Reencuentro
PAULA
Estoy conteniendo el aliento, de puro pasmo, con la sorprendente visita. ¿Es este el cliente del que se hablaba que tenía tanto prestigio? ¿El hijo de la señora Quesada y de un empresario de gran renombre? ¿O se trata de un simple cliente de última hora? De todas formas, se viste de manera elegante.
—No me lo puedo creer... —Parpadea repetidas veces en mitad de una animada sonrisa—. Con lo enorme que es Madrid y fíjate...
Mi tía y Olimpia se han colocado en modo «público» deseosas de averiguar a qué viene semejante escena. Quién es el chico que acaba de entrar.
Carraspeo interrumpiéndolo; buscando una nota de voz adecuada para mi voz.
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
Arquea ambas cejas con sorpresa. Mi tono de distinción, tajante, lo confunde. Me niego a regalarle cualquier rastro de confianza. No lo conozco. Y todavía sigo enfadada con él por su intento de flirteo cuando yo solamente buscaba huir, y un lugar donde llorar en soledad, lejos de tanto bullicio.
—Vale. Pues nada. —Respira tan hondo que me preocupa. Está ofendido. Me entra el arrepentimiento, aunque no reculo. Trato de mantener la calma—. Vengo a recoger un encargo.
—¿A nombre de quién?
—De Marcos Gutiérrez.
Eso me confirma que sí es él. El tipo que mi tía Rosa había mencionado esta misma mañana. El hijo de la señora Quesada. El cliente que pasaría a recoger el encargo personalmente. ¡No puede ser cierto! No puede estar pasando esto. En fin...
Continúo obligándome a mantenerme serena y profesional. Mi tía y Olimpia me observan desde donde están con la boca tan abierta como si estuvieran en mitad bostezo. Disimulando que están realizando algún tipo de tarea.
—Ahora te lo busco —agrego, desapareciendo en la trastienda.
Una vez allí busco en dónde apoyarme y respirar hondo. Esto es similar a esas películas de romance donde se encuentran por casualidad. Que vuelven a encontrarse tiempo después, como si la vida les ofreciera una segunda oportunidad para seguir la historia. ¡Pero qué tontería! Me espabilo. Debo de volver al trabajo, sea como sea. No tardo en regresar. Él se pasea nervioso con las manos en los bolsillos, observando todo sin moverse de delante del mostrador.
—Aquí lo tiene.
—¡Ah! ¡Fantástico! ¡Gracias! —menciona exageradamente como si se sorprendiera.
Saca una tarjeta de crédito. Le ofrezco el datáfono para que la pase por ella y espero a que marque el pin secreto. Lo hace. Todo de lo más ceremonioso y calculado, aún temblándonos a ambos las manos. ¡Qué casualidad que alguien le aconsejara este comercio! ¿Podría ser cupido disfrazado de entrometido? ¡No me extrañaría! Él sigue tirando sus flechitas hacia mí como si creyera que quiero volver a estar en manos de alguien que me adore. ¡No soportaría pasar por otra forzosa separación!
—¿Va a querer una copia del recibo?
—No es necesario.
—De acuerdo. Gracias por su compra.
Saca otra tarjeta. Escribe en el dorso su número de teléfono. Me la entrega.
—Podríamos quedar para tomar una copa. Quisiera asegurarme que de verdad estás bien —me tutea.
Sacudo la cabeza. Insiste. Acabo por aceptarla con desgana. Recuerdo que él tiene el mío. ¡Cómo no! Las traidoras de mis amigas se lo facilitaron a Borja y este, se lo facilitó a Marcos. ¡Qué bien! Nótese la ironía en mi pensamiento.
—Lo dicho. Si te apeteciera...
—Soy una persona muy ocupada. Pero gracias —digo, estirando el cuello como una jirafa, mostrando un inexistente orgullo que me sirva como escudo.
—De acuerdo. —Hace un saludo marcial tocando con un par de dedos su sien—. Nos vemos.
