiasmo explosivo. Aquel sueño le gustaba. Le gustaba mucho.
Cruzó los dedos instintivamente pidiéndose permiso para no despertarse jamás de un sueño tan lindo. La pelirroja estaba allí. Formaba parte de su vida. Y no tendría que volverla a conquistar otra vez... más veces. Porque se quedaría junto a él todo el tiempo que el destino le permitiera. Pero ¿En serio era esto real? Lo único que le importaba era el presente, allí, en aquel momento.Fuera sueño o realidad. ¡Feliz Navidad, Marta! ¡Feliz Navidad, Paula! Feliz Navidad a mí mismo. "Esto sí que es una bonita Navidad. Navidad... dulce Navidad".
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