Especial Narciso: Der Anfang von Allem.

Capítulo dedicado a RosaReinoso1 por su apoyo a la historia. ¡Espero que te guste mucho!

⚠️ Este capítulo contiene temas delicados y que deben tratarse con su debido respeto. Espero que lo disfrutéis, pero en caso de no sentirte preparado o preparada para leer sobre esto, pasa al siguiente capítulo sin ningún problema⚠️.

Especial Narciso: Der Anfang von allem.

26 de noviembre, 2010; Frankfurt, Alemania.

Había dejado de tener frío y eso le ponía algo más contento. Eran pocas las ocasiones en las que Friedrich no pasaba frío, por ejemplo, cuando su abuelo materno Oleg Bogdanov —el único que les prestaba atención a los pequeños— venía de visita.

Oleg era un hombre mayor, viejo y con una chepa que decía que sostenía toda su sabiduría encima. Reprendía a su hija Kerstin cada vez que podía y no soportaba al holgazán y embustero de su yerno.

Por desgracia, ni él mismo sabía el infierno por el que sus nietos pasaban cada día.

Era incapaz de caminar sin bastón y a veces incluso le costaba respirar y, aun así, Oleg siempre se hacía cargo de sus nietos.

Siempre que podía, claro, y eso que cada vez, le era más y más complicado.

Su acento alemán estaba marcado por un fuerte deje ruso y, eso, durante la época de la Guerra Fría no había gustado en la parte occidental alemana. Y, teniendo en cuenta que, Frankfurt pertenecía a esa zona, las visitas de Oleg habían sido menos de las que a cualquiera de los pequeños o él hubieran querido.

Friedrich le echaba de menos, extrañaba las clases de ruso y las expresiones que decía en su idioma. Había crecido admirando a ese señor mayor que de vez en cuando era olvidadizo y que, sin lugar a duda, había ejercido como figura paterna.

Le echaba de menos porque hubo un día en el que ya no volvió a pasar por Frankfurt sin ningún tipo de explicación y eso, Eckbert lo aprovechó para ejercer aún más su tiranía.

Kerstin no se había quedado atrás; siempre odió la moralidad —según ella: barata— de su padre y hacerle daño descuidando y castigando a sus propios hijos para lastimar a Oleg le había parecido un pasatiempo maravilloso. Era tan mala como Eckbert, tal vez al principio lo había sido un poco menos, pero tuvo un gran maestro que le enseñó a no tener corazón.

Pero eso había terminado, ahora estaba limpio y su cabello libre de bichitos —al menos así los había llamado su hermana mayor—. Y, sobre todo, no estaba pasando frío.

Le habían ayudado a secarse y a cambiarse de ropa y por primera vez desde que tenía consciencia, había podido usar el agua a una temperatura templadita.

Cuando estaban con Kerstin y Eckbert, muchas veces sus hermanas tardaban menos o se bañaban con el agua fría para que él también tuviera la oportunidad de poder ducharse sin congelarse, pero no era tan eficaz.

La norma es que iban por orden: primero los mayores y por último los pequeños. Y Friedrich había nacido el último.

Kerstin y Eckbert se recreaban en la ducha, a veces solos y a veces juntos. Pero nunca tardaban menos de media hora cada uno.

—¿Dónde estamos? —Formula la pregunta exigiendo algún tipo de respuesta inmediata.

Su voz no era dulce para tener sólo diez años, pero la ingenuidad que un niño podía tener seguía aferrándose a él con fuerza, reticente a irse, con miedo a abandonar el cuerpo de un niño pequeño.

—Soy Helin Fiehweger —Se presenta—, y soy la encargada de ayudaros.

—Soy Jutta Vögel, y soy la mayor de los tres.

Friedrich mira hacia los lados sin entender nada. Había muchos pasillos y sus hermanas estaban sonriendo y dispuestas a colaborar.

Mira hacia arriba y le sorprende ver las luces encendidas con todas las bombillas bien puestas y sin tintineos que le dieran dolor de cabeza.

Tampoco había goteras y, desde luego, las paredes no estaban mohosas ni olían a madera húmeda.

Olía a jabón y eso le parecía curioso a la vez que gratificante.

Todo lo que para cualquier persona sería evidente, él lo veía como un regalo y también como una trampa.