—Adiós.
No me gusta usar esa palabra. Pero si quiero romper y demostrar que no iré más allá de esto, es la palabra adecuada para quien sea que debo de alejar.
Lo observo salir de la tienda. Es un chico de complexión delgada, pero atlética, fuerte espalda y, francamente, su fachada no está nada mal, además de lo bien que debe de estar su cuenta bancaria. Sin embargo, él no es mi tipo. Ni necesito a nadie más.
En cuanto desaparece, Olimpia se acerca a la velocidad de la luz. Me mira arrugando los ojos, enfurruñada.
—¿Qué?
—¿No vas a contarnos de qué lo conoces? ¿En serio?
—Coincidimos el sábado en la fiesta de Borja. Nada más.
Mi tía Rosa me habla desde donde está, apartando un macetero enorme de su camino.
—¡Vaya! Te has codeado con un chico tan guapo y no has mencionado nada.
—Seguramente, tiene esposa, novia, o lo que sea.
—¿Acaso se lo has preguntado? —Mi tía chasquea la lengua con indignación—. El chico ha intentado ser simpático contigo. Incluso ha intentado citarse contigo. Dudo que tenga a alguien en su vida.
—O es uno de esos depredadores con dinero —añade Olimpia cruzándose de brazos, sin sonreír—. Has hecho bien ignorándolo —asiente.
—Es justo lo que opino —la apoyo.
Mi tía niega.
—¡Vaya par de dos! A cuál más rara. —Suspira—. Vale. Acabemos y cerremos esto. Vayamos a comer. Nos vemos más tarde.
Me quedo durante un instante, pensativa. Recuerdo la escena de aquella noche. A la gente que había en la fiesta. A cómo se comportaba la mayoría. ¿Por qué será que no me veo conviviendo diariamente con este tipo de gente? Salvo que vengan como clientes para comprar. Pero eso se basa, únicamente, en un instante.
Me atrinchero en casa. He pasado un momento por el súper y he cogido algo rápido para cocinar en el horno microondas y comer. No me he podido quitar de la cabeza lo ocurrido. He vuelto a cruzarme con el chico de la fiesta. Y se ha acordado de mí. Un chico que parece ser un destacado de la sociedad madrileña. Y, que según mis amigas, canta como los ángeles. Me recuerda al cantante de Taburete, quien no siguió los mismos pasos que su padre, sino que se dedicó a la música. O, simplemente, lo hace por afición. La cuestión es que tiene una voz prodigiosa. Y una simpatía arrebatadora que supone un riesgo para el aura más inocente.
Me apoyo en la encimera de mi pequeña cocina. Busco en mi teléfono una de las fotos de Guillén. ¡Él sí que era un tipo perfecto, arrebatador, único! Sus dedos producían llamas sobre mí. Unas llamas que me hacían arder en el más delicioso infierno. ¡Lo hecho demasiado de menos!
La campanita del horno microondas me despierta de mis pensamientos.
¡Déjalo ya estar, Paula! No puedes continuar así toda la vida como si no fueras capaz de liberar a tu amado del limbo en el que estás colocándolo, y dejarlo ascender a su lugar adecuado. ¡Piénsalo bien! Deja de torturarlo. De torturarte.
¿Por qué es tan difícil de convencerse de hacer lo correcto, y no lo contrario?
Estoy a punto de mandarles a las chicas el mensaje contándoles lo ocurrido. Cierro los ojos y niego. Mejor será que me tome esto como un simple hecho pasajero que será olvidado en unos días.
