Capítulo #24: ''Margot Junior parte #2''
«De verdad, eres más salada que la sal.»
Y que lo digas.
Menos mal que Patricia es una fanática de las velas, así sean las aromáticas.
Enciendo rápidamente varias velas a mi alrededor, y una esencia a vainilla comienza a llenar el ambiente. La luz cálida y tenue de las velas parpadea, pero genera suficiente luz como para poder ubicarme en tiempo y espacio. La lluvia sigue cayendo con fuerza, los nervios de punta cuando me vuelvo a acercar a mi mejor amiga. Veo miedo en su mirada, pero, sin embargo, lo que sale de sus labios es:
—Confío en vos, Maggie.
Bueno, al menos una de las dos lo hace.
Respiro hondo y trato de mentalizarme lo más posible a lo que voy a tener que hacer a continuación: ayudar a mi mejor amiga a traer a su bebé al mundo.
Lo siguiente se presenta en destellos muy borrosos, puesto que el nivel de adrenalina está por las nubes. Hay gritos de dolor y mi voz pidiéndole que siga pujando; ella, recordando las clases que ha tenido en su grupo de mamás, me va guiando en lo que puedo esperar: la posición en la que vendrá la bebé, qué hacer si viene con el cordón enrollado en el cuello, entre otras cosas.
—Uno más, Pat, un empujón más y estamos —la habitación tan solo iluminada por las luces de las velas no me deja ver con claridad, pero todo parece ir yendo de acuerdo a cómo debería.
Pero como no soy médico, ¿quién quita?
Patricia empuja con todas las fuerzas que su cuerpo le permite y, después de lo que parece una eternidad, un llanto nos llena los oídos. El sonido me deja momentáneamente atónita, y mis ojos se llenan de lágrimas al ver a la pequeña entre mis brazos temblorosos. Con cuidado, la envuelvo en una de las toallas que traje del baño, su calor se filtra a través de la tela.
—Hola, pequeña, bienvenida —susurro, con la voz igual de temblorosa.
«Bienvenida al mundo, Margot Junior.»
Su cabecita está cubierta de pelo negro oscuro, igual que el de su papá, y su piel morena como la de su mamá. Cuento cada uno de sus deditos: cinco en cada mano y cinco en cada pie. Es absolutamente hermosa.
«Perfecta.»
Levanto la vista para ver a mi mejor amiga, la cual, al igual que yo, está llorando.
— ¿Está bien? — pregunta entre sollozos.
— Está perfectamente — respondo, con cuidado de no lastimarlas a ninguna de las dos (puesto que siguen unidas por el cordón) mientras coloco a la bebita sobre su pecho; ahí, en brazos de su mamá, su llanto cesa.
Patricia la examina al igual que yo, todavía llorando, parece no poder creerlo.
Pues eso nos hace dos.
—¿Vos estás bien? —le pregunto, mi voz aún temblando.
—Me duele absolutamente todo, pero... nunca he estado mejor en mi vida.
Levanto una de mis manos y acaricio el cabello de mi mejor amiga. En la penumbras, apenas iluminado por las velas puedo observar sus facciones cansadas, pero también llenas de felicidad.
—Gracias, Maggie —Toma la mano que tengo en su cabeza con fuerza con su mano, me mira fijamente —. Gracias.
Tengo toda la piel de gallina y las lágrimas no paran de caer.
—No hay nada que agradecer... ¿Para qué están las amigas si no?
Pasan varios minutos y yo pienso cómo proceder ahora. Sé que tenemos que cortar el cordón umbilical; la cuestión es cómo hacerlo correctamente.
¿Qué hago? Ay Dios...¿Qué hago?
Así como también sé que eventualmente Patricia va a tener que expulsar la placenta también.
Puta madre... los nervios vuelven a crecer dentro de mí, y justo cuando otro ataque de pánico está por salir a la superficie, y como por alguna especie de milagro, se restablece la luz eléctrica. La habitación se ilumina al igual que mi esperanza.
Y para mayor alegría, suena el timbre.
Servicios de emergencia.
¡Gracias a Dios!
Una vez suben, todo pasa muy rápido: los paramédicos atienden a Patricia y a la bebé, realizando el procedimiento de cortar el cordón umbilical y otras cosas que apenas puedo registrar en mi mente aturdida. Una sensación de alivio me recorre, están a salvo. Están bien, el peligro más eminente ha pasado.