Friedrich no había hecho nada para conseguir una ducha caliente y palabras amables, algo raro se estaba tramando y por su parte, no iba a colaborar.

—¿Cómo te llamas, pequeño? —Helin estira sus labios hacia arriba en una especie de sonrisa que en su momento le hubiera encantado recibir por parte de Kerstin.

Le había llamado "pequeño" y él era todo lo contrario a eso. Era muy alto para su edad y siempre le obligaban a ponerse pantalones de varias tallas más pequeñas.

Los niños en la escuela se reían de él, si no era porque llevaba los pantalones cortos, era porque una de sus hermanas se los había cosido para cubrirle del frío y dejando ver diferentes telas en su ropa.

Friedrich siempre se defendía y, físicamente, podía con todos. Pero claro, eso no evitaba que sus compañeros dejaran de burlarse de él.

—¿Cuántos años tienes? —Vuelve a probar.

La trabajadora social no estaba dispuesta a rendirse con él. Sabía que no era mudo y no había que pensar mucho para darse cuenta de que no lo había tenido fácil para la corta edad que supondría que tendría.

—¿Doce?, ¿trece? —Le pide que abra la boca y le empieza a enseñar cómo lavarse los dientes. Estaba demasiado descuidado y eso a Helin le parecía una abominación hacia una criatura tan indefensa como lo era un niño—. ¿Ellas son tus hermanas?

—Él no va a hablar —La única rubia de los tres da un paso al frente. Parecía la más segura y la que menos afectada se veía. Todo era una fachada—. Si quieres que te hable, debes ganarte su respeto.

La chiquilla tendría alrededor de quince o dieciséis años. Su largo cabello rubio estaba apagado y sin brillo, sus pómulos estaban rellenos y sus ojos eran marrones.

No tenía mucha altura, no si la comparabas con los otros dos.

Sin embargo, estaba raquítica, al igual que sus hermanos.

¿Cada cuánto comerían?

El solo imaginarse la respuesta hacía tiritar a Helin de rabia y lástima.

—¿Por qué no hablas conmigo, cielo? —Le pide que escupa y le sorprende la oscuridad en la mirada de un niño tan pequeño a pesar del color azul tan bonito que tenía—. Soy tu amiga.

Se agacha un poco, quedando a la misma altura que él, colocándose como su igual y pretendiendo que el chiquillo no se sintiera cohibido.

Ofrece su mano y él alza una ceja. ¿Cómo era posible que tuviera el control de su cara para lo joven que era?

—Chicas —Suspira con tristeza—, ¿podéis ayudarme?

—Se llama Friedrich —La que parece más mayor habla—, es nuestro hermano pequeño y tiene diez años, creo.

Creo.

Eso la había alertado.

—El 1 de enero cumplirá once. —confirma la rubia.

¿Acaso habían celebrado alguna vez su cumpleaños?

El parecido entre ambos era innegable. Mientras que la que parecía ser la hermana mediana era físicamente un mundo aparte, el niño era un calco a la mayor.

Cabello oscuro, poco frondoso y ojos de un azul precioso.

No era bajita, pero era evidente que él sería más alto que ninguna.

Sin embargo, curiosamente, se la veía dulce. Su apariencia indicaba una fortaleza como la de Friedrich y en cambio su manera de expresarse era completamente pasiva.

—¿Tenéis hambre? —Se interesa la cuidadora.

Ambas niñas asienten, el pequeño eleva el mentón y señala la puerta.

—¿Por qué no habla? —Descuida sus palabras sabiendo que no debería haberlo dicho.

Le apenaba la situación. ¿Era un niño tímido?, ¿miedoso?, ¿estaba asustado?

Tendría sentido que fuera así, pero no, Friedrich no tenía miedo. Él era altivo, déspota y creía estar por encima de cualquiera que no mereciera su respeto y eso que sólo tenía diez años.

—No tienes su respeto. —aclara la rubia una vez más.

—Vamos, Friedrich —La morena ofrece su mano y él no duda en tomarla—. ¿Ves? —habla con dulzura—, a mí me tiene respeto.

—Mi peluche.

El niño señala el viejo oso que lleva un botón descolgado como único ojo. Estaba sucio y olía mal, pero a él no le importaba.

