La Diosa de la Luna y el Dios del Sol
Hubiera gritado. Hubiera llorado. Cada una de las fibras de su cuerpo gritaba por que lo hiciera, por que mostrara que incluso ella, una diosa, podía llorar. No era tan efusiva como su hermana Afrodita ni tan analítica y fría como Atenea. Era salvaje, imprevisible y siempre llena de energía, como un lobo salvaje que lideraba a su manada. Así era como ella se presentaba a todos, la diosa Artemisa de la caza y la luna junto a sus cazadoras. Pero incluso ella, una diosa que despreciaba a los hombres que prefería ensartarles una fecha a ayudarlo, sintió el horror cuando el sonido de la carne siendo perforada llegó a sus oídos y la imagen pronto se presentó frente a ella. Esperó que fuera Zoë o Bianca, ambas cazadoras a su servicio. Pero lo que la dejó muda, sin palabras, fue observar como su sobrino se interpuso entre la lanza del titán y el cuerpo de Zoë Belladona, siendo el receptor de aquella estocada que no pudo ni quiso evitar.
Vio como el chico empujaba a Zoë a cámara lenta, como la hizo apartarse incluso cuando ella misma no quiso. Vio como los pies del muchacho se afirmaban, como dejaba el hueco de su cuerpo abierto para que la lanza lo atravesara de lado a lado por el costado derecho, como si aquella acción fuera la única que pudiera permitir que Zoë se salvara, como si recibir aquella herida fuera un cambio en el destino de su teniente. Vio como hizo el movimiento con firmeza, sin temor. Aquellos ojos tan parecidos a los de Apolo se llenaron de un fuego cercano al mismo Hades, tan intensos y llenos de vida que uno no podría pensar en que el chico estaba siendo atravesado por una lanza. Ella no lo hizo. Mantuvo el peso sobre su cuerpo mientras este gritaba y miró aquel fuego indómito brillando en contraste con aquel azul tan claro, tan semejante a un zafiro.
El chico se movió. Con la lanza atravesando su costado derecho, vio como daba un paso hacia el frente, como hacía fuerza para permitir que la lanza atravesara mucho más su costado. Fue con ese movimiento que pudo entender lo que su sobrino estaba haciendo. Sacrificando su cuerpo, logró que Atlas quedara mucho más cerca de su hoja, de su espada. Sería un movimiento completamente fútil; pero era el intento desesperado de un guerrero por salvar a un compañero. Lo vio en sus ojos y lo vio en sus movimientos.
Podría juzgar a su padre, a su hermano Apolo por su comportamiento en el pasado, por llamarla Arty o declarar que era el mayor. Podría odiar a todos los hombres o a la mayoría de ellos por sus acciones. Pero ni siquiera era tan despiadada como para odiar a su sobrino, a un simple chico que estaba dando su vida por una de sus cazadoras. Si, tenía sus prejuicios, sabía sobre la relación que había comenzado a crecer entre su sobrino y su teniente, como lentamente se fueron acercando con cada paso en aquella travesía. Pero el buen corazón que el chico tenía era algo que no podía negar ni, aunque todos los dioses se volvieran en su contra...
[¡Necesito salir de aquí!]
Nunca se sintió tan inútil como en aquel mismo instante. Atrapada bajo el peso del mundo, poco podía hacer por ayudar a los campistas y a las dos cazadoras que los acompañaban. Si ella se quitaba de aquel lugar, el cielo y la tierra se juntarían en uno solo para causar la destrucción misma del mundo. Algo que ni ellos ni los titanes deseaban. ¡Pero era frustrante observar como los chicos eran presionados! De entre todos los titanes, Atlas siempre fue la mano derecha de Cronos, su general en el campo. Siendo el representante de la fuerza y la resistencia mismas, Atlas era uno de los enemigos que ellos más debían temer. Si alguno de los chicos moría en aquel lugar, sería comprensible. Ni siquiera ella, una olímpica, podría hacer nada contra alguien como Atlas, algo que lamentaba profundamente dentro de su ser.
Respiró profundamente. Afianzó las manos bajo el peso del cielo mismo. Sintió como las gotas de sudor, gruesas como gotas de lluvia tormentosa, resbalaban por su sien hasta su mentón. ¿Desde cuando un dios podía sudar? ¿Por qué estaba tan cansada? Bajo su mirada plateada, vio zomo Zoë apartaba a su sobrino con un movimiento de su mano, un ligero toque de preocupación, para pasar a disparar una flecha contra Atlas, su propio padre.
Como diosa de la caza, conocí la historia de cada una de las cazadoras que formaban su grupo. Una de las que más la preocupó por mucho tiempo fue justamente ella: Zoë Belladona, la hija del titán Atlas, aquella que fue engañada por Heracles y por lo que fue exiliada del que fue su hogar. Debía agradecer a su sobrino que su teniente no se ahogada más en el odio que la consumía desde hacía años.
[Si solo pudiera...]
