Capítulo #10: ''Por allá, en el 2010''

Hola... ¿Cómo va ese balde de pochoclos? ¿Al final se decidieron por el salado o el dulce?... ¿Qué? ¿Por qué me leen así, con el ceño fruncido? ¿Será que...? Soy yo, Maggie ¿recuerdan? La loca de las introducciones largas. Como esta.

¡Ay, que lo estoy haciendo de nuevo!

«Maggie, te han estado leyendo hasta ahora, créeme...saben quién eres.»

Era por las dudas.

Antes de sumergirnos nuevamente en la historia, quiero hacer un pequeño paréntesis acá; ya que siento que comenzaron a marearse con tantas fechas.

«¿Y la culpa de quién es eso?»

¡Pero déjame pensar! Ah, ¿por qué les estaba diciendo esto? ¡Ya recuerdo!

Voy a explicar algunas cosas, sobre mi amistad con Manuel. La cual, saben, se remonta a trece años.

«Ajá.»

Hay gran parte del contexto de nuestra relación que he pasado por alto, ya que, como conozco toda la historia, se me olvida que los demás no conocen todos los detalles.

«Cierto, debes ser la peor persona para relatar historias del mundo.»

Y que lo digas.

Manuel y yo venimos de mundos completamente opuestos: países, culturas y clases sociales diferentes. Incluso hay un año de diferencia entre nosotros, lo que podría haber hecho que nunca nos cruzáramos en la vida, viviendo sin saber de la existencia del otro.

Entonces... ¿cómo lo hicimos? A veces me pongo a pensar que, de existir tal cosa como el «destino», ya saben, eso de lo que no podemos huir, conmigo ha sido bien hijo de puta.

Antes no creía en tal cosa; me parecían inventos de cuentos o de películas románticas que lo único que les interesa es vender. Pero, mientras más veo cómo todas las piezas parecen encajar en su lugar, más pienso que tal vez la idea del destino no es tan descabellada.

Analicemos todo, paso a paso.

Para poder hacerlo, y si la matemática no me falla, vamos a retroceder trece años, al año 2010. El año en que mi vida dio un giro de ciento ochenta grados.

«2023 – 2010 = 13 años ¡Eso Maggie! No estás tan mal como la gente piensa.»

Gracias.

Ahora... ¿en dónde me quedé?

«Año 2010.»

Ah sí, 2010, veamos...

Tras la muerte de mi papá, mi mamá y yo necesitábamos un nuevo comienzo, un cambio que nos ayudara a sanar. La idea de mudarnos fue una que ambas abrazamos al instante y, después de una meticulosa búsqueda, nos decidimos por Chile.

Aplicamos para la visa, pero tras cuatro largos meses de espera, nos la negaron.

«Che, qué triste.»

Un mes después, navegando por internet, me topé con un anuncio de la institución educativa «Lewis» en Buenos Aires. Ofrecían becas para estudiantes extranjeros, así que, sin pensarlo dos veces, le mostré el anuncio a mi madre y juntas completamos la solicitud, aunque sin muchas expectativas.

Porque lo que, casi escupo la chocolatada fría que estaba tomando cuando, unas semanas después, recibí un correo diciendo que me habían concedido una plaza.

Mi madre y yo no podíamos contener la mezcla de emociones que nos invadió. Argentina nunca había sido una opción que consideráramos hasta ese momento. Con solo seis meses antes del inicio del nuevo año escolar, hicimos lo que haría cualquier persona desesperada: vendimos todo y compramos dos boletos de avión.

Dos venezolanas en Argentina, ¿quién lo hubiera dicho?

Pasar de vivir en un pequeño pueblo en Venezuela a una ciudad tan grande, hermosa e imponente como Buenos Aires fue abrumador al principio. Nos sentíamos literalmente como agujas en un pajar.

Nos instalamos en una pequeña habitación dentro de una casa que funcionaba como hostal, compartiendo la cocina y el baño con otras cinco familias.