—¿Te has traído a Bärchen de todas las cosas que podías coger? —La rubia con aspecto delicado habla sorprendida y con cierta incredulidad.

—¡Me lo regaló el abuelo!

A Helin le sorprende que para tener sólo diez añitos y sin haber tenido una educación digna aparentemente, el niño supiera hablar con tanta firmeza y determinación.

—¡Te lo regaló cuando naciste, Friedrich! —Niega sorprendida—, ¡han pasado diez años!

—¡Vale, ya Sonja! —reprende la hermana mayor sin querer discutir. Jutta Vögel odiaba las peleas; era demasiado sensible a todo lo que tuviera que ver con una riña—, es todo lo que le queda del abuelito.

—Tienes razón —Se disculpa—, simplemente me he puesto un poco nerviosa...

Sonja tenía miedo.

—No nos van a encontrar —Friedrich se suelta de su hermana mayor y le ofrece el peluche para que lo abrace. Sonja opta por sonreírle con toda la sinceridad que le nace—. Eckbert no va a volver a pegarnos.

—¿Cómo estás tan seguro? —El labio le tiembla y en forma de tregua, Friedrich le vuelve a ofrecer su reliquia más preciada.

Esta vez, Sonja lo acepta.

—Porque lo sé.

Jutta pone los ojos en blanco, pensando en la inocencia e ingenuidad de un niño de diez años. Y Sonja se relaja, revolviendo el pelo de su hermano y tomándole de la otra mano.

Lo que ninguna se esperaba es que él era un superviviente y las había salvado por primera vez.

Ellos habían decidido escaparse y, Friedrich, conociendo los movimientos al dedillo de Kerstin y Eckbert Vögel y recordando que su abuelo una vez le dijo que en esa casa nunca se comprobaba una segunda vez si el gas estaba bien cerrado antes de dormir, había decidido abrirlo y dejarlos a su suerte.

Si había funcionado o no, era una incógnita. Él confiaba en el abuelo y sabía que desde el cielo le había mandado una señal para ser valiente y acabar con su sufrimiento.

Con diez años, Friedrich Vögel había decidido tomarse, por primera vez, la justicia por su mano.

Y qué culpa iba a tener, si él sólo quería salvar la vida a quienes siempre le habían ayudado y dar la espalda a quienes le habían maltratado.

Sonriendo con orgullo y pensando que había hecho lo correcto, los tres caminan hacia donde la cuidadora les indica y se encuentran con un comedor lleno de niños y mucha comida.

Un cartel que pone bienvenidos les aguarda y por primera vez sienten que no son los únicos con problemas y que el sufrimiento había acabado.

14 de febrero, 2011; Frankfurt, Alemania.

—¿Y a ti no te gustaría que te adoptaran?

Fiete Weitkämper llevaba siendo el compañero de habitación de Friedrich desde que había llegado, aceptándolo a la perfección y queriendo ser su amigo desde el principio.

Era un niño regordete y con el pelo castaño en forma de seta.

Había sido objeto de burlas hasta que Friedrich había dejado las cosas claras: el físico no era razón para meterse con nadie. Y claro, ¿quién iba a querer contradecir a un niño de once años que medía más que la media y que desde que había recuperado el peso debido para su edad había ganado algo de porte?

No había nada malo en Fiete, simplemente es que Friedrich no tenía interés.

—No.

Le dirigía la palabra en pocas ocasiones, entre otras, cuando recibía alguna bronca o una de sus hermanas bajaba al primer piso (donde se encontraban los más pequeños) para pedirle que se comportara como era debido.

No podía negarse, Sonja y Jutta Vögel eran su debilidad, su vida dependía de que ellas fueran felices y si, eso implicaba tener que ser más hablador, lo sería. Al menos lo intentaría.

Eso sí, que no le pidieran que fuera agradable o algo por el estilo, porque no iba a serlo. Él ya tenía once años y a su parecer, él podía mandar y ordenar como quisiera sin depender de una persona mayor.

—Fiete —La sonoridad de Jutta al hablar contrastaba con la voz algo más grave de Sonja—, ¿puedes dejarme un momento a solas con mi hermano?

Él asiente con rapidez y la mira con añoranza. Era algo evidente: el niño tenía algún tipo de enamoramiento con la mayor de los Vögel.

