I
Ella era tan sólo una niña, una simple niña que era incapaz de sentir alguna clase de sensación emocional o física. Se podría cortar, raspar e incluso romper un hueso pero ella nunca sentiría dolor alguno.
Todos los médicos llegaron a la conclusión de que aquel defecto llevaba por nombre "insensibilidad congénita al dolor" que es básicamente cuando un individuo no era capaz de sentir dolor (físico) alguno, pero eso no le quitaba lo misterioso de que no podría llegar a desarrollar emociones, lo cual lo hacía muy extraño.
A lo largo de su infancia eso le causo muchos problemas, ya que sin tener la capacidad de amar o cargar con el sentimiento de amistad, se le fue completamente imposible llevar acabo alguna relación social o familiar, pero aún así sus padres nunca quisieron abandonarla, ya que era su única (y posiblemente ultima) hija.
Y está claro, que ella se sentía extraña, que no comprendía para nada lo básico de las emociones, pero, quería intentar crear esos sentimientos que cada persona que le rodeaba poseía, tenía curiosidad.
Así que se dedicó a hacer lo que todos hacían, pero entendiendo en que momento hacerlo. Se miraba al espejo y todas las noches antes de irse a dormir sonreía, tratando de parecer lo más natural y realista del mundo, analizando en que momento debería sonreír, en que momento debería de tener la cabeza baja y en que momento debería enojarse.
Lo hacía enfrente de todos, haciéndoles creer que apesar de no sentir dolor físico ya sentía emociones y que podría ser normal, pero ella ya se sentía agotada, le dolían las mejillas y ya le estaba comenzando a importar poco eso de tratar de fingir emociones ante todos.
—Emma.
Dina ha irrumpido en su habitación, entrenado sin permiso y la menor es obligada a sonreír ante su madre.
—¿Qué ocurre?
—Te traje este vestido, iremos al cumpleaños de tu abuelo.-Dijo extendiéndole a la menor un bonito vestido de manga larga negro, que a la luz, los brillos parecían tintinear como en una noche estrellada.
—¿El abuelo Louis?
—No, en realidad hablamos de mi padre. James Ratri.
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Cuando el la conoció, podría jurar que esa niña era la reencarnación de la mismísima nada y lo más pulcro.
Quedó fascinado por esos opacos y casi oscuros ojos esmeralda, como si tan sólo les faltaste ser pulido y cuidados, sus cabellos naranjas alborotados pero caídos se notaban tan suaves y brillosos, e incluso llegando a tener un pensamiento para nada cuerdo y normal.
Lo que más le encantaba de aquella niña era su piel, casi tan blanca y fría como el mismo invierno que la conoció. Se veía tan real pero, oh, la sonrisa que porta en su rostro no cuadra ante toda el aura que desprende y eso al de hebras incoloras le inquieta, quiero borrar esa sonrisa y que muestre lo que de verdad esconde para ser tan pequeña. La quiere igual que una hermosa muñeca de porcelana.
En serio, hacía que olvidará todo el crudo frío que azotaba la ciudad.
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Se logró hacer paso entre la gente, comenzando una platica con la buena para nada de su hermana, la cual ante sus ojos no era más que una simple mujer que vivía de la mano de un hombre ( lo que considera una eterna desgracia para su familia, que siempre ha estado rodeada de gente exitosa que no espera las limosnas de alguien). Hablan, del tiempo que han estado separados y contando uno que otro anécdota, pero a él eso no le importa, él tan sólo presta su atención a la pequeña de tan sólo diez años que se encuentra mirando al final del comulgo de gente como hay unos niños hablando muy animados.
A el sólo le importa ella.
—Emma, venir.—Llama Dina.
La menos sale de su ensoñación y mira a su madre por unos segundos.
Se acerca, dando por mucho 5 pasos al frente y quedando justo a un lado de la adulta, sin borrar esa sonrisa falsa que adorna su rostro desde hace años.
—Norman, te presento a Emma. Emma, el es mi hermano y tu tío.
—Es un gusto conocerte, Emma.—El de hebras albinas sonríe, tratando de acercarse a la menor que ha retrocedido Y ha fruncido el ceño.
Lo había notado
No se atrevió a fingir tener emociones como cada vez que lo hace cuando le presentan a alguien. No. Ella había retrocedido y se le había quedado viendo al hombre 10 años mayor que ella, logrando ver que detrás de esa sonrisa que parece la más pura del mundo, oculta los secretos más sucios que se pudo a ver imaginado, los deseos más repugnantes y sobre todo, aquel amor tan enfermo y a la vez dulce que florecia en el corazón de ese ser humano.
Ah, podía acostumbrarse.
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