Mi mamá, ingeniera eléctrica de profesión, no había ejercido desde mi nacimiento. El primer trabajo que encontró al llegar fue como recepcionista en un consultorio dental (trabajo que tuvo los primeros dos años en la ciudad).

No fue sencillo. Sin embargo, el espíritu aventurero de mi madre me motivó a diario. Cada día representaba una nueva oportunidad para que aquella nena de trece años saliera de su zona de confort. Como cuando me tocó aprender a usar el transporte público, que en escalas de desafíos para mi está en conjunto con aprender las derivadas en el colegio.

«¿Qué era eso?»

Una prueba de mi punto.


Hasta que todo esta extraña situación, este nuevo mundo, se había convertido en mi nueva realidad. Sin vuelta atrás ¿Qué si fue duro? Si, pero ahora son tiempos que recuerdos con cariño.


Llevábamos dos meses viviendo en Buenos Aires cuando comenzaron las clases.

Recuerdo el miedo. Las manos temblorosas y el intentar camuflarme lo más que podía. Me escondía en los recreos de aquellos que querían jugarme alguna broma, y no participaba mucho en las clases. No quería nada más que pasar desapercibida. Cosa —que debo decir orgullosamente — logré con facilidad los primeros  cinco meses.

Estoy segura de que mi plan habría funcionado a la perfección el resto del año, si no hubiera sido por el abogado Rodrigo González y su esposa (también abogada), Candela González. Si están atentos a la historia, ya saben quiénes son. Y para los que no, les cuento: son los padres de Manuel.

¿Ven lo que quiero decir con eso de la existencia del destino?

Ambos eran importantes contribuyentes económicos del instituto y, para colmo, también eran los promotores del programa de becas para extranjeros.

Estábamos a finales de agosto cuando decidieron que era el momento "perfecto" (sí, con sarcasmo) para hacer unas "pequeñas" reuniones en el auditorio después de clases. La idea era que todos los que estábamos en el programa nos conociéramos mejor y viéramos cómo nos adaptábamos con nuestros compañeros y las clases.

Esta era la primera reunión y ellos querían que cada uno de nosotros se levantara de su asiento, dijera su nombre y algo sobre sí mismo, como parte de una presentación.

A mi alrededor había un grupo de adolescentes provenientes de diferentes partes del mundo: españoles, franceses, chilenos, peruanos e incluso un chico de Corea. Éramos una mezcla realmente diversa.

Cada uno de ellos se fue levantando. Aunque a algunos les costase el idioma, el señor y la señora González intentaban que todos se sintieran bienvenidos, ofreciendo sonrisas reconfortantes.

Hasta que llegó mi turno ¿Mencioné que no me gustaba socializar... o ser el centro de algo, en general? Frotaba mis manos sudorosas contra el pantalón de mezclilla del uniforme, en un intento de tranquilizarme. Pero el tic nervioso de mi pierna derecha me delataba; el nudo en la boca de mi estómago tomó fuerza, causándome náuseas. Partes de mi cuerpo que no sabía que podían temblar, lo hacían.

Una salida. Si, eso era exactamente lo que necesitaba.

Mi vista escaneó con rapidez la amplia sala llena de sillas amontonadas, hasta que, finalmente mi vista se centró en lo que tanto buscaba: una puerta marrón alta.

Co cuidado, me levanté de la silla; mi vista todavía en mi objetivo.

Estaba a una carrera de mi libertad. Pero entonces, lo escuché, el suave timbre de la voz de Candela González.

—Hola —sonrió encantadora, cuando mi mirada llena de pánico se posó sobre ella —, no hay por qué tener miedo, ¿cómo te llamás?

Las miradas de todos estaban sobre mí.

So.bre. mi.

''Ay Dios, por favor, que me trague la tierra y me lleve a China. Empezaré una nueva vida en un pueblito en la montaña donde nadie me conozca y, si preguntan, me haré llamar Kiwi. Sí, suena bien.''