Un enamoramiento de niños claro estaba.

Jutta cierra la puerta con cuidado y se queda mirando a su hermanito. Tenía malas noticias para él y odiaba que Sonja no fuera lo suficientemente valiente para comunicárselo juntas.

—¿Cómo estás, Fritz? —Jutta acortaba los nombres de sus hermanos en un gesto de cariño y dulzura.

Friedrich lo odiaba, pero no se sentía capaz de quitarle la ilusión a su hermana.

—¿Qué llevas puesto? —dice en un tono de burla el pequeño—. Sonja ya no me diseña nada, menos mal.

—No seas malo, Fritz. —Se lleva una regañina por parte de Jutta, pero ambos acaban riéndose.

Sonja Vögel amaba la moda y se había encaprichado con un nuevo diseñador de había salido hacía poco, un tal Rocco Pfeiffer según las revistas de moda.

Intentaba imitar todos sus diseños con las ropas viejas que iban olvidando los niños que eran adoptados o que por cumplir la mayoría de edad abandonaban el centro.

Era buena, pero eso no le servía, ella quería ser la mejor.

—A Soni —Así es como Jutta llamaba a la mediana— le hacía ilusión probar un diseño nuevo.

—Es tonta —Se encoge de hombros, un gesto habitual en él cuando quería hablar menos de lo que ya acostumbraba—. Ella tendría que hacer su propia ropa y no copiar el estilo de otros.

—Algún día, Fritz, algún día.

No lo decía por decir, Jutta realmente creía en el talento de sus hermanos: de Sonja para la moda y de Friedrich para los estudios.

Su hermano era una especie de cerebrito y lo veía como una calculadora humana. Con sólo once añitos era capaz de contar sin los dedos y de hacer divisiones de hasta dos cifras sin un aparato que le ayudara con los cálculos.

Jutta coge la silla que tenía Fiete para estudiar y se sienta frente a su hermano. Friedrich se estaba convirtiendo en un pequeño tirano y tenía a toda la planta dominada.

Ella no lo entendía porque en realidad, no hay más ciego que el que no quiere ver.

Si bien Friedrich Vögel no era mala persona, había que reconocer que algo no funcionaba bien en su cabeza, no cuando restaba importancia a las necesidades del resto y, con sólo levantar el mentón y decir tres palabras, sus compañeros bajaban la cabeza y hacían lo que él quería en señal de sumisión.

Su hermano no tenía mal temperamento, al contrario, su personalidad no era una propiamente de alguien dominante, sino de alguien con el pasotismo como modus operandi.

—Fritz... —El labio de Jutta comienza a temblar. Ella no estaba hecha para ser fuerte, su personalidad era demasiado blanda como para tener que enfrentarse al mundo como la hermana mayor y aun así ella hacía acopio de toda su fuerza para intentarlo—, se va. Se va en unos meses...

—¿Qué?

Friedrich no entendía por qué Jutta había comenzado a llorar, se sentía impotente y quería jurarle que se vengaría de quien la estuviera haciendo sufrir.

Sin embargo, va hacia su cama y coge el peluche que su abuelo Oleg le regaló cuando nació y se lo da.

—Gracias —Jutta abraza el peluche y siente la calidez del gesto de su hermano—, necesitaba ese abrazo.

Friedrich nunca abrazaba porque Eckbert le había enseñado que los hombres no lloraban, no mostraban sentimientos y por supuesto, lo que tenían que hacer era pegar a las mujeres, nunca darles abrazos.

Pero él nunca había querido hacer eso.

Él se sentía mal y muy triste cuando Eckbert le obligaba a pegar a sus hermanas, a cortarles el pelo mientras dormían o incluso a romper los pocos juguetes que tenían.

Y claro, si Friedrich se sentía mal y triste, acababa llorando y, los hombres no lloraban y si él lo hacía, Eckbert lo encerraba en el sótano durante días, solo y sin comida tras una paliza y con las heridas sin curar.

Oleg, en cambio, había conseguido que Friedrich odiara hacer daño a una mujer, porque gracias a dos mujeres, Friedrich seguía vivo.

Gracias al esfuerzo que Jutta y Sonja habían hecho para que su hermano pequeño no recibiera palizas, acababan siendo golpeadas ellas.

