III. HERMANOS
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III. Hermanos
PENTOS📍, AÑO 298 D.C🗓️
Rhaenyra observaba con satisfacción a sus hijos pequeños jugando bajo la luz del sol, mientras los mayores practicaban su Alto Valyrio entre risas y frases balbuceantes. En sus brazos, la pequeña Visenya dormitaba con serenidad, ajena a los temores que atormentaban a su madre. La Princesa sabía bien lo que se avecinaba: guerra, traiciones y muerte. Pero en aquel instante de calma, rodeada de su esposo y sus hijos, se permitió un destello de paz, un momento de alivio antes de que la tormenta la engullera.
—Madre —la voz de Lucerys la sacó de su ensoñación. Rhaenyra alzó la vista y lo encontró acercándose con el porte decidido de quien lleva un mensaje importante. Con cuidado, dejó a la pequeña Visenya en brazos de una sirvienta de confianza, una mujer del séquito de Ilyrio Mopatis, y volvió su atención a su hijo.
—Dime, cielo —respondió, su voz tan cálida como un sol poniente.
Lucerys titubeó un instante, pero continuó:
—Jacaerys y yo hemos estado pensando... sobre todo lo que ha pasado. Sabemos cuánto has sufrido, madre. Sabemos también lo que sienten los demás, aunque no lo digan. Y entendemos que, ahora más que nunca, debemos estar unidos.
Rhaenyra lo escuchó con atención, asintiendo suavemente, aunque sus pensamientos iban más allá de las palabras de su hijo. Al cabo, respondió:
—Es cierto, cielo. Aunque nos cueste aceptarlo, ahora somos un... equipo.
Lucerys negó con la cabeza y la miró con una firmeza poco habitual en él.
—No, madre. Somos una familia. Aunque no nos guste, somos una familia. Aegon, Aemond y Helaena son tus hermanos. Tal vez sea hora de enfrentar los males del pasado y sanar las heridas que quedaron abiertas.
El ceño de Rhaenyra se frunció ante las palabras de su hijo.
—No —dijo con rotundidad. Hablar con Aegon y Aemond le resultaba impensable, aunque con Helaena, tan dulce y serena, sí había considerado hacerlo.
Lucerys suspiró, pero no cedió.
—Sé lo que Aemond te hizo, madre. Yo también lo odio por todo lo que sucedió. Pero ya estamos aquí, comenzando de nuevo. Nos tenemos a nosotros mismos, y debemos hacerlo bien esta vez. Ser fuertes juntos. No te pido que lo hagas ahora, madre, pero al menos piénsalo. Si yo puedo perdonarlo algún día, tú también podrías hacerlo.
Con esas palabras, Lucerys depositó un beso en la mejilla de su madre y salió hacia los jardines junto a Jacaerys, dejando a Rhaenyra sumida en sus pensamientos.
Nunca había considerado seriamente hablar con sus hermanos, aquellos niños a quienes apenas había prestado atención en su juventud. Sus manos temblaron al recordar las pérdidas del pasado, los horrores que había sufrido y causado. Pero entonces llegaron otros recuerdos, más antiguos, como fragmentos de un sueño lejano.
El día en que Aegon nació. Ella lo había mirado con un destello de ternura, aquel niño pálido de cabellos dorados que la observaba desde la cuna. Pero no lo había demostrado; se alejó con frialdad, como si el afecto fuera un lujo que no podía permitirse. Sin embargo, los años trajeron otros momentos: Aegon corriendo tras ella, gritando "¡Nyra!", antes de tropezar y rasparse la rodilla. Ella lo había ayudado a levantarse, a pesar de sí misma. "Listo", dijo, y el pequeño la abrazó con fuerza, murmurando "Quiero a Nyra". Una sonrisa había cruzado su rostro, pero se la arrancó de inmediato.
Luego vino Aemond, el niño de cabello más abundante, quien también insistía en llamarla "Nyra". Ella había protestado, rodando los ojos: "Es Rhaenyra". Pero con el tiempo, cedió. El apodo, aunque simple, se quedó con ella, un vestigio de tiempos más inocentes. Ahora, al recordar al mismo Aemond, quien había arrebatado la vida de su Lucerys, sintió una oleada de rabia mezclada con un dolor que nunca desaparecería.