«Hay veces donde me das tanta pena ajena, y soy vos.»

Esperé unos segundos, pero nada pasó.

Las lágrimas se hicieron camino hasta mis ojos, para finalmente, deslizarse por mi rostro sin ningún tipo de control. La vergüenza a mi actitud, sumada a la que ya sentía por ser el centro de atención aceleraron mi respiración.

Estaba por tener otro ataque de pánico.

Solo recuerdo el sonido del eco de sus risas. Muchas de ellas, cuando salí disparada hasta la puerta cual caballos de carreras.

Corrí, corrí y corrí. No me detuve hasta que la puerta de alguno de los baños de mujeres estuvo frente a mí. Agradecida de que estuviese vacío, me encerré en uno de los cubículos, sentándome sobre la tapa del inodoro.

¿Por qué tenía que ser así?

—Eres una pendeja, Maggie —me dije en voz alta.

«Y la verdad, sí.»

De repente, escuché pasos y me quedé sin aliento. Alguien entró al baño y estaba revisando los cubículos.

—¿Hola? —reconocí la voz de la señora González. Ay, Dios, qué vergüenza.

Llegó hasta mi cubículo y tocó levemente: —Puedo ver tus pies, sé que estás ahí.

Rayos.

Suspiré mientras me limpiaba los mocos con la manga de la remera y abría la puerta; esos lindos ojos azules me miraban con ternura, con aire maternal.

Qué mujer tan hermosa.

No dijimos nada durante unos segundos. Me sorprendió cuando, agachándose un poco, se acomodó para sentarse en el piso del baño frente a mí.

—Mi nombre es Candela —dijo con una sonrisa cálida— ¿Cómo te llamás?

—Margot —respondí con la voz quebrada—. Pero todos me dicen Maggie.

Candela alcanzó un pedazo de papel higiénico y me lo tendió; lo agradecí con un asentimiento en la cabeza.

—Tenés un lindo nombre, Maggie.

—Gracias —respondí, limpiándome la cara con el papel— . Perdón por haber arruinado la reunión.

La mujer negó con la cabeza: —No has arruinado nada, mi amor. Está bien tener un mal día de vez en cuando.

—Es solo que odio ser el centro de atención —admito, mirándola a través de mis ojos llorosos— . Me pone nerviosa.

Ella asintió.

—Lo entiendo —respondió, para luego quedarse en silencio un par de segundos — ¿Cuántos años tenés?

—Trece.

— ¿Desde cuándo estás en Argentina?

—Unos siete meses, señora.

—Llámame Candela.

Asentí con algo de nerviosismo.

Candela me sonrió; durante un par de minutos lo único que se escuchó fue el sonido del escurrir de mis mocos en el papel.

—Te diré que —dijo finalmente— ¿Te gustaría que llamáramos a tu mamá para que venga por vos? —murmuré un "sí" — . De acuerdo, además tengo una propuesta para ambas.

Ella sonrió mientras se ponía de pie y me tendía la mano para que yo hiciera lo mismo; no sé por qué, ese aire tan maternal que tenía me hizo confiar en ella sin pensarlo mucho.

Una hora más tarde, estábamos las dos en la salida del colegio. Cuando vi a una acalorada Mariana Gutiérrez subiendo las escaleras con rapidez y una expresión preocupada.

—Hola, ya llegué —dijo mi mamá mientras respiraba con dificultad— ¿estás bien, Maggie?

Asentí con una pequeña sonrisa: —Sí, mamá, estoy bien. Perdón por haberte preocupado —respondí avergonzada y ella me abrazó.

Estuvimos así unos segundos hasta que mi mamá notó la presencia de Candela.

—Buenas tardes —saludó extendiendo la mano hacia Candela— disculpa mis modales, soy Mariana Gutiérrez, la mamá de Maggie.