No está tan mal la lasaña precocinada. No lo está cuando hay demasiada hambre, por muy artificial que sea. Por poco sana que sea junto a un alimento cocinado adecuadamente, mucho más natural. Casi no me da tiempo para entrar en la cocina. Y, por las noches, cuando podría dejarlo preparado, me siento demasiado cansada como para cocinar. Recuerdo que Guillén y yo nos repartíamos las tareas. Él cocinaba incluso mejor que yo. Su cocido madrileño le salía que sabía a gloria. Así el resto del repertorio de platos que sabía hacer. Y es que sus padres tenían —tienen—, un bar en La latina. No he sido ya capaz de dejarme caer por allí porque todo me recuerda a él. He hablado alguna vez con ellos. Aunque trato de hacerlo muy a la larga porque, en el instante en que iniciamos una conversación, Guillén sale mencionado en ella: recuerdos, anhelos, tristeza... No soy capaz. No soy capaz, después de dos años, de remover tantas cosas tan dolorosas por feliz que me haga a la vez recordarlo.
Suspiro, dirigiendo la mirada hacia una de sus fotos que tengo en el salón. ¿Una? Tengo unas cuantas de las que no he sido capaz de deshacerme. Ni lo haré jamás.
Y una lágrima se precipita al vacío, sorbiendo por la nariz en el pesado silencio. Un silencio que me sigue acompañando.
El teléfono suena. Es Olimpia.
—¿Sí?
—¿Cómo estás?
—Bien. ¿Por?
Hace un silencio.
—He podido sentir el dolor en tu distancia. Sé que no quieres a nadie más en tu vida. Que te has puesto en plan «soldado de guerra» frente al tal Marcos. Y que, estoy segura de que, habrás llegado a casa, y si no has llorado entonces recordando a Guillén, lo estarás haciendo ahora.
Olimpia es medio bruja. Incluso casi podría decir que me conoce más que mis mejores amigas.
—Estoy bien. No te preocupes.
—¿Quieres que quedemos para comer?
—Ya esto comiendo. Pero gracias.
—¿Llamas comida sana a la precocinada?
—¿Acaso has puesto una cámara en mi piso? —la acuso con un grito, sin poder evitar reír. ¿En serio me ve?
—Te he visto entrar en el súper. Pero veo que no me ha dado tiempo a evitar que te envenenes. En fin... ¡Buen provecho! Te llevaré esta tarde a la tienda un táper con un pedacito de bizcocho que he hecho que está de vicio. Al menos, date un capricho.
—Gracias, Olimpia. Eres un ángel.
—Lo sé —responde con orgullo.
—No entiendo como no encuentras al amor de tu vida. Cualquier chico estaría feliz de estar al lado de una mujer tan estupenda como tú.
—Oye, he tenido pretendientes, ¿sabes? —Suspira—. Aunque ninguno me ha terminado de gustar.
—Eres demasiado puntillosa —bromeo.
—Puede... —La escucho inhalar—. Vale. Nos vemos esta tarde en el trabajo.
—Por supuesto.
Cuelgo la llamada. Conozco a Olimpia desde que mi tía abrió la tienda en este barrio y nos contrató, hará cosa de cinco años. Olimpia tiene sus más, y sus menos. Pero también tiene un lado enternecedor. En ocasiones, me parece que debo de ser alguien bastante importante para ella porque en numerosas ocasiones tiene detalles muy significativos conmigo.
MARCOS
¡Ella! La mujer que siquiera me dejó consolarla aquella noche, acusándome de querer enrollarme con ella. La que me hizo pensar en ella preocupado por cómo estaba. ¡Estúpido de mí! Nunca me había dado tan fuerte por alguien. Será que nunca he creído en el amor a primera vista porque me ha parecido una estupidez. Y ahora estoy suspendido de un anzuelo sin poder soltarme de mi cazadora. Tengo que pensar que no estoy cualificado para este tipo de cosas. Soy un tipo demasiado serio para relaciones como esta. ¿O tal vez mi parte más rebelde y humana me advierte de que puede que sea sorprendente intentarlo?
¡Cierra ya el pico! Tú solo te estás complicando.
