Nada

La noche invernal azota Hokkaido como ya es costumbre todos los años. La nieve cae, el paisaje se vuelve blanco, el termómetro se hunde bajo cero y todo el mundo parece guardar silencio. Como no, ante tal paisaje igual de hermoso que peligroso las palabras carecen de sentido. Solo queda admirarlo en el silencio sepulcral de la noche helada, a la espera del regreso de un nuevo día que promete ser más liviano.

La frialdad de la nieve me trae recuerdos cálidos de mi niñez. En sus tormentas veo tus ojos fieros, en su blancura tu pálida tez, en su sonido tus latidos y en su caer nuestro último adiós. El último aliento que me regalaste antes de separarte para siempre de mí. La última mirada, llena de inocencia y terror. La nieve guarda recuerdos ambiguos, tanto como yo mismo, que desearia olvidarlos para no sufrir más, pero me esfuerzo en conservarlos para tenerte siempre aquí.

La crueldad del destino me hizo único superviviente de aquella avalancha que me lo quitó todo sin ningún tipo de miramiento. Recuerdo las voces de los agentes del rescate, el temblor en mi cuerpo entero, los latidos acelerados y tu mano aún aferrada a la mía. Yo esperanzado gritaba tu nombre, ignorante suplicaba que se te rescatara también, aterrado me quedaba con tus últimos rayos de luz.

La avalancha me lo quitó todo menos la vida, la cual hubiera entregado sin dudarlo si hubiera habido un modo de salvar la tuya.

Porque el mundo dejó de girar en el momento que tú te fuiste. Lo sentí, en los huesos, en el corazón, en cada pequeño pedazo de mi ser. Las estrellas dejaron de brillar, los pájaros ya no cantaron más y la calidez del sol se volvió fría como la nieve. Cuando moriste, el mundo que conocía lo hizo también.
Dejé de sonreír, de sentir compañía rodeado de los demás. La única que sentía era la que compartía en nuestras memorias, nuestros recuerdos, de las fotos viejas y las incontables horas de juego. La del recuerdo de tu voz, de tus ojos. Memorias que poco a poco mi cerebro ha ido olvidando, con los años han acumulado polvo hasta quedar enterradas en las tinieblas del olvido. Veo vídeos para recordar el tono de tu voz, fotos para recordar tu sonrisa. Los veo. Y simultáneamente olvido.

Cuando te fuiste, yo también lo hice. Mi corazón dejó de latir igual, mis ojos miraron a otro lado y el sonido se volvió difuso. Sigo aquí, pero mi alma se fue con la tuya, a dónde sea que esté.

Desde entonces soy un alma muerta atrapada en un cuerpo físico. Soy una contradición, un Ícaro que no se ahoga pero tampoco consigue salir del agua, que lucha por emerger pero solo se hunde sin remedio. Y me rendiría, pero por mucho que me sumerja mis pulmones siguen llenos de aire. Y no hay nada que yo pueda hacer para vaciarlos.

Si ese día hubiera sabido que no iba a volver a verte nunca más, te hubiera abrazado con muchísima más fuerza. Te hubiera dado un beso de despedida, nuestro característico apretón de manos. Te hubiera mirado mucho más profundamente a los ojos, hubiera memorizado cada detalle de tu rostro, tus mejillas rojizas y las pequeñas arrugas que se formaban con tu sonrisa.

Ojalá hubiera sabido que no iba a verte regresar.

Después de lo sucedido, la palabra que más perdió sentido fue hogar. Nuestra casa ya no era casa, ese lugar cálido que siempre fue. Casa es el sitio donde alguien te espera ¿Dónde está tu casa, Shawn? ¿Quién te espera en ella? Tu silla en la mesa se quedó vacía, acumuló polvo y enterró el recuerdo de tu risa. Tu cama se enfrió, y congeló los sueños que ya nunca ibas a cumplir. Y las flores del jardín marchitaron, siguieron tus pasos y me dejaron atrás. Ahora solo tenía una casa vacía, llena de polvo, sueños rotos y flores marchitas.

Aprendí con el tiempo que no puedes hacer de la gente tu casa. Su esencia no se basa en cuatro paredes estáticas e imbatibles. Las personas son ríos, que fluyen y cambian constantemente con el paso de las sequías o las tormentas. Masas que desaparecen tan rápido como han llegado, y se llevan todo con ello, sin pensárselo mucho, sin demasiada razón. Aquello que parecía que nunca iba a terminarse se esfuma sin dejar rastro. Y el resto del mundo mira a otro lado, mientras la vida que habías montado se desmorona ante tus ojos, sin que tú puedas hacer nada al respecto. Y te quedas solo, al margen del mundo.

No es que sea algo en contra de los demás, o de lo de alrededor. Pero es por eso que a veces no pienso en nada, no hago nada, no siento nada. Una despedida. Nada. Un abrazo. Nada. Una discusión. Nada.
La vida allá fuera es tan bonita como despiadada. Y por eso mismo llegué a la cruda conclusión de que sentir no merece la pena.

Mis padres siempre me enseñaron lo bonito que es el mundo, la alegría de vivir en él. Y siempre les creí, llegué a pensar que todo era fácil y que nada nunca iba a cambiar. Fui tan iluso de creer que iba a ser niño para siempre, un ave libre al viento. Y esa misma vida que me dediqué a volar, me cortó las alas de una sola estocada. Y dime qué pájaro es feliz cuando queda enjaulado por el resto de su vida.

Aiden, no sé qué hacer. A pesar de haber visto cómo me quedaba solo poco a poco, a pesar de saber que solo quedo yo, sigo esperanzado en que algún día, y solo tal vez algún día, alguien me tienda la mano y me ayude a levantarme. Sigo confiando en que alguien me vea con otros ojos y me demuestre lo equivocado que estoy, en que estoy desperdiciando la segunda oportunidad que la vida me ha regalado no haciendo nada.

Quizá no, quizá de verdad no haya nada más que hacer. Pero por algún motivo no termino de renunciar a la idea.

Solo deseo algún día encontrar la paz. Ese pedacito de cielo que me pertenezca, por donde las nubes esponjosas pasen con esa apatía tan suya que enamora, y por donde la luna pueda reinar la noche después de un largo día de sol. Ese cielo que al mirarlo no me transmita nada y todo a la vez. Que su azul bañe mis ojos, que su melodía sorda perfore mis oídos. Y que su paz inunde mi ser. Mi cabeza, mis manos, mis pies, mis pulmones. Y también mi corazón.

Hablan de libertad. Sueños de luz, pequeños sorbitos de felicidad. Efímeros, marchantes. Y yo anclado, encadenado a mi propio cuerpo. Libre entre rejas.

Por el momento tendré que conformarme en observar la tempestad. El plácido caer de la nieve, suave como la lana más blanda, hiriente como el cuchillo más afilado. Hermosa y peligrosa. Fría pero de calidez especial. Ambigua como ella sola. Y nada más.

Nada más que ella.

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