La paciencia que habían tenido ellas y Oleg —el tiempo que la vida se lo permitió— había sido crucial para que Friedrich no soportara ver a una mujer siendo dominada por un hombre.

Pero al mismo tiempo, en él y por protección, había surgido una imperiosa necesidad de controlar a todo el mundo. Indiferentemente de quiénes fueran.

La vida era caprichosa y él había aprendido a base de golpes que una madre no es quien te había llevado nueves meses dentro ni un padre el que te daba el apellido.

—¿Quién se va?

Jutta sonríe en una especie de orgullo por lo sabiondo que podía llegar a ser su hermano y por la tristeza que le daba la noticia que debía contarle.

—Soni.

—¿Adónde se va? —Se sienta en la cama frente a ella y frunce el ceño.

Ahí estaba esa inocencia e ingenuidad que a Jutta le hacía tan feliz.

La inocencia que ningún niño debería perder y que ella estaba a punto de romper.

—Fritz... —Aprieta el peluche para darse un poco de fuerza a sí misma y se lo devuelve a su hermano; sabía que lo iba a necesitar—. La adoptan...

—¿Por qué?

La respuesta del pequeño había sido inmediata, no había procesado sus palabras y no entendía la magnitud de la situación.

Claro estaba, él tenía sólo once añitos.

—Una familia cree que puede darle una vida mejor y...

—¿Mejor que esto? —Se levanta y se cruza de brazos—. ¿Y si son una Kerstin o un Eckbert?, ¡ella no puede abandonarnos! —Pocas veces alzaba la voz porque él no necesitaba gritar para ser escuchado.

Ahí estaba el problema.

Friedrich Vögel lo había tomado como un abandono, una traición por parte de Sonja y no como lo que era: una adopción.

—Soni no nos va a abandonar...

—¡La odio! —Se gira, no queriendo que Jutta pudiera ver su debilidad.

Estaba llorando y los niños no lloraban.

16 de abril, 2011; Frankfurt, Alemania.

Se limpia el polvo de los pantalones del chándal que usaban en educación física. Se había vuelto a pelear con Klaus Götze.

No se llevaban bien.

Y todo había empezado porque la chica que a Klaus le gustaba, quería conocer a Friedrich.

Y claro, todo el mundo sabe que los niños pueden ser realmente crueles, sobre todo, cuando no han recibido valores y se rigen por la ley del más fuerte.

El problema era que Friedrich no sentía la necesidad de demostrarle nada a nadie. Su baja empatía hacia las personas que él creía inferiores (o que consideraba que eran una pérdida de tiempo), le llevaba a actuar de manera desmesurada.

No había tenido problema en tirar a la basura las cartas de la difunta madre de Klaus cuando éste le había bajado la falda a una niña, tampoco vio algo negativo en golpearle cuando se copió de sus deberes y desde luego que, cuando se metió con el peso de su insoportable pero carismático compañero de cuarto no tuvo ningún tipo de moral en atrapar una araña y ponerla en el cabezal de la almohada de su enemigo.

Porque así lo veía Friedrich, como a un enemigo.

Pero era diferente, porque él nunca daba el primer golpe, Friedrich siempre tenía razones para actuar, nunca dejaba nada al azar y nunca preparaba ataques, sino defensas demoledoras.

Klaus se defendía, al menos lo intentaba. No obstante, Friedrich Vögel siempre tenía una gran ventaja: su altura y habilidad en su propio cuerpo le cohibían de tener un rival digno. Él no lo sabía, pero físicamente era la viva imagen de Eckbert Vögel: alto, esbelto, algo delgaducho y con las facciones muy perfiladas.

Le gustaba pelear cuerpo a cuerpo porque le encantaba probarse a sí mismo y demostrar al mundo que nadie podía ser su rival. Era como una danza tribal en la cual él tenía el poder porque él era el rey.

Era la imagen de un matón, sólo que tenía once años y, haber podido disfrutar de la figura de Oleg Bogdanov —por muy corto que hubiera sido el tiempo compartido— le había enseñado a tener valores en la vida.

Valores que le impedían mostrar su verdadera esencia.

Si Friedrich Vögel tenía una salvación había sido gracias a su abuelo.

Y, en verdad, toda su enemistad con Klaus había empezado porque Maike Laupheimer, una chica de pelos rojizos y que siempre la peinaban con dos trenzas se había acercado a él.