Candela sonrió y estrechó la mano de mi mamá en señal de saludo.

—Un placer —dijo Candela— . Yo soy Candela González; con mi marido, organizamos el programa de becas.

—Bueno —mi mamá carraspeó— me dijeron por teléfono que hubo un incidente en el auditorio.

Candela asintió.

—Maggie tuvo un pequeño ataque de nervios, pero está todo bien. Este proceso de adaptación no es fácil para todos —mi mamá asintió mientras me miraba de reojo; sé que a ella le preocupaba cómo me estaba adaptando a nuestra nueva vida en Argentina, además de que tenía un montón de cosas en la cabeza, así que no había querido decirle que prefería hacerme invisible antes que intentar hacer amigos.

—¿Hay algo que podamos hacer?

—Vamos a tomar esto un día a la vez. La idea es que Maggie siga asistiendo a estos encuentros semanales para ver su progreso y que interactúe con otros chicos de su edad... pero, además de todo eso, tengo una propuesta para ustedes.

Mi mamá frunció el ceño, confundida: —¿De qué se trata?

—Maggie me comentó que tienen poco tiempo en el país. Entiendo que no debe ser fácil mudarse a otro lugar y empezar de nuevo, así que quiero invitarlas a un entorno más familiar...

¿Eh? ¿A qué se refería?

—Tengo un hijo que es más o menos de la edad de Maggie. Va aquí en este mismo instituto. Mañana cumple doce años y le vamos a hacer una pequeña fiesta en casa, un asado con algunos amigos del barrio y familia. Si les interesa, están cordialmente invitadas.

Los cachetes de mi mamá se pusieron un poco rojos, igual que los míos. Ella nunca pudo ocultar cuando se sentía un poco avergonzada o nerviosa:

—Yo... eh, te lo agradecemos mucho, pero no queremos ser una molestia.

— ¡No! ¡Para nada! —aclaró rápidamente Candela— me encanta hacer nuevas amistades, y a lo mejor a ustedes les vendría bien para relajarse, conocer gente nueva y comer algo rico.

Mi mamá me miró, buscando mi aprobación. Eso es lo que más amaba de ella. Sabía que los encuentros sociales me ponían nerviosa, y sé que, si hacíamos esto, no quería que fuera una imposición, sino algo que hiciéramos juntas para disfrutar.

Suspiré y observé a Candela.

Había algo en ella, algo que aún no lograba definir, que me agradaba y me hacía sentir segura.

Hoy en día, sigue siendo así.

¿Recuerdan lo que hablábamos sobre el destino y sus maneras extrañas de jugar? Pues ahí estaba yo, en una situación en la que, en cualquier otra circunstancia, mi respuesta habría sido un "no" tajante, realmente considerando la propuesta de ir a la fiesta.

Le devolví la mirada a mi mamá y asentí levemente, haciéndole saber que estaba todo bien.

Mi mamá entendió el mensaje, así que se volvió hacia Candela para responder: —Nos encantaría.

Al día siguiente, a las tres de la tarde, estábamos paradas frente a la puerta de la casa de los González esperando que alguien viniese a abrirnos, y yo ya estaba replanteándome todo. ¿Para qué había dicho que vendría?

Ahora, tantos años después, a pesar de que las razones podrían haber sido diferentes, me doy cuenta de que muchas veces estuve a punto de salir corriendo cuando tocaba el timbre en la casa de Manuel. ¿Qué extraño, verdad?

«Es porque eres una paranoica.»

Tal vez.

Sentía calor, a pesar de estar todavía en invierno; la temperatura debía rondar los veinte grados. Me arrepentía de haberme traído doble campera, así que me saqué una.

En ese momento, antes de que pudiera seguir cuestionándome, Candela abrió la puerta con una de esas sonrisas cálidas, características de ella:

—Pasen adelante, estamos todos en el patio —saludó, abriendo espacio en el umbral para que pudiésemos entrar.