La lluvia sigue golpeando con fuerza en las ventanas, aunque ya no con la misma intensidad de antes. Ya estabilizadas, las suben a ambas en una camilla para poder trasladarlas al hospital más cercano. Uno de los paramédicos se acerca a mí y me pide revisar mis heridas. Había olvidado por completo lo golpeada que estoy, pero ahora que la adrenalina baja, el dolor vuelve a ser más intenso. Otra vez, tengo unas increíbles ganas de llorar.
En el camino al hospital, noto que la lluvia ha cesado un poco, haciendo el viaje menos traumático. Aunque tenemos que esquivar unas cuantas calles donde se cayeron árboles, el trayecto transcurre sin mayores problemas.
Intentan llevarme para hacer la sutura de las heridas y una placa para mi pie (que por el momento se sospecha que puede tratarse de un esguince en segundo grado), pero me niego; no quiero dejar a Patricia sola.
Patricia y la bebé están perfectas, ya han sido admitidas y llevadas a su habitación. Cansadas, mi amiga dormita mientras la bebé está a su lado en una cuna del hospital, y yo, en una silla del otro lado, cuidándolas.
Mi mente vaga hacia los acontecimientos de las últimas horas, sin poder creer todas las cosas que han pasado y lo lejos que hemos llegado. El haber podido llegar hacia Patricia y ayudarla cuando más me necesitaba, me llena de paz. Pero, aún más, porque ambas están sanas y salvas.
Y si me lo preguntan ahora, toda golpeada, cortada y con el pie mal, si lo volvería a hacer, la respuesta es, por supuesto, sin siquiera dudarlo.
Más que solo a mi amiga, es mi hermana.
Miro el reloj en la pared de la habitación, son alrededor de las siete de la mañana. Mis ojos pelean con cerrarse, estoy perdiendo la batalla contra el cansancio.
Debo dormirme unos minutos, porque cuando siento la puerta abrirse ya son casi las siete y media.
Un Francisco muy angustiado aparece por el otro lado de la puerta, con toda la ropa mojada y las zapatillas llenas de barro; se ve que, al igual que yo, ha pasado horas intentando llegar hasta Patricia. Cuando llegamos al hospital, le pedí a Patricia su teléfono para llamarlo, y gracias a todos los dioses el servicio (aunque con algunos problemas) estaba funcionando, por lo que pude decirle dónde estábamos y tratar de tranquilizarlo un poco.
Su mirada se cruza con la mía y le dedico una pequeña sonrisa. Me levanto como puedo y camino hasta él, abrazándolo con fuerza.
Me corresponde el abrazo y escucho cómo pequeños sollozos se le escapan, se me arruga el corazón. No puedo ni imaginar el estrés que ha debido pasar las últimas horas al intentar llegar, encima sin poder contactarse, sin saber si estábamos bien o no.
—Todo está bien —lo tranquilizo, dando pequeños masajes a su espalda—. Ellas están bien, felicidades, papá.
—Gracias, Maggie —el agradecimiento sincero en su voz me hace estremecer—. Gracias por estar ahí, por cuidar de ellas.
—Siempre.
—¿Fran? —nuestra mirada se dirige a la cama, donde Patricia se incorpora un poco para quedar semi sentada, sus ojos llenos de lágrimas.
—Pat...—Francisco corre rápidamente a su lado y, con cuidado, la estrecha entre sus brazos para luego depositar un tierno beso en sus labios.
—Somos padres —la escucho murmurar. La vista de Francisco se centra en la pequeña cuna, y sonriendo se acerca a ella.
—Es hermosa.
El cuadro es de película, todo tan perfecto y cargado de tanto amor, que podría ser una de las imágenes más hermosas que he presenciado en mi vida.
Sintiendo que debo darles un poco de privacidad, camino con cuidado hasta la puerta y salgo al pasillo. Bueno, parece que es momento de atender mi cuerpo malherido.
«Ya era hora.»
Unas tres horas más tarde finalmente vuelvo al pasillo de maternidad. Con unas cuantas suturas alrededor del cuerpo cubiertas por vendajes (principalmente brazos y piernas), aunque seguidos por las de mi cabeza, cuya herida resultó ser más grande de lo que pensé. Además de caminar con muletas porque, como lo predije, mi torcedura en el pie ha terminado siendo un esguince bastante complicado que deriva en tener que usar un yeso por un mes.
Un mes.
Dios.
No tengo ni idea de qué voy a hacer, pero, primeramente, voy a tener que hablar en el trabajo por cuestiones de licencia, porque obviamente, en ese estado, no puedo caminar.
Y también hablar con mi madre, porque probablemente voy a tener que ir a quedarme con ella por un tiempo.
«Un paso a la vez, Maggie.»