Olvidándose de Klaus.

Una niña que no le gustaba porque le recordaba demasiado al resto de alemanas le había traído problemas en el internado.

Aunque había que ser justos con ella, gracias a la imprudencia de Maike, él se había hecho con el control de la primera planta del centro.

Por supuesto que, Friedrich no lo veía así. Si no era por culpa de Maike, se hubiera dado otra ocasión para que él demostrara su valía.

Había entrado al baño y se disponía a lavarse las manos cuando en el espejo se había reflejado la pelirroja.

—Eres muy guapo.

Podía sonar inocente en una niña de diez u once años, pero Friedrich creía que era un descaro. ¿Por qué se atrevía a hablarle?, ¿quién era ella para poder decirle nada?

Desde luego que las niñas eran muy raras.

Se lava las manos en silencio. No tenía interés en hablar con ella.

—Y eres muy listo.

Friedrich seguía en silencio. No es que le gustara ignorar a las personas, es que no le interesaba lo que el resto tuviera para decir.

Y eso, por alguna razón, a los demás les parecía enigmático y cautivador. Independientemente de la edad que tuvieran. Él era como un imán y aún no había encontrado la fórmula para librarse de ese apego que sentían por él.

O le tenían miedo o le seguían como corderitos buscando su protección.

—También eres muy fuerte —Se seca las manos y se dispone a salir—, mucho más que Klaus.

Eso le había molestado.

Él no necesitaba comparaciones con nadie, él era único y era el mejor. ¿Por qué alguien iba a compararle con alguien tan mísero y estúpido como Klaus Götze o con cualquier otro?

—Aparta.

Nunca pedía, Friedrich sólo sabía dar órdenes.

Pero era inteligente, muchísimo. Y sabía cuándo y con quién fingir respeto.

Maike no era una excepción y por tanto no le debía nada.

—¿Sabes? —No quería saberlo, pero tampoco iba a empujarla: a las niñas no se les pegaba—. Eres un bicho raro, pero eres muy bueno.

No, no lo era. Simplemente le gustaba impartir justicia, su justicia.

—No me interesa.

¡Por fin había hablado! Maike podía sentirse orgullosa. Había conseguido que Friedrich Vögel le dijera algo más que una orden.

—Podríamos ser amigos.

—He dicho que no me interesa —Levanta sus manos para cruzarlas y le sorprende ver la cara de miedo de la niña—. No voy a pegarte, no pego a niñas.

El aire vuelve a los pulmones de Maike. Cualquier persona se hubiera interesado por su historia, pero él no. A él no le importaba lo que el resto tuviera que decir.

Sólo había pocas excepciones.

—Maike, este es el baño de chicos —Una joven un par de años mayor que él se había colado y escuchado toda la conversación—. Además, él está siendo grosero contigo.

—¡Mira! —Señala a Friedrich—, él es quien pega a Klaus cuando nos molesta. —explica refiriéndose a todas las chicas.

—Vaya, pero si el pequeño dictador tiene un corazón.

Le daba ternura, a Enia Näbauer le gustaba observar a la gente y había observado a Friedrich Vögel desde que había llegado. Incluso se había atrevido a compararle con la mitología griega y apodarle Narciso en su cabeza, también el pequeño dictador.

Ella tenía catorce años y disfrutaba de la compañía, aunque también necesitaba su lejanía y tiempo para sí misma.

Era parte de su personalidad y compartía esos atributos con el pequeño de los Vögel. Ella era la compañera de habitación de su hermana mediana y habían hecho muy buena amistad.

—Fuera. —exige Friedrich.

—Tienes algo de narcisismo.

—¿Qué es eso? —se interesa el joven.

¡Bingo!

Alguien había conseguido sacarle de su burbuja y conseguir que mostrara interés.

—Tú.

Pero ese interés no había durado mucho, al menos no lo iba a demostrar.

—Fuera, es el baño de chicos.

—No seas tan grosero o se lo diré a tu hermana.

—Yo sólo tengo una hermana y se llama Jutta.

Eso había descolocado por completo a Enia, ¿acaso estaba ignorando la existencia de Sonja Vögel?

Sí. Eso estaba haciendo.