—Nyra, ¡mira, mira! —la voz infantil de Helaena resonó en sus pensamientos. La pequeña, aún apenas capaz de articular palabras, le mostraba una araña con orgullo infantil, sus ojos brillando de emoción. "Es bonito, hermanita", había respondido ella, sin imaginar cuánto sufriría aquella niña dulce y quebradiza.
Por último, Daeron, aquel niño al que apenas conocía, apareció en su mente como un dulce recuerdo. Evocó la imagen de cuando escapaba de sus nanas, correteando con energía infantil, hasta que finalmente ella logró atraparlo. En aquella ocasión, Daeron sostenía dos galletas en sus pequeñas manos. Al verla, sonrió con una inocencia que desarmaba y le tendió una de las galletas.
—Galleta yummy —dijo con su voz infantil, tan pura que quedó grabada en su memoria.
Después, el niño la miró directamente a los ojos, con una dulzura que no parecía de este mundo, y dejó un beso ligero en su mejilla. Rhaenyra sintió cómo su corazón se oprimía ante ese gesto de ternura.
En el presente, Rhaenyra miró al suelo, sus recuerdos mezclándose como sombras en una tormenta. Las palabras de Lucerys se repetían en su mente: "Somos familia." Pero, ¿podía ella perdonar? ¿Acercarse a Aegon, al hombre que le había arrebatado tanto, o a Aemond, cuyo crimen aún ardía como una herida abierta?
—Necesito aire fresco —murmuró al fin. Se levantó y salió hacia los jardines, buscando claridad en medio de su caos interno.
El camino hacia la reconciliación, si es que había uno, sería largo y lleno de espinas. Pero quizá, en el fondo, había empezado a considerar lo impensable.
( . . . )
Helaena tomaba su té con aparente tranquilidad, dejando su bordado a un lado con evidente desdén. Frente a ella estaban sus hermanos, Aegon y Aemond, quienes no cesaban de quejarse sobre el castigo que les había sido impuesto.
—¿Todavía se quejan? Si nosotros caímos en las manipulaciones de nuestra madre, fue porque lo aceptamos —dijo Helaena con firmeza, dejando la taza de té con fuerza sobre la mesita. Sus ojos, normalmente serenos, se alzaron para observarlos con severidad—. Es momento de dejar estas rivalidades. Estamos aquí por una razón, y no voy a permitir que me arrebaten a mis hijos por sus... ridiculeces y esas cosas estúpidas que hacen sin pensar.
Aegon y Aemond interrumpieron su discusión y miraron a Helaena, sorprendidos por el cambio en su habitual calma.
—Tú, Aemond, mataste a su hijo por una estúpida venganza. ¿Acaso no podrías haber hecho otra cosa? ¿Matarlo era la única opción? —Helaena lo encaró, su voz cargada de ira contenida, antes de retomar su bordado con movimientos rígidos—. Y tú, Aegon, le usurpaste el trono... y la mataste.
—¡Ella iba a matarnos si tomaba el poder, Helaena! —protestó Aemond, su voz cargada de frustración—. Yo nunca quise matar a Lucerys. Solo quería asustarlo, pero... las cosas se salieron de mi control.
—¿Asustarlo persiguiéndolo con Vhagar? —replicó Helaena con sarcasmo mordaz—. Una dragona de la Conquista, llena del odio de su jinete, o tal vez de su miedo... ¿De verdad pensaste que eso no acabaría mal?
Aemond apretó los puños, tratando de contener las lágrimas que afloraban en sus ojos. Dio un paso hacia su hermana, pero Aegon lo interceptó, colocando una mano en su hombro.
—Basta, hermano. Cálmate.
—¡No! —gruñó Aemond, zafándose del agarre de Aegon. Su mirada se posó en Helaena con una mezcla de furia y dolor—. Madre tenía razón. ¿Cuándo Rhaenyra se preocupó alguna vez por nosotros? Siempre fue una maldita mimada. Intentamos ser una familia con ella, pero su odio hacia nuestra sangre fue mayor. Si hubiera tomado el trono, no habría tardado en colocar nuestras cabezas en estacas.