Lo sé. Aunque es literal, ahora ando a paso de tortuga.
Camino a paso lento hasta la habitación de mi mejor amiga, sintiendo el dolor punzante con cada movimiento. Ahí los encuentro a los tres. Francisco, que parece haberse podido dar un baño en el cuarto del hospital, se ve más relajado, sentado en una de las sillas con su hija en brazos. A su lado, en la cama, Patricia comprueba qué tan comible era el plato que dejaron para ella.
Al verme entrar, ambos palidecen. Y, a lo mejor me veo peor de lo que pensaba.
«A lo mejor piensan que eres mitad momia, con todo el montón de vendas que tienes encima.»
Che, verdad, no lo había pensado.
—Ay, Maggie... —se compadece Patricia al verme. Francisco se levanta de la silla con cuidado para que yo pudiese sentarme, cosa que agradezco, porque todavía no estoy muy acostumbrada a estar en muletas.
—Lo siento tanto.
Levanto una de mis cejas sin comprender.
—¿Por qué lo sientes, Pat?
—Porque todo esto ha sido culpa mía, yo fui la que te llamó y...
No la dejo terminar.
—Lo volvería hacer, Pat, sin pensarlo ni cuestionarlo. —Los ojos de mi mejor amiga se llenan de lágrimas—. No es tu culpa que me haya caído, pero tienes que saber que yo haría cualquier cosa por ti; te quiero muchísimo.
—Y yo a vos.
—Entonces deja la pendejada, que acá nadie tiene culpa de nada.
Suelta una carcajada y asiente, limpiándose las lágrimas.
—¿Qué te dijeron los médicos?
—Bueno, el yeso es con suerte por un mes, esperemos realmente que no más, y en una semana tengo que volver para que me retiren los puntos.
Ambos asienten.
Observo a la bebé en los brazos de Francisco y sonrío. No tiene ni doce horas de haber llegado a este mundo y ya la quiero con toda el alma.
—¿Y? —pregunto—. ¿Mi hermosa sobrina ya tiene nombre?
Hay un par de minutos de silencio mientras ambos comparten una mirada llena de complicidad. Finalmente es Francisco quien, viéndome fijamente, responde:
—Sí, ya tiene uno. Es tan loco como nos ha costado tanto decidir cuál sería, y finalmente, ahora, no hubo ni duda.
Los miro sin comprender.
—Con tal de que no la hayan llamado Yuleisi, todo bien.
Francisco suelta una carcajada.
—Margot. —dice Patricia.
—¿Qué? —respondo.
—Margot. —repite.
¿Por qué seguía insistiendo en decir mi nombre? Estoy medio golpeada pero no tonta.
«Paciencia, paciencia.»
—Ya está, Pat, tienes mi atención, deja de llamarme, y dime de una vez, que muero de curiosidad.
—Ay, sos boluda —responde Patricia entre risas, uniéndosele Francisco.
Y yo sigo sin comprender.
—Margot Alexandra López Fernández, el nombre de nuestra bebita. —explica el pelinegro con emoción en la voz.
¿La llamaron Margot?
«Sí, boluda, es lo que llevan rato diciéndote.»
Mis ojos se llenan de lágrimas, y se me erizan los pelos de la piel. Francisco se acerca hasta donde estoy sentada y, con cuidado, pone a la pequeña en mis brazos.
—Pero... pensé que... yo...
No puedo encontrar las palabras.
—¿Qué mejor nombre que ese? —Patricia sonríe—. El nombre de la mejor persona que conozco en el mundo. Solo espero que no te importe que ahora haya dos Maggie en la familia.
Me largo a llorar y con delicadeza acaricio la cabeza de la bebita que tengo en brazos.
—¿Molestarme? ¡Si está genial! Ahora podemos tener un club.
El silencio reina en la habitación por un par de minutos.
—Bienvenida al mundo, pequeña Maggie.
Son cerca de las dos de la tarde cuando Patricia trae a colación el tema que he estado evitando:
—Llama a tu mamá, Maggie —separo la vista de mi hermosa sobrina que duerme en mis brazos para centrarme en ella —. Debe estar preocupada por vos.
Suspiro.
—En mi defensa, no tengo teléfono —lo cual, era cierto, se ha quedado en la campera empapada en casa de Francisco por lo que yo sé, y puede estar fácilmente dañado.
—Con más razón —me regaña ella —. Probablemente ha intentado llamarte varias veces, y le salta el contestador, imagínate cómo debe estarse sintiendo.