Y Enia no podía entenderlo, Sonja estaba luchando para que sus hermanos también fueran adoptados con ella y el pequeño dictador se lo pagaba así...

Pero claro, Enia no sabía que Friedrich desconocía ese detalle.

20 de mayo, 2011; Frankfurt, Alemania.

Era un día emocionante para muchos, triste para otros y desilusionante para algunos.

Y es que era un día que no dejaría a nadie indiferente, varias familias habían conseguido formalizar la burocracia pertinente y muchos niños habían encontrado un hogar.

Entre ellos: Sonja Vögel.

—¿De verdad que no vas a despedirte?

Jutta tenía el corazón partido, su hermana se iba y nadie sabía si volverían a verse. Por otro lado, entendía el dolor de su pequeño Fritz y sabía que ahora mismo él estaba demasiado enfadado como para tenerle de aliado.

—¿Por qué no se queda?

—Porque no puede.

—El abuelo decía que siempre había dos opciones.

Cierto.

Cuando Friedrich se debatía entre hacer daño (para salvarse) o no (porque le destrozaba lastimar a sus hermanas), el abuelo le había enseñado la lección más valiosa del mundo: si dudas entre ti y a los que quieres, siempre habrá una segunda opción; si tienes muy claros tus objetivos, no permitas que nadie te desvíe del camino.

—Fritz —ruega Jutta—, por favor. Es nuestra Soni.

Niega y se va, dándole la espalda a su hermana mayor y aguantándose las lágrimas: los hombres no lloraban.

Camina por los pasillos y siente repulsión al ver la emoción de algunos de sus compañeros en las caras.

Algunos de los que adoptaban, parecían hasta buenas personas. ¿Por qué él había tenido que vivir con un Eckbert y una Kerstin y el resto podría llegar a tener padres de verdad, de los que eran buenos?

No era justo.

Y Sonja les había traicionado y eso Jutta no lo veía.

—Señora Sanders —La voz provenía de una salita en un pasillo—, ¿está usted segura de que se encuentra bien?

—Sí, ¿por qué no iba a estarlo?

La voz de la mujer era ciertamente monótona y tenía un acento muy alejado al suyo.

Con curiosidad se asoma y ve a una rubia a la que le tiemblan las piernas y un niño que mira por todo el lugar.

—La veo nerviosa...

—Estoy bien, ha sido un camino largo.

—¿Y su esposo?

Friedrich bufa, una Kerstin más queriendo adoptar a un niño o una niña. No le interesaba.

Sigue caminando y la puerta de antes se abre de par en par.

—¡Eh! —El niño habla con un acento algo retardado y Friedrich no puede evitar reírse—. ¿Por qué espía-a-a-a-a-abas? —Pone sus manos en las caderas.

Friedrich se gira y le gusta que alguien no le tenga miedo.

Es un niño delgaducho y con el pelo cubriéndole la cara por completo. Por supuesto, es más bajito que él y se tiene que quitar el pelo del rostro continuamente para mirarle a los ojos directamente.

—¿Eres chino?

—¡Soy ale-ale-ale-alemán! —A pesar de la fuerza en su voz, es evidente que tiene problemas en el habla—. ¡Y voy a-a-a-a-a-a-a matar-tar-tar-tar-tarte!

Friedrich no puede evitar reírse en su cara y alza una ceja cuando el niño corre a por él.

—¡Estate quieto, chino! —ordena poniendo una mano delante de él y frenando el ataque de su ahora rival—. ¿Cómo te llamas?

—¡Tho-tho-tho-tho-thomas!

Es evidente que el pequeño asiático tiene problemas con la contención de ira y que busca demostrar algo, pero el qué no era algo que le interesara.

—¿Puedes a-a-a-a-a-a-ayudarme? —Thomas intenta hablar rápido y eso le frustra aún más.

Cada vez que intentaba decir una palabra bien y se trababa, su padre acababa pegándole e insultándole.

—No.

Pero Friedrich no veía más allá de sus problemas. El resto le daba igual. Para él, lo importante era lo que le estaba ocurriendo, no que un niño hiciera el gran esfuerzo de pedirle ayuda con desesperación.

—Por-por-por-por-por-por fa-fa-fa-fa-favor. —Junta sus manos en señal de rezo.

—¿Por qué?