Pasamos con cuidado. ¡Qué casa tan hermosa! Los techos altos, rodeada de ventanas y una iluminación impresionante. La luz natural penetraba cada rincón, haciéndola innecesario encender ninguna luz eléctrica.

Escuché un suspiro, probablemente de mi madre, que debía estar pensando algo similar a mí:

—Tienes una casa muy hermosa, Candela —dijo en voz alta, haciendo que la aludida sonriera nuevamente.

—Gracias, nos mudamos hace apenas seis meses —respondió Candela.

Mi mamá asintió. En ese momento, entró al salón un hombre alto, tal vez con metro ochenta de estatura, pelo marrón claro casi rubio (con algunas canas) y ojos claros, de un tono parecido al de la miel. Lo reconocí de inmediato: era Rodrigo González.

—Mi amor —comenzó a hablar antes de notar nuestra presencia—, parece que nos hemos quedado sin hielo y... —se detuvo— ¡Hola! —saludó con entusiasmo ahora mirándonos a mi madre y a mí—. Un placer, soy Rodrigo, bienvenidas.

—Muchas gracias —respondió mi mamá.

—Ellas son Mariana y Maggie, cielo —nos presentó Candela con ternura, dirigiéndose a su esposo—. Maggie va al mismo colegio de Manuel y está en el programa de becas para extranjeros.

Mi corazón comenzó a latir lentamente; hasta ese momento no me había dado cuenta de que esta pareja pagaba por mi educación.

Y yo había salido como una completa idiota corriendo del auditorio cuando me pidieron que me presentara.

Ojalá fuera avestruz y pudiera meter la cabeza bajo tierra.

«O ser Flash y ya estar vía a China»

Rodrigo sonrió. Otra cálida sonrisa. ¿Sería cosa de familia?

—Por supuesto —dijo el hombre mirándome y me sentí un tanto cohibida, pensando que tal vez comentaría algo del incidente del día anterior en el auditorio. Pero en vez de eso, amplió todavía más su sonrisa (como si eso fuera posible) y continuó: —me alegro mucho de que hayan venido, vengan, únanse a la fiesta.

Le sonreí y asentí. Había tanta amabilidad sincera en sus palabras, y supe con certeza en ese momento que ninguno de los dos estaba enojado conmigo. Por el contrario, parecían comprenderme e intentar realmente incluirme, haciéndome sentir bienvenida.

Tenía que darme una oportunidad.

Rodrigo tomó la mano de su esposa, quien le estaba recordando algo sobre la bolsa extra de hielo en la heladera. Asintió mientras nos dirigían hacia el patio.

Un ambiente lleno de globos y luces de colores diferentes nos rodeaba, mientras el olor tentador de la carne a la parrilla (que después aprendí que en Argentina se le conoce como "Asado") hacía que mi estómago rugiera con insistencia. La gente charlaba animadamente alrededor de las mesas y varios niños corrían de un lado a otro sobre el césped, persiguiendo lo que parecía ser una pelota de fútbol. Era una hermosa escena, que me ayudó a relajarme un poco.

Sonreí viéndolos jugar y luego escuché la voz de Candela que decía:

—Ahí viene Manuel, mi hijo.

Estaba dentro de una película, no había otra manera de describirlo. Porque todo se movía en cámara lenta cuando un niño de melena negra y ojos más azules que el cielo corría en nuestra dirección. 

Esos ojos. Fueron el fin y un inicio para mí. 

Jamás la vida volvió a verse igual, no después de que —inconscientemente — se colaran en mi alma. 

—Mamá ¿ya están listos los panchos?

—Ya casi están, mi amor —respondió su madre con una sonrisa, acariciando su pelo—. Pero ven, antes quiero presentarte a alguien.

Esa sensación tan reconocida de nerviosismo recorrió de nuevo mi cuerpo cuando las miradas se centraron en nosotras.