Calidez. El sudor se esfumó en pequeñas motas de vapor y la humedad desapareció de su rostro. Sintió una energía renovando sus propias fuerzas y logró ponerse sobre sus dos piernas, empujando hacia arriba el pilar que mantenía el cielo sobre la tierra.
―Odio a ese tipo, tan serio con un palo en el culo―suave, una voz susurró en su oído diestro. Nunca, en sus miles de años, oyó aquella voz tan alegre, cantarina y suave como el susurro del viento. La calidez la envolvió como si los rayos del sol mismo la estuvieran abrazando con delicadeza―. Ahora, ese chico...
Siguió las indicaciones de aquella voz. Tirado en el suelo, aun con la lanza atravesando su costado, el hijo de Apolo parecía estar ahogándose con su propia sangre. Desde su posición, con dificultad, observó como el chico movía la mandíbula, probablemente en un intento de formular alguna palabra que era completamente ahogada por la sangre.
―¡Naruto!
Naruto Uzumaki o Uzumaki Naruto. Aquel era el nombre que no debía olvidar, el nombre de su querido sobrino, uno de los hijos más especiales de Apolo.
―No, Naruto. ¡No me hagas esto!
Apretó los dientes. Lo hizo con rabia. La urgencia, el temor en la voz de Zoë llegaron tan claros como el día mismo. Pudo ver el miedo, el horror brillando con intensidad en los ojos de la que había sido como una hija para ella. Incluso vio como sus manos temblaban mientras cogía la cabeza de Naruto para colocarla en su regazo.
―Oh, vaya. ¿A caso estabas enamorado de este mestizo, Zoë? ¿No eres una cazadora de Artemisa?―la burla en la voz de Atlas era evidente. Pudo reconocerla sin tener que prestar atención a sus palabras―. ¿Qué piensa de eso nuestra diosa de la caza?
Sintió los ojos de Atlas sobre ella. Un escalofrío recorrió su espalda como un latigazo.
―Atlas―el gruñido salió de su boca asemejándose a un animal rabioso. No podía contener su ira, no quería contenerla―. ¡Si el muere, juro que te mataré!
Gruesos dedos envolvieron el asta de la lanza. No pudo hacer nada cuando Atlas retiró el arma, creando un inmenso dolor en su sobrino y, por consiguiente, en la misma Zoë.
―¿Sosteniendo el peso del cielo? ¿Tú? ¡No me hagas reír, Artemisa! Nunca, en todos estos siglos, has podido derrotarme. ¡Se necesitaron muchos dioses para hacerlo!―vio a Atlas mover la lanza. Allí parada, bajo el peso del cielo, sintió el viento que generó aquel simple movimiento. Atlas no era el titán de la resistencia y la fuerza por nada―. ¿Intentas hacer una broma? ¡Por qué realmente me estoy riendo!
Oyó la risa cruel y burlesca escapando de la garganta de Atlas. Lo vio señalarla a ella con el índice y volver a reírse. Sintió la sangre hervir, como su piel se ponía de gallina ante aquella risa. Su sobrino estaba muriendo. Percy y Bianca simplemente desaparecieron sin dejar un mínimo rastro junto a Thalia y Luke. ¡Y ella estaba allí retenida sin poder hacer nada, sin poder ayudarlos! Era demasiado frustrante. Quería atravesar el corazón de Atlas, sacar hasta la última gota de icor en su cuerpo. Pero si daba un solo paso hacia el frente...
―Yo me encargo.
Lentamente el peso fue desaparición hasta que ya no sintió el cielo sobre sus hombros ni en sus manos. Guiada por eso, bajó los brazos sin temor alguno, sintiendo que podría confiar en aquella persona que estaba detrás suyo.
―¿Pero qué...?
No quería mirar atrás. No iba a mirar. El peso desapareció de sus hombros y pudo tomar sus cuchillos de caza. No pensó. Pisó con fuerza y, en un segundo, estaba sobre Atlas intentando calvar uno de los cuchillos en el rostro del titán. Era lo que deseaba. Lo que la sangre hirviendo de ira la pedía.
―¡Voy a rajar tu estúpido rostro!
Sintió como el titán detenía su movimiento, como finalmente la hacía frente usando todo el peso de su cuerpo. Ella era una olímpica, una diosa del afamado panteón griego, una de aquellos dioses que destronaron a los mismos titanes. ¡No iba a permitir que alguien como Atlas hiciera daño a los suyos!
Vio el movimiento de Atlas. Pisó con fuerza y permitió que su torso se torciera, evadiendo la estocada que rozó su quitón que solía vestir. Aprovechando ese movimiento, bajó ambos brazos con las dagas tomadas de forma inversa, dando el aspecto de colmillos. Con fuerza, clavó ambas dagas contra el suelo y obligó al titán a dejar caer su lanza.
―¡Tú, pequeña perra!
Levantó ambos brazos y recibió el golpe directo del brazo derecho de Atlas. Fue como si una inmensa cordillera la golpeara, como si un tren de mercancías fuera contra su rostro. Contrariamente a lo que Atlas esperaría, permaneció detrás de su puño, sintiendo como el icor escurría por su mentón, goteando hacia el suelo.
―¿E-eso es todo?