Parecía su interrogante favorito, pero es que él nunca hacía nada si no recibía nada a cambio.

Se había quedado mudo, Thomas no era capaz de hablar. Sin embargo, levanta la mano y señala a un señor trajeado y con un aspecto impoluto.

Thomas era un calco a ese señor. Sólo les diferenciaba dos cosas: el pequeñajo tenía los ojos azules y el que parecía ser su padre tenía una sonrisa en la que mostraba sus dientes y parecían estar bañados en oro.

—Hola, hijo —Revuelve con cariño el pelo de su copia y le muestra una sonrisa con cariño fingido—. ¿Haciendo amiguitos?, ¿no prefieres hacer amigas?

—Yo-yo-yo-yo...

Suspira con rabia contenida.

—¿Qué hemos dicho de tartamudear?

—Per-per-per-perdón.

—Ay, mi pequeño Thomas —Niega con la cabeza, a simple vista no parece un mal hombre—. ¿Dónde has dejado a mamá?

Thomas opta por señalar a la puerta de la que había salido.

—Ve despidiéndote de tu amiguito, tenemos que volver a Colonia esta noche —Se coloca bien la chaqueta—. ¡Vamos a adoptarte una hermanita de siete añitos a la que podrás cuidar y nos mudaremos todos juntos a Berlín!

—No-no-no-no.

Tenía miedo.

No era la primera vez que adoptaban a hermanitas y luego no le dejaban jugar con ellas. ¿Cuántas había tenido ya? Y ni siquiera sabía sus nombres.

Y todas acababan desapareciendo.

Thomas odiaba a su padre, odiaba todo lo que le hacía y que su madre sufriera por su culpa era lo que más daño le hacía.

—Si quieres dejar de hablar así, prueba a alargar las palabras.

Por alguna razón, se apiada de él.

—¿Cómo-o-o-o-o-o-o? —Aprieta sus manos en puños y se dispone a pelear. Thomas está cansado de que se burlen de él—. Te mata-ta-ta-ta-ta-taré.

—En vez de hacer eso, di «comoooooooo» o «te mataaaaaaré» —No busca mofarse del chico y no porque lo vea como un igual. Al contrario, lo ve tan inferior que siente la necesidad de compadecerse—. A mí me darías más miedo.

La dificultad del chico para hablar no es lo suficiente interesante a su parecer. Thomas no tiene problemas de verdad, no si el Friedrich de once años fuera el juez.

Decide encogerse de hombros y con intención de irse sin despedirse.

—¿Cómo-mo-mo-mo-mo te llamaaaaaaaas? —Le hace caso y sonríe al no tartamudear en la última palabra.

—Narciso.

Él no sabía lo que acababa de hacer, ni siquiera conocía la magnitud del nombre que había creado en torno a él. Pero se estaba dando una nueva oportunidad.

No más Kerstin, no más Eckbert. No más decisiones en su vida que no tomara él por su propia cuenta.

—¡Cariño! —La mujer de antes mira con seriedad hacia donde está su hijo y se ve muy cercana a su marido, una cercanía incómoda que cualquier persona notaría, pero no cualquier niño—. Es hora de irnos.

No le da importancia.

Por un momento juraría haber visto el mismo terror en la mujer que en la cara del niño, pero no era posible, porque Thomas sí tenía padres.

Y Friedrich sentía envidia y rabia hacia ese niño que acababa de conocer. Él no tenía una Kerstin o un Eckbert. Él tenía padres.

O al menos, eso estuvo creyendo un tiempo, hasta que el caprichoso destino, decidió darles una nueva oportunidad de conocerse y demostrarle, lo equivocado que había estado.

Ese día, Friedrich Vögel cometió su primer error y perdió su primera batalla contra Sanders, sólo que él, no lo sabía porque, al fin y al cabo, era sólo un niño.

¡Hola! ¿Qué tal?, ¿qué os ha parecido?

¡No os olvidéis de votar y comentar para que la historia siga creciendo y llegando a más gente!

Tal vez esperabáis otro tipo de especial por los 800K en Narciso, pero era necesario que conocieráis la infancia o al menos, a grandes rasgos, a lo que se tuvo que enfrentar en su día el idiota encantador (tal y como ha apodado muy acertadamente una lectora jajajja).


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