—Manuel, ellas son Mariana y su hija Maggie —nos presentó—. Mariana, Maggie, él es mi hijo Manuel.

Mi mamá sonrió cuando dijo: —Hola Manuel, feliz cumpleaños, un placer conocerte.

—Gracias, tenés un acento raro —respondió el cumpleañero haciendo reír a mi mamá.

—Eso es porque no nací aquí como tú, sino que nací en otro país llamado Venezuela.

Manuel sonrió, tenía el rostro lleno de tierra. Además llevaba puesta la remera de la selección de fútbol argentina  —Me alegra conocerlas.

—Bueno, bueno —habló Candela con entusiasmo—, voy a llevar a Mariana a que conozca a varias personas y coma algo. Manuel, quédate aquí con Maggie, preséntale a algunos de tus amigos. Los llamo en cuanto los panchos estén.

El niño asintió y mi madre, guiñándome un ojo, me hizo entender que estaría cerca para cualquier cosa que necesitara.

—Así que —empezó a hablar Manuel una vez que se hubiesen ido nuestros padres—, ¿te gusta el fútbol?

El corazón se me llenó de un sentimiento parecido a la nostalgia cuando recordé cómo solía pasar horas enteras jugando con mi papá en el patio de nuestra casa.

Asentí: —Me encanta.

— ¡Esaaa! —gritó haciéndome reír—, ahora podés jugar con nosotros, pero primero tengo que hacerte una pregunta.

— ¿Cuál sería?

—No me gusta cómo suena "Maggie"... es raro... ¿Puedo llamarte de una forma más cool?

Levanté una ceja: —¿Qué tienes en mente?

—¿Qué tal suena Mawi?

Abrí mucho los ojos, asustada: —¿Tienes alguna otra sugerencia?

Pareció meditarlo unos segundos antes de responder: —Mags, te diré Mags.

Sonreí, me gustaba cómo sonaba.

—Suena cool para mí.

— ¿Ves? Te lo dije —respondió con cierto aire de superioridad, como si fuese la persona más inteligente del planeta.

—Que no se te suba a la cabeza.

Me guiñó un ojo y luego se volvió para sacar algo del bolsillo, una bolsa llena de caramelos de diferentes colores. Se metió uno rojo en la boca y luego me la tendió:

— ¿Querés, Mags? —tomé la bolsa y rebusqué un rato hasta encontrar mi favorito, el morado.

Me miró extrañado.

—Los morados son mis favoritos —aclaré mientras me encogía de hombros.

Manuel sonrió.

—Lo tendré en cuenta.

Este supuesto destino y sus maneras de actuar tan misteriosas llevaron a que, después de aquel día, visitara su casa tres o cuatro veces por semana después de clases. Juntos jugábamos a juegos de consola, veíamos anime y películas de Disney. Nos hicimos tan buenos amigos porque compartíamos muchas cosas. Pero, de no ser por una visa negada, la necesidad de respirar un aire nuevo, o quizás la beca que sus padres me otorgaron, nunca nos habríamos conocido.

Junto a él, sentía que todas las piezas encajaban. Experimentaba una paz y tranquilidad que no había sentido antes, como si estuviera donde siempre debí estar.

Sin embargo, como suele suceder, lo bueno no dura para siempre, y el resto es historia. O, mejor dicho, la historia que les he estado contando.

Ahora, creo que podemos continuar con la historia actual, con tal vez un par de vueltas más al pasado. Quería ofrecerles un panorama más completo de todo, y creo que lo he conseguido.

«¿Segura solo eso?»

Bueno, también quería compartir por qué me enamoré de él. A lo largo de los años, Manuel ha cometido errores, se ha mandado un montón de cagadas pero hay tantas cosas buenas en él que son las que más echo de menos.

Este... creo que ya me extendí bastante, ¿no? En el siguiente capítulo, seguimos con nuestra programación habitual.

«Ni que fuese un canal de noticias o de recetas.»

¡Déjame ser!

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