Soberbia. La soberbia llenó sus palabras, cada una de las letras de aquella frase. La burla lo siguió cuando la sonrisa corrió por sus labios, dibujándose como si hubiera sido dada por una delicada pincelada. Ante los ojos de Atlas, sonrió mostrando la sangre de los dioses corriendo por sus labios, mostrando el orgullo como una hija de Zeus.
―Ramera...
La falta del peso se hizo presente cuando Atlas retiró su brazo en un movimiento ligero, torciendo el torso ligeramente. Vio como el titan cargaba el siguiente golpe que ella recibiría allí para, dispuesta a sentir nuevamente aquel dolor lacerante que recorrió toda su espina dorsal, llegando hasta las puntas de los dedos de los pies.
―Estoy esperando...
Atlas movió el brazo. Lo vio a cámara lenta, acercándose lentamente hacia ella. ¿Podría detenerlo? Ella no era Heracles, no era Atlas. Comparada con ambos, su fuerza no era tan descomunal. Hacer frente al titán de la resistencia y la fuerza en un aspecto físico, era simplemente una idiotez. Algo que no habría hecho de mantener la cabeza fría. ¿Pero como podría mantenerse en calma, cuando su sobrino estaba muriendo? Incluso ella no era tan atroz...
―¡Ahora, desaparece!
Tal vez sus rezos no serían escuchados, pero rezó. Ella, una diosa, rezó por algo de ayuda, solo un poco. No sabía quien estaba manteniendo el pilar de los cielos, pero le hizo un favor para poder pelear contra Atlas; algo que no debió hacer.
―Siempre tan serio, Atlas.
Dulce. Era fría y dulce como un helado. La voz la envolvió como lo hizo aquella tan cálida y dulce que le habló mientras mantuvo el pilar, justo antes de poder lanzarse contra Atlas. Dos caras de una misma moneda, dos partes de un todo...
―Selene.
Miró la espalda plateada mientras caía hacia atrás. ¿Atlas había mencionado a Selene? ¿La titán de la luna?
―Y, por supuesto, Helios.
Miró la figura del pilar. Un hombre joven, dorado como el mismo sol, mantenía el pilar bajo sus hombros. ¿Aquel joven era el mismo Helios? ¿No desapareció hacía siglos? ¿Milenios?
Recuperó el equilibrio quedando detrás de la plateada figura de Selene. Por el rabillo del ojo, como una madre preocupada, miró a Zoë y Naruto. El chico, su sobrino, necesitaba cuidados médicos urgentes.
―¿Podrías volver a tomar esto? ¡Solo pesa un poco, viejo Atlas!
―¡No volveré a ese prisión! ¡No lo haré!
―No seremos nosotros quienes te obliguemos. ¡Si no que será él!
Hojas cortando el viento. Una hélice moviéndose a una velocidad superior. Guiada por aquel sonido, torció el cuello para mirar. No pudo evitar abrir los ojos cuando vio a Naruto de pie, con la sangre fresca manchando su ropa junto a un enorme agujero en su abdomen que no cerraba.
―¡Idiota!―intentó tomarlo del brazo―¡Estas...!
Entonces, lo vio. Una enorme esfera en la mano derecha de su sobrino envuelta en hojas de viento, como si fuera un extraño shuriken de los que amaba su hermano, un apasionado de la cultura japonesa.
―Rasen-Shuriken.
Fue un susurro, como un pequeño soplido que llegó a sus oídos de casualidad. Diciendo aquel extraño nombre, miró como Naruto daba un solo paso hacia el frente al mismo tiempo que echaba el brazo un poco hacia atrás antes de lanzar aquella enorme masa de energía. Por qué era energía. Podía sentir la energía vital en aquel movimiento, llegando hasta lo más profundo de su ser.
Y la sintió cuando golpeó en Atlas, moviendo al titán hacia el pilar al mismo tiempo que Helios se deshacía en partículas doradas junto a las plateadas de Selene. ¿Fueron una ilusión?
La explosión la sacó de aquel trance.
―¡Naruto!
Y oyó como su sobrino caía al suelo con un golpe seco, siendo opacado a los segundos con los rugidos de Atlas, nuevamente prisionero.
―Sobrino idiota―retiró un poco de ambrosía de su pequeña bolsa en la cintura―. Zoë. Toma esto y dáselo.
―¿Q-qué? ¿Cómo mi señora?
Golpeó sus labios.
―Con la boca.
Disfrutó ver como el rostro de su teniente se tornaba levemente rojo, siendo el centro sus mejillas. Aquello simplemente fue una jugarreta, una pequeña broma como lo habrían llamado Apolo y Hermes, y disfrutó ver la vergüenza de la fría Zoë Belladona.
―No importa―tomó con cuidado la cabeza de su sobrino y partió un poco de ambrosía―. Espero que esto sirva.
Y con cuidado, como una madre, depositó el pequeño trozo entre las mandíbulas del muchacho, creando el movimiento de mordida al mover las mandíbulas de su sobrino.
Aquello sería suficiente para salvarlo, ¿no?
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