Un sentimiento de culpa me invade. Mi mamá odia las tormentas, aún más como esta que tuvimos, probablemente con los cortes de electricidad y lo demás, debió de haber intentado contactarme, y al no tener respuesta, bueno, me imagino cómo debe de estar.
Pero viendo mi estado actual, sé que voy a tener que llamarle tarde o temprano porque no iba a poder llegar a casa por mi cuenta. Pero no quiero preocuparla, más bien, he estado intentando pensar cómo hacerle llegar las noticias de la mejor manera posible.
—No quiero preocuparla por cómo me veo.
—Va a verte tarde o temprano.
—Lo sé.
Ella suspira y luego me pasa su teléfono, menos mal que ella lo tiene agendado.
Acomodo mejor a Maggie junior entre mis brazos para poder realizar la llamada y respiro hondo varias veces antes de marcar.
Uno, dos, tres repiques.
— ¡Patricia! ¡Gracias a Dios! ¿Cómo estás? ¿Has sabido algo de Margot? —el tono de angustia en la voz de mi mamá me encoge el corazón.
—Mamá, soy yo, Maggie.
— ¡Ay, hija, tenía el alma en un hilo! ¿Estás bien? —me miro de arriba abajo y suspiro.
«Depende de a lo que se refiera por ''bien'', por los menos estás respirando.»
Puta madre.
—Estoy bien —respondo finalmente —anoche Patricia tuvo a su bebé y bueno, hubo un par de complicaciones, pero por suerte, estamos todas bien.
— ¡Gracias al cielo! —exclama luego de una pausa.
—Tengo que contarte un par de cosas, pero tienes que prometerme que no vas a entrar en pánico.
— ¿Qué pasó?
—Ma, prométemelo por favor.
La siento suspirar.
—Te lo prometo.
Los siguientes quince minutos me los paso relatándole todos los sucesos de anoche y el estado en el que me encuentro. Le explico que necesito que venga por mí al hospital, y que voy a tener que quedarme en su casa un tiempo, y añadiendo que no tengo teléfono.
A pesar del par de pausas para dar un par de gritos peleándome por mi estupidez, siento que se lo tomó bastante bien.
«¿Bastante bien? ¡Sí, hubo que cortar la conversación porque no era apta para menores!»
Bueno, bueno, para mí estuvo bien.
Me comenta que por la lluvia se han roto un par de ventanas en la casa, por lo que, preocupados, terminaron refugiándose en casa de los González, los padres de Manuel.
Corta no sin antes hacerme prometerle que esperaría por ella, que en cuarenta y cinco minutos debe estar pasando por mi.
—Bueno, eso salió bien —comenta Patricia.
La fulmino con la mirada.
Media hora más tarde despido de los chicos y prometo que en cuanto tenga una manera de contactarme, enviaré un mensaje para ver cómo está todo. Salgo al pasillo rumbo a la entrada principal, mi mamá volvió a llamar al teléfono de Patricia para decirle que está a unos diez minutos.
Siento mi cuerpo pesado y el cansancio llenando todos mis sentidos. Caminar duele a horrores, a pesar de los analgésicos que me han inyectado para el dolor. Así que cuando finalmente llego a la puerta principal, me siento en una de las sillas.
Llovizna. Ya por lo menos no se sienten los rápidos vientos y parece que por lo menos la naturaleza ha decidido concedernos un ratito de paz. Incluso el sol parece querer asomarse.
Reclino la cabeza contra la pared mientras veo los autos entrar y aparcar, hasta que hay uno en particular que capta mi atención, puesto que lo reconozco al instante.
Es el auto del papá de Manuel.
Recuerdo que mi mamá me dijo que habían tenido que salir corriendo en busca de refugio a su casa (vivían a unas diez cuadras), así que a lo mejor no han llevado su auto.
Aparca en un lugar justo al frente de la entrada, y suspiro de alivio porque no tendré que caminar tanto hasta donde está el auto. Comienzo a levantarme de la silla mientras espero que mi mamá baje, y al hacerlo, una de las muletas cae al piso.
Puta madre, ¿y voy a tener que hacer esto todo un mes?
Intento agacharme como puedo, pero duele a horrores, así que me quejo.
—Mags...
Mi cuerpo tiembla entero y pierdo la estabilidad, casi pegando (nuevamente) la cabeza contra el piso de no ser porque sus brazos me rodean.
Me volteo y mi mirada se cruza con sus ojos azules, unos que me miran con mucha preocupación.
Y no me pregunten por qué, porque en realidad no lo pienso, pero aprieto mi cuerpo contra él, abrazándolo con fuerza, largando lágrimas que todavía no era consciente qué necesitaba botar.
Lo he extrañado tanto.
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