Regreso a lo que estaba haciendo. Ella me habla con rectitud y profesionalidad desde detrás del mostrador. Es como el amigo que intenta dar un abrazo a otro amigo y este, se queda impasible como si ya no le importase. Me ha sabido un poco violento que no se acuerde de mí. En fin. Lo dicho. Solo fue de pasada. No sé por qué tengo que tomármelo tan a pecho con ella.
Observo el ramo de flores. La composición es exquisita. Quien me aconsejó esta floristería sabía que era acertar con el encargo. Y, sobre todo, puede que, incluso, estuviera asociado con el destino para forzar este encuentro.
Pago con tarjeta de crédito. Ella me habla lo justo y necesario. El resto de los que trabajan con ella solamente me miran desde donde están como quien espera una escena algo más elaborada y nunca llega. Se me ocurre darle mi número de teléfono. No llevo a mano nada, salvo mi tarjeta de presentación. La saco, lo escribo detrás con el bolígrafo que hay sobre el mostrador y se lo entrego. Pero ella se muestra reacia a aceptarlo.
—Podríamos quedar para tomar una copa. Quisiera asegurarme que de verdad estás bien —digo, en un último intento de conexión.
Sin embargo, continúa dándome largas. ¡Señorita negación! ¿Cuándo se me había resistido alguien así que fuera del sexo femenino, más sabiendo quién soy? Ella no es superficial. No antepone el dinero a la confianza o el amor. No es alguien que valore al otro por lo que posee. Y eso me atrae de ella. Ser ese humano que he dejado de ser desde que represento a la empresa de mi padre. Soy como un todopoderoso. Y en realidad, no me siento tan superior a los demás. O, al menos, hay momentos en que quiero bajar los pies a la tierra y dejar de preocuparme por lo que haga, diga, y si me pueda equivocar. Lo dicho: «volver a ser humano como cuando todavía no representaba esta, mi nueva imagen».
Me despido sin avances. Ella no me va a llamar. No sé si la llamaré. Si provocar otro encuentro casual. Paula... está fuera de mi alcance. No sé qué tan dolida pueda estar en la vida como para que aleje a aquellos que buscan acercarse a ella, desconfiando completamente de ellos.
Alcanzo mi coche. Dejo el ramo en el asiento del copiloto, rodeo el vehículo y me siento en el del conductor quedándome por unos segundos, pensativo. Me quedo mirando el ramo. Ruedo los ojos al recordar a Paula y entender que no voy a avanzar nada con ella. Es como ese muro de hormigón que cuesta de derrumbar, incluso con una bola de demolición.
Llego a casa de mis padres. Está situada en una de esas urbanizaciones de lujo, a las afueras de la ciudad. Llamo, y una muchacha de la servidumbre responde al portero automático. Digo mi nombre. Ella abre. ¿Qué seguridad es esta sin pedir más acreditación que mi nombre?
¿Te estás volviendo tan rarito como ellos?
Solo porque son mis padres me preocupa realmente eso.
Llego hasta la puerta. Estaciono donde no molesto. La misma mujer sale a recibirme.
—Bienvenido, señor Gutiérrez.
No muy lejos de ella encuentro al guardia de seguridad. Eso está bien. Que suelten al cancerbero por si acaso. Si no, ¿qué mierda de seguridad es esta?
—Acompáñame dentro —pide ella, rogando que la siga. Va a cogerme el ramo. No se lo dejo. Asiente. Sonríe con cordialidad. Y sigue andando.
Mi madre está en el jardín. Mi padre aún no ha llegado al parecer. Ella se levanta en cuanto me ve acercándose a mí, emocionada.
—¡Hijo!
—Felicidades, madre —canturreo con una dulzura que se sale sola. Les quiero, a pesar de sus estrictas normas que demasiadas veces me asfixian.
Le entrego el ramo de flores.
—¡Gracias, hijo! Es precioso.
Inhala su aroma y sonríe.
—¿Y papá?
—Está al caer. Pero siéntate —me pide, anclándose a mi brazo—. Hace mucho que no hablamos.
—Todo está bien, madre. No hay nada de que hablar.
—Claudia me ha dicho que estuviste con ella.
¡Esa chica no puede mantener la boquita cerrada!
—Sí. Salimos un rato.
—Ella es preciosa, ¿cierto?
Su rostro se ilumina. Es la escogida; para ellos. Aunque no, para mí. No siento esa chispa que brota insistente con la intención de electrificarme y no consumirse jamás. El amor esa algo así. Con ella, es entretenido pasar el rato. Y revolvernos entre las sábanas. Sé que ella debe de estar pensando en mí como conveniencia. Como unión de dos hijos de gigantes del negocio más selecto. Pero eso a mí se me queda grande.
—Lo es, madre. Pero tengo otros objetivos.
—¿Otros objetivos...? —tuerce los labios dibujándose unas menudas arruguillas en las comisuras. Unas que ya van rellenas con algo de bótox desde hace tiempo.
—Nada. Olvídalo.
Llega mi padre. A tiempo para interrumpir una conversación así de incómoda. Además, no tardaremos en regresar a nuestros quehaceres, tanto mi padre, como yo.
Se acerca a mi madre y le da un beso en la mejilla, felicitándola.
—¿Ha llamado Pablo? —consulta mi padre.
—Todavía no.
—¡Ese perdonavidas me tiene fuera de quicio! Se supone que tenía que llevar, en un futuro, mi empresa junto a Marcos. —Me palmea la espalda—. Suerte que te tengo a mi lado, hijo. Que recibo de tu ayuda. Me voy haciendo mayor y ya no soy capaz de poder con todo. Recuerda que este miércoles viajas a Alemania.
—¿Este miércoles?
—Eso es. Hay unos clientes que tenemos que atender. Necesitamos cerrar un acuerdo con ellos. Y yo no podré ir. Tengo que ir a Italia el mismo día.
—¿Italia? ¿No podríamos hacerlo en distintos días?
—¿No eres capaz de hacerlo solo, hijo? ¿No eres lo suficiente bueno para convencer al cliente y cerrar el acuerdo con éxito?
¡Eso es! Mi vida funciona así: sin ningún respiro.
—Lo soy. Dalo por hecho.
Asiente, sin demasiados cumplidos. Se ha acostumbrado a que todo el mundo acate sus órdenes. Pueda o no ejecutarlas.
—Bien. Celebremos. Hoy hay que tener contenta a tu madre. —Frunce el ceño airado—. Espero que tu hermano se acuerde y la llame. ¡No debería de haberse casado con esa mujer! ¿Era camarera en una taberna? —Gruñe—. No sé qué le hemos enseñado a este chico, y no entiendo cómo siendo el mayor no se responsabiliza de sus actos. Debería de haber escogido mejor. Nuestro negocio debe de seguir en el puesto más elevado del ranking si queremos seguir ganando dinero.
Dinero... dinero... dinero. Pues en mi cabeza solo hay canciones entremezcladas, esperando componerse con las notas musicales que van surgiendo para convertirse en canciones. Soy más de llevar un compás siguiendo el ritmo de mi corazón y mis locuras.
Claudia me manda un mensaje pidiéndome que felicite a mi madre. Diciendo que quería asistir, pero se le ha complicado la mañana y parte de la tarde. No esperaba encontrármela hoy, aquí. Así que me libro de ello.
Una de las chicas de la servidumbre aparece pidiendo que nos movamos al salón.
—Allí les esperan.
—¿Quién? —quiero saber, antes de que le pregunten mis padres.
Pronto me entero de ello.
—¡Sorpresa! —grita Claudia, felicitando, a continuación, a mi madre.
¡No fastidies!
Se acerca a mí y deposita un beso en mis labios. ¡Esto no estaba programado!
La mueca de felicidad de mis padres logra que me ruborice y me confunda.
—Gracias por dejarme venir, aunque sea a última hora.
—Siempre eres bien recibida aquí —menciona mi madre, casi frotándose las manos.
Sale a colación una conversación animada sobre cómo le va a Claudia. Una que yo ya me sé, pues ya me la contó de antemano. Me toquetea por debajo de la mesa. El vello se me eriza, pero le dedico una mueca de oposición.
Aquí no.
Lástima que no pueda leer mi mente cuando sigue con su instinto de seducción. ¡No hay tiempo para esto! Y desde luego, paso de excitarme delante de mis padres. Pero, ¿qué diantres estamos haciendo? ¡Detente, mujer!
Ella es implacable. Con la excusa de que la acompañe fuera, tira de mi mano en busca de un cubículo privado donde atacarme.
—He de volver al trabajo.
—Yo también. No sin antes hacer lo que estoy deseando. Me muero por devorarte —advierte con la lascivia bordeando su voz.
—Mis padres, Claudia...
—No te preocupes. Les hemos dado esquinazo. —Asiente, excitada—. Satisfáceme, antes de que regresemos a nuestras obligaciones —dicta, intentando abrirse paso entre mis pantalones.
Pongo los ojos en blanco, esta vez muerto de risa. Esto parece sacado de la escena más incoherente, alocada, potente y erótica del mundo del celuloide.
—Estás como una cabra, Claudia.
Muerde el lóbulo de mi oreja.
—Estoy loca porque te quedes conmigo, siempre —añade, comiéndome los labios sin dejarme apenas dejarme respirar.
De camino al trabajo recibo un mensaje de César, que leo más tarde, donde me anuncia que estamos recibiendo un montón de visitas y de comentarios en la canción que subimos a YouTube. Sonrío, feliz por ello. Porque sí. Porque sé que los tres estamos hechos, en esencia, por y para la música.
Arrastro los pies hasta mi oficina. Le pido a mi secretaria que me traiga un café. Necesito uno bien cargado. ¡No sé cómo Claudia puede ser así de incombustible!
Llamo al cliente de Alemania. Confirmo la visita del miércoles. Acto seguido, reservo los billetes y el hotel para entonces.
Mi padre entra en mi despacho.
—Lo de Italia se atrasa hasta el jueves. Iré contigo a Alemania —me informa.
—Ya he hecho la reserva para uno, padre.
—Le pediré a Camila que la haga para dos. No te preocupes por eso. Es su trabajo —sentencia, antes de marcharse.
Camila es mi secretaria. Mi padre necesita dar órdenes, incluso a los que no están bajo sus órdenes, digámoslo así. Llevar un control de todo.
Suspiro. Tecleo en mi ordenador, continuando con el trabajo pendiente que me quedó de la mañana. En el fondo, estaba bien viajar solo. Con mi padre al lado, el nivel de estrés se eleva a niveles incontenibles. En fin. Habrá más apoyo en la sala de reuniones.
Ha sido un día largo. La ducha me ha sentado fenomenal. Una melodía ha estado rondándome por la cabeza. Melodía que no tarda en asociarse a un fragmento de letra:
«Tus dedos en mi piel
recorren un largo camino.
Sabes dibujar bien
el deseo en cada uno
de mis recovecos.
Eres incombustible,
consentida, inexorable.
Dulcemente arisca,
revolucionaria, incontenible...
Codiciable».
Mis comisuras se elevan recordando el momento en que Claudia me atrapó entre sus manos, robándole al tiempo esos minutos que me supieron a delicia. Ella es la tentación personificada, por muy lejos que esté de representar a aquello con lo que quiero relacionar el resto de mi vida.
¡Tienes que parar, Marcos! Esto es una completa locura.
Lo siento. Pero no quiero detenerme en este momento. Vuelvo a mostrar, con ello, mi parte más insurrecta. El adolescente bullicioso que se niega a madurar. Ese que se niega a acatar cualquier tipo de norma.
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