Tomó aire, como si se liberara de un peso que lo ahogaba.
—Sé que nada justifica lo que hice —admitió con amargura—. Pero no soy el único en esta familia que ha matado a alguien importante. Rhaenyra y Daemon siempre fueron grandes figuras para mí, lo que aspiraba a ser... hasta que me quitaron el ojo. Desde ese día, Rhaenyra dejó de ser mi hermana.
—¿Y por eso ibas a matar a Jacaerys? —le gritó Helaena, poniéndose de pie con brusquedad.
Aemond suspiró, furioso consigo mismo, y se dirigió hacia la mesa, tomando una copa de vino que vació de un trago.
—Pelear no servirá de nada —intervino Aegon, cruzándose de brazos—. Lo que hicimos pertenece al pasado. Estamos aquí, vivos, y es momento de avanzar. Quizá no podamos amarnos, pero al menos deberíamos disculparnos. Eso sí, Helaena, en algo Aemond tiene razón: Rhaenyra no nos habría dado el beneficio de la duda.
—¡Porque nunca se lo dimos nosotros! —espetó Helaena, pero su tono se apagó al ver a Rhaenyra de pie en la entrada.
La mayor los observaba en silencio, con los ojos húmedos, aunque mantuvo el mentón en alto. Al avanzar hacia la habitación, Aegon y Aemond se apartaron, dejando a Rhaenyra frente a Helaena.
—No quería escucharlos —dijo con frialdad, clavando la mirada en sus dos hermanos menores.
Aegon y Aemond hicieron una mueca, pero optaron por tomar asiento.
—Sé que el pasado nos está matando a todos —continuó Rhaenyra, dirigiéndose a Helaena, aunque su voz resonó para todos—. No podemos borrar lo que hicimos, pero necesitamos reconciliarnos si queremos sobrevivir a esta guerra. Aemond, mataste a mi hijo, y ese dolor no desaparecerá nunca. Pero... quiero creer que algún día podremos perdonarnos. No olvidaremos, lo sé, pero si tolerarnos como hermanos significa salvar lo que queda de nuestra casa, entonces estoy dispuesta.
La voz de Rhaenyra tembló al final, pero se mantuvo firme. Sus ojos recorrieron los rostros de sus hermanos. Aemond, aunque escéptico, asintió con pesadez. Aegon simplemente la miró con desconfianza, buscando algún atisbo de falsedad.
—No suenas convencida, hermana —murmuró Aegon.
Rhaenyra cerró los ojos y tomó aire, aferrándose a lo que los dioses habían prometido: una segunda oportunidad. Extendió sus manos hacia sus hermanos. Aegon fue el primero en aceptarla, luego Helaena, y finalmente Aemond, quien la miró con recelo antes de rendirse al gesto.
—Prometo ser una mejor hermana —dijo Rhaenyra, sus ojos brillando con sinceridad—. Abriré mi corazón a sus disculpas y espero ganarme el perdón de ustedes también.
El silencio en la habitación se rompió cuando Daeron entró con una bandeja de pastelillos. Su rostro se iluminó al ver a Rhaenyra.
—Oh, hermana, es un placer verte después de tanto tiempo —dijo, ignorando las migajas de pastel que decoraban sus labios.
Rhaenyra sonrió y acarició su mejilla con ternura.
—Los pastelillos siempre fueron mis favoritos —dijo, tomando uno antes de dirigirse a la puerta—. Piensen en lo que les dije. Si quieren hablar, estaré esperándolos.
Se marchó con rapidez, ocultando las lágrimas que finalmente escaparon. Su yo del pasado habría detestado este momento, pero sabía que era necesario. Los dioses no les habían dado esta oportunidad para volver a ser los mismos.
En la habitación, Daeron observó la bandeja con frustración.
—Vaya, siempre me pierdo el chisme —murmuró mientras tomaba un pastelillo—. Mierda, se llevó el que me